Por Alberto Curiel
Testimonio del hombre más longevo de la Ciudad:
Ahora todo es diferente, la ciudad ha cambiado mucho, eso dijo él, yo no lo recuerdo. Mi amigo nació algún día que no puede constatarse con certeza, los tiempos son definitivamente anacrónicos, no hay nada continuo, se modifican las formas… actualmente los recién nacidos tienen papeles y registros, pero en eras remotas se conformaban con la memoria de sus padres, si es que estos sobrevivían lo suficiente como para insistir en la dichosa fecha, celebrarla medianamente, y revalidarla en la retentiva del chico o la chica en cuestión, por ello tantos ancianos presumen desconocer el portal de su origen, o se justifican anteponiendo la siguiente oración: “según mi madre, yo nací un…”.
Sobre su procedencia habló muy poco, tal vez no era importante, o él no lo consideraba así. Debatía mucho, él me enseñó a gozar de la política, la sociología, la historia viva y real, me mostró la evenemencial configuración mediante la que aprendemos, memorizamos y preterimos.
Lo encontré la mañana de un jueves 18 de mayo, no importa el año, es irrelevante en estas circunstancias; se hallaba escondido en el pretil del balcón enano de una vieja construcción abandonada, vieja incluso para esos ayeres. Era pequeño, realmente diminuto, obscuro, de semblante suspicaz, enternecedor… me miró encogiéndose sin retroceder, con la cabeza inclinada y lenguaje mudo hicimos las paces. Por aquellos días estábamos en guerra, los mexicanos y los tepanecas, los otomís y los españoles, mexicanos y mexicanos, la tierra era testigo de constantes cruzadas, por ello nos andábamos con cautela desmedida.
Lo tomé entre mis brazos, lo envolví en un saco que solía usar para transportar distintas hortalizas, alfalfa o cualesquier cosa que pudiese robar, que me sirviese de alimento o me garantizara algunos centavos tras su venta, con 20 pesos en la bolsa se era millonario, yo sólo tenía centavos, trabajaba la tierra pero el pago para jornaleros era insuficiente y de mayúsculo desgaste físico.
Con mi amigo recorrí los terrenos cercanos en simpática cofradía, confidencia que se afianzó con el discurrir de las horas. Él no hablaba, sin embargo, dominamos nuestros visajes, señas, facciones, carrasperas, lo que se conoce como proxémica, y kinestésica, yo entendía su mirada y él la mía.
A pesar de lucir como un bebé, él lo conocía todo, viajamos a través del tiempo en largas conversaciones interrumpidas únicamente por alguna carcajada, qué divertido era estar con él. Crecimos juntos, medimos nuestras fuerzas, nos instruimos y asimilamos hasta convertirnos en un fiel espejo, con la evidente diferencia de nuestro carácter, él siempre tan amable y amistoso, yo tan introvertido y hosco.
Charlábamos tanto… incontables lustros agitados en silencio, nos bastaba otearnos para descubrirnos, nos sabíamos. Nuestro peregrinar rutinario estribaba en recorrer las zanjas de 22 de febrero, aún había peces por ahí, él escarbaba la tierra para divisar su magnánima transfiguración en agua… prolongadas excursiones sobre suelo húmedo, horadando alfalfares, descansando a la sombra de ahuehuetes, desayunábamos, comíamos, cenábamos juntos… Desde el río de los remedios hasta el consulado no hubo piedra sin registrar, saltamos ciénagas vírgenes, acudimos al remanso de lo que alguna vez fue un gran lago… La gente no hablaba el mismo idioma, era difícil entenderse, había personajes magullados que nos despreciaban por ser “Chintololos”, nos perseguían hasta cansarse.
Mi amigo… mi mejor amigo me mostró a las personas, yo no podía verlas, pero ellas le sonreían, todos los viejos pueblos… San Miguel Amantla, Tlatilco, Malinalco, la gran hacienda de El Rosario, el rancho de San Isidro que ahora es un panteón, el municipio de Tacuba que él recordaba mejor como Tlacopan… vivió ayeres indecibles, no me lo creerá pero mi amigo era aún más antiguo que yo… y míreme, soy una reliquia en ruinas.
Por aquí abundaban pueblos que se reunían en las celebraciones más importantes, había fiestas con frecuencia, todos nos conocíamos. En algunas ocasiones navegamos en el moderno tranvía eléctrico que partía frente a la catedral del municipio, llegaba al centro de la ciudad, supe que anteriormente hubo otro… llamado “tranvía de mulitas”, él me lo dijo.
Asistimos a la recientemente inaugurada avenida Centenario, los aristócratas se pavoneaban andando por ahí, creo que ahora ya no es nombrada del mismo modo… cuánto han cambiado los sitios… En la ciudad existían 13 municipios nomás, ahora hay muchos, y ya no les denominan municipios… Yo no lo recuerdo, él me lo dijo… y dicen… que todo eso ya no existe.
Soy muy viejo, no puedo rememorar lo suficiente. Sé que nací después de que este lugar fuese nombrado Villa, la Villa de Azcapotzalco de Quintanar y Bustamante, estoy algo extraviado en el plazo, pero eso sí, vine al mundo antes de que se inaugurara el Palacio Municipal, lo detento medianamente en el paladar de mi memoria… era chico, joven.
La cuenca acogió mis mejores años, esos que se deslizaron próximos a mi amigo explorador, inspeccionando sembradíos de ídolos de piedra, antiguas mayólicas deslucidas, pero no robamos nada, los ídolos fueron devueltos. Nadamos en la alberca encantada de Xancopinca, ahí donde dicen que rondaba el espíritu de Malitzín, cuidando el tesoro del emperador, ahogando a los hombres que la avistaban, no obstante, la gente acudía a disfrutar del manantial, no importando una que otra muerte… El cenote quedó vedado cuando una compañía de luz se estableció en el lugar… Los ricos tenían casas afrancesadas, y los pobres… nosotros éramos más felices.
La vida vieja concluyó paulatinamente, los ríos transitan entubados, los remanentes del lago fueron languideciendo, transformándose en parque, de la alberca encantada no hay vestigios, las cunetas, los alfalfares, las fiestas, haciendas y ranchos… los conocidos fueron muriendo, les digo de ese modo porque yo sólo tuve un amigo, y él no murió. Era mágico, lo admitió después de algún tiempo… yo ya lo sabía, lo sospeché desde la primera ocasión en que nuestras retinas se entrecruzaron para descubrir el verde encubierto en sus pupilas, sin mencionar los vastos periplos, los viajes en el tiempo, ¿creyó que era una metáfora?… Un día alteró una campiña yerma, me dijo que jugaríamos a escondernos en ese lugar, era mi deber buscarlo, cubrí mi rostro con mis palmas unos cuantos segundos… cuando mis manos desnudaron mi faz nuevamente, se reveló ante mí una gigantesca pradera, árboles… un radiante regato.
Quizá usted no se fie de mi relato… no lo culpo, tengo más de ciento veinticinco años, ¿cree en la magia?, ¿cómo se explica usted que yo aún pueda caminar y correr? Considera que lo engaño, ¿cierto? Hablo demasiado bien, no aparento más de sesenta… estoy lúcido… tengo mis falencias… ¡Ya sé! Le mostraré algunas fotografías, ya se había inventado la cámara fotográfica. Conoció a Villa, a los Cárdenas, a Díaz, al mismo Cuauhtémoc, y hasta a Tezozomoc, por supuesto que no hay retratos de estos últimos, ¿logra vernos?, éramos muy guapos.
En la segunda mitad de la centuria pasada la masa sin rostro se hizo presente, nos advertimos aislados, sin embargo, él se abrió camino como era su costumbre, los nuevos mexicanos le identificaron, tuvo muchos amigos, le querían aun cuando comenzó el tiempo en que nadie se reconoce; antiguamente era menester codearse con la comunidad, uno dominaba los nombres y oficios de moradores inmediatos y remotos, le aseguro que usted es incapaz de mencionar a cada uno de los habitantes de su colonia, y posiblemente de la calle en la que reside.
Dijo que las concentraciones multitudinarias minaron el futuro, eliminando posibles coyunturas, los convenios de supervivencia, el esperanzador orden que nunca arribó, el siglo XX heredó un galimatías que consumaría la tragedia. Pero él… modificaba todo… en aquel tiempo y en cualquier otro, aun en la modernidad, y a pesar de ya no ser un pequeño, las muchedumbres le contemplaban, era condecorado sobre los nuevos suelos de concreto… ablandó corazones duros, lo hizo con el mío.
¿Dónde está? No lo sé, supongo que aquí, conmigo. No hay espacio suficiente, sabe… él me despertaba cada mañana, muy temprano, insistía hasta verme de pie… dormía conmigo, pero madrugaba… Adoraba ejercitarse en presencia del rocío matutino, observar la premura de la masa sin rostro, recibir elogios. Sin embargo, aquel miércoles no perseveró lo necesario, quebranté nuestras labores, dormité pesadamente… él se acomodó bajo mi brazo. Quise remediar mi falta con diligencia, salimos a otro tiempo, de imágenes ajadas, temperaturas repulsivas, inmundos aromas y repugnantes cuerpos… He ahí su magia, de pronto hubo refulgencias en serie, sonoros cantares de aves, cortesías foráneas, nuestras últimas risas.
No hay espacio suficiente… ahora no, el magma nauseabundo, la celeridad de la nueva vida ha olvidado las amplitudes, la primitiva escampada. En la estrechez se haya la iniquidad, mi amigo quiso correr, pero no hay espacio suficiente, la masa sin nombre pasó por encima de él… y se marchó. No se preocupe, él aún tiene lugar, camina holgado en algún punto que desconozco, logro sentirlo, me ha dicho que juguemos a escondernos en este sitio, es mi deber buscarlo, tengo cubiertos mis ojos. Me es imposible recapitular todas mis páginas, soy demasiado viejo… mi amigo me brindó algo de su nigromancia, míreme, no sé cuánto más he de vivir. La vida vieja, los conocidos fueron muriendo, pero él no, aun me acompaña, pertenecemos a una grey peculiar, exclusiva… a pesar de que no puedo verlo. ¿Publicará esta entrevista? Tal vez pueda hacérsela llegar ¿Su nombre?… No, no lo he olvidado: Mi amigo inmortal.
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Mi amigo inmortal >> Fotografía >> Alberto Curiel
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