Por César Abraham Vega
Para Víctor Hugo Pedraza
Pasamos en vela las noches del 99, apertrechados en La fogatera, así le llamábamos a nuestra barricada, la que estaba en la mera entrada de la prepa… La fogata nos iluminaba las caras y nos calentaba los cuerpos mientras la radio, en la distancia, hacía lo suyo iluminando nuestros pensamientos e infundiendo un tenue calor en nuestras esperanzas… Era la noche de un milenio y el ocaso de una época… y nosotros en nuestra ingenuidad adolescente esperábamos a que amaneciera… a que amaneciera todo, el siglo, la utopía, la revolución, las conciencias… o ya de perdida, a que simplemente amaneciera.
Escuchábamos la Ké-huelga mientras nuestra bandera totipotente y rojinegra colgaba un tanto marchita de las amarillas rejas; éramos seis los ‘compas’ que poníamos la guardia de aquella noche; algunos tenían cigarros encendidos en sus labios y los calaban dócilmente; otros bebían café o comían galletas; yo chupaba una tutsi-pop. La transmisión se oía de la verga, en parte porque estábamos lejísimos de Ciudad Universitaria y en parte porque la Ké-huelga apenas empezaba y sí que estaba de la chingada.
En el tinieblar suavemente fulgurado por las llamas de la fogata, yo me empecinaba en leer a ciegas La autopista del sur de un ché Cortázar. De pronto la transmisión cayó muerta, herida por el ruido blanco de la estática y seguidito una colilla se estrelló, muriendo en el pavimento, explotando en un arrebol de chispas que se perdió en la sombra; un compa con sus dedos afilados movió el dial de la grabadora hasta que cayó en una estación que tocaba prístinamente Yellow Ledbetter de Pearl Jam, y todas nuestras miradas se clavaron en el fuego, perdidas en la nada.
Fue en ese momento cuando caí en cuenta de que la radio siempre me acompañaba desde muy pequeño; mis paradigmas culturales están firme e irremediablemente afincados en ella…, mi estética de las cosas se explica desde ella y hacia ella. Tal vez sólo se trate de una cuestión meramente subjetiva, pero a mí en verdad me parece que difícilmente hay dos fenómenos tan estimulantes para la imaginación como la radio y la literatura.
Muchos días antes de mis noches de fogatera, mi abuelo Zeferino cultivó en mis oídos el dulce zumbido de la radio; tenía un viejo reloj despertador con sus fantasmagóricos números verdes que lo despertaba religiosamente a las cinco de la mañana, lo acompañaba en la cocina mientras preparaba lo que iba a desayunarse, comerse o cenarse y hacia el final del día; como si se tratara de una mascota, mi abuelo desconectaba cuidadosamente su radio y la cargaba bajo el brazo y así la llevaba de la cocina a la recámara; la colocaba sobre una cómoda, la enchufaba de nuevo y la encendía… y mientras él se desvestía en las penumbras levemente iluminadas por esos numerales verdes, se ponía su pijama, se metía entre las sábanas y se quedaba boca arriba con los ojos cerrados pero con los oídos aún abiertos hasta que el sueño lo recogía, una vez cumplida su misión la radio-reloj se apagaba de manera automática, mirando con sus matemáticos ojos verdes a mi abuelo dormir plácidamente; hasta que al día siguiente, aquella rutina reiniciara a las cinco en punto de la madrugada. Una noche el sueño recogió a mi abuelo y ya no nos lo regresó, sin embargo esa mañana su reloj quiso despertarlo con la música de la estación que él siempre escuchaba, pero él ni siquiera se movió… Esa misma noche, a la hora habitual en que mi abuelo se metía a la cama, la radio se encendía en esa misma estación esperando que volviera de donde se encontrara para dejarse arrullar con el sonido de su voz…, pero no volvió. Y esa noche y las otras y la madrugada siguiente y las que le siguieron la radio seguía como un perro fiel, cumpliendo su espectral misión.
Estos eventos terminaron por desquiciar a mi madre, le parecía un suceso tan siniestro; ella juraba que mi abuelo volvía desde su tumba a dejarse despertar por esa radio fantasmal y en las noches volvía de nuevo para acompañar su sueño eternal con el zumbido radioeléctrico de su compañera transmisor. Mi madre una vez me levantó aterrada a las cinco de la mañana, juraba que la noche previa había desconectado el aparato porque el asunto de que se prendiera sólo a horas muy determinadas era algo que realmente le trastornaba. Y sin embargo, la radio siniestra seguía añorando a mi abuelo; según lo recuerda mi imaginación pueril, fuimos a la habitación oscura de mi abuelo a desenchufar el méndigo aparato y la cara de mi madre se puso tan desencajada como la mía cuando vimos que la clavija no estaba puesta en la toma sino sobre la cómoda misma, perfectamente desconectada; aquello fue la condena del aparato que terminó siendo regalado al señor de los fierros viejos.
Y así, con el tiempo, increíblemente mi madre heredó el gusto por la radio; así todas sus noches de insomnio, mientras esperaba la incierta llegada de mi padre, ella ponía su radio buscando en ella alguien que le hablara; eran tiempos distintos, no había entonces computadoras ni softwares que se encargaran de transmitir una selección musical aleatoria o alguna emisión radiofónica pregrabada en horas de Dios para transmitirse diferida en las horas del diablo. Así, al menos una estación de cada compañía radiofónica dedicaba un programa en vivo y en directo para los desvelados y trasnochadores escuchas. Bastaba un micrófono, un locutor, un técnico que también la rolaba de telefonista, varios litros de café y una buena charla para llenar el ambiente nocturno de una compañía tan cómplice y tan extraña… No tenemos nada parecido en estos días.
La radio flotaba en las cabinas de los tracto-camiones que atravesaban feroces las carreteas oscuras y desoladas; en los taxis errabundos que marchaban por la capital anestesiada; en los receptores portátiles de los trabajadores de limpia que saneaban las calzadas; en las radiograbadoras de los veladores que daban sus rondines en los edificios públicos; almacenes, oficinas, museos y bodegas de una ciudad que dormitaba; y llegaba también como bálsamo al tortuoso insomnio de las almas hiber-nautas. Eso hacía sentir que los noctívagos no estábamos tan solos y derrelictos en la vastedad de esa noche que sin la radio hubiera resultado un fardo insoportable
Paulatinamente fue creciendo mi afición por la radio; y en mis tiempos de secundaria me convertí en cazador de canciones; difícil misión que consistía en quedarse pegado al receptor con una cinta virgen en el deck de la grabadora y el índice dispuesto y licencioso en el botón de Rec para detonarlo a los primeros visos de la presa codiciada y así atrapar la canción en la película magnética del cassette; lo realmente difícil radicaba en evitar a toda costa que se filtrara la voz que rubricaba la canción, pero bueno, es un tanto difícil de explicar esta odisea para una generación que no conoce nada más viejo que el mp3.
De este modo se fueron preconfigurando mis gustos radiofónicos; en un primer momento mi estación favorita era Universal Stereo, sobre todo por El Club de los Beatles, a esta estación debo mi emocionante iniciación musical (aunque rupestre), cuando no sabía ni un carajo del Rock; después me aficioné por programas del tipo de La mano peluda de Radio Fórmula; o las retransmisiones de Apague la luz y escuche de La W, que representaban un verdadero deleite para una imaginación adolescente ávida de ficción… Me recuerdo en completa oscuridad embozado con una cobija hasta los ojos dando rienda suelta a mis ideaciones terroríficas y ciertamente emocionantes; ulteriormente, en una excursión escolar pude conocer el universo radiofónico desde sus entrañas en una visita a las instalaciones del IMER, una experiencia que marcó mi concepción en torno a la radio; yo quería ser locutor.
La radio de hoy es otra cosa, atiborrada de contenidos de bajísima calidad; invadida de patrocinadores y pausas comerciales interminables; dominada por figurines y personalidades de la ‘farándula’ que poco o nada saben del arte de hacer radio, para colmo la gran mayoría de ellos con sus voces atipladas o carrasposas dan sendas muestras de su bajísimo nivel cultural e intelectual al que suplen con el morbo, lo ramplón y la payasada. ¡Qué tiempos aquellos en los que la locución era una profesión que se estudiaba y no se improvisaba!
Sin embargo, en la actualidad persisten espacios radiofónicos que libran una batalla sin cuartel en contra de la voraz apropiación enajenante y enajenadora del espacio radioeléctrico mexicano. Los embates perpetrados desde los grandes consorcios comerciales que ven en la radio, por un lado, un nicho de mercado que no ha sido lo suficientemente saqueado, y por el otro, la bandida complicidad del gobierno mexicano desde el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT) que ha emprendido una campaña de criminalización en contra de las radios locales, alternativas y/o comunitarias, vulnerando así el derecho de los mexicanos a la libre expresión a través del espacio hertziano que, como tantas otras propiedades de la nación, nos está siendo despojado; tanto así que las mismas estaciones de Grupo Radio Centro están pagando hoy por hoy su absurdo clientelismo con el gobierno y las corporaciones de medios. En fin.
A veces mis incursiones citadinas me terminan arrojando en medio de la noche, caminando extraviado entre las calles suburbanas tras perder el último autobús; en esos casos sólo resta andar a medias luces oteando los caminos que me traigan a casa; y en esos deambulares trasnochados aún puedo clavarme los audífonos y acompasar mis pasos con los hertzios de una voz o una canción que me acompaña. Es curioso, pero en los momentos más dichosos de mi existencia, suelen transmitirse por la radio ciertas canciones que amo tanto y que explican mi enamoramiento hacia ella, al grado que en verdad creo que hay alguien allá afuera que me las sigue dedicando: Radio Ga Ga de Queen, I of the Mourning y 1979 de The Smashing Pumpkins, Video Killed The Radio Star de The Buggles, Siguiendo la Luna de Los Fabulosos Cadillacs y finalmente Dancing in the Moonlight de Thin Lizzi.
Por ello, quiero que este triste texto sea un humilde homenaje a toda la radio que me ha brindado su incondicional compañía en los momentos más felices o más álgidos de mi vida.
A la Radio que ha cultivado mi imaginación: Las radionovelas de Radio Educación, Invasión Hertziana, Tres Patines y La tremenda Corte; los años dorados de La Hora Nacional, las cápsulas de Descarga Cultura y las cápsulas especiales y el radioteatro de Radio UNAM; así como la mismísima La Guerra de los Mundos de Orson Welles.
A la Radio que me ha enseñado de música: Rock 101, Radioactivo, los primeros años de Opus 94.5, Reactor 105.7 y Horizonte 107.9; César Alejandre (El dinosaurio del Rock), Alfonso Fernández Zepeda (La voz Universal) de Universal Stereo, Radio 590 La Pantera en AM y nuevamente Radio UNAM.
A la radio en resistencia, contestataria, informativa e imparcial: Radio Educación con Vox Populi, Raúl Prieto (Nikito Nipongo) y don Jorge Saldaña en su autoexilio, transmitiendo vía telefónica desde París, Francia; la desaparecida transmisión MVS Noticias Primera Edición de Carmen Aristegui, la también desaparecida Radio Monitor de José Gutierrez Vivó; y no olvidemos las eternamente rebeldes Ké-Huelga y Radio Zapote y repite Radio UNAM con su Primer Movimiento. Todas ellas, radios que se han enfrentado al boicot oficial.
A la Radio rara, psicodélica, irreverente y divertida: Radio XEQK (La hora exacta), La Chora Interminable, Radio Efímera, Radio Rubik, y dale con Radio UNAM y su Resistencia Modulada, y su Cuaderno de los Espíritus y de las Pinturas de Otto Cázares.
La radio siempre ha sido para mí uno de los flagelos que da motilidad a la imaginación contemporánea; la radio ha sido la sinapsis del siglo veinte; ha sido el recurso infalible que ha conectado a los mexicanos durante sus peores crisis; por mencionar un episodio debemos destacar el papel que la radio jugó en el desastre del terremoto del 85[i]. Igualmente, la magia de imaginarse a los locutores y actores de un radioteatro haciendo peripecias para sonorizar la emisión es un deleite per se. ¿Quién no ha sostenido un amor platónico con la voz de un locutor o locutora de radio, y se ha desengañado a la postre al mirar la fisionomía real de esa persona totalmente distinta a la que había forjado encantadoramente nuestra imaginación?
Seguramente en este comentario, omití injustamente cientos de referencias radiales que han construido mi amor por este medio y que son pilares de la radio mexicana; me disculpo con ellas por no tener la destreza suficiente para traerlas desde las catacumbas de mis recuerdos, pero les digo con absoluta certeza que las añoro y que las amo. La radio en su concepción ideal está muriendo; todos los días emprende batallas que no habrá de ganar, todo es venir a menos, ir desapareciendo; pero en su heroico ejercicio, la radio tradicional es una manifestación de una actitud revolucionaria y rebelde tanto de quienes la hacen como de quienes la escuchan y aun sueñan, se arrullan, despiertan y se acompañan con ella todos los días.
¡Viva la Radio por siempre! Yo no me puedo defender del mundo, no puedo tolerar el fardo de la vida si no tengo la voz de una radio en mis audífonos y la luz de un cuento en mis anteojos. Cuando la Internet falle y todas las petulantes tecnologías de la información colapsen (cosa que es factible que pase y lo digo con pleno conocimiento de causa), veremos resucitar al coloso de la Radio, bajando del cielo e irradiando un auditivo fulgor.
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NOTAS
[i]http://fonotecanacional.gob.mx/index.php/escucha/audio-del-dia/113-audio-del-dia/928-terremoto-de-1985
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IMAGEN
Radio de tango >> Óleo sobre tela (137 x 122 cm) >> Hernán Aguilar
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2 comentarios
Carnal, este texto también me hizo recordar viejas andanzas junto aquel: uno de mis primeros amores.
¡La Radio resiste en su lucha contra el poder!
Gracias por el homenaje merecidísimo. Tanto que agradecerle a la radio. Amor eterno para este medio. Excelente texto. Nuevamente gracias.