LA BICICLETA AZUL

por César Vega

Basado en la pintura La bicicleta azul de Rogelio Hermosillo Rembaud

¿Que si me gustan las bicicletas?, sí, es cierto, prácticamente toda mi niñez la pasé montado en bicla, tuve miles de ellas; bueno, está bien, miles es una exageración, pero tuve muchísimas; probablemente, y esto sí que lo digo sin temor a exagerar ni un poco, tuve tantas o más bicis que pares de zapatos en la vida entera.
la bicicleta azul(1)Es una lástima que mi madre ya esté muerta… sí, porque ella misma de viva voz les hubiera confirmado a todos ustedes que yo aprendí a andar en bicicletas muchos años antes que a dar un paso con mis propios pies. Siempre me he sentido más seguro posado sobre el sillín de mi velocípedo que sobre las inestables alturas de las suelas de mis zapatos.

Pero como les decía, tuve bicis de casi todos los tipos, bicis de carreras, gran turismo, de “panadero”, de montaña, de pista, de crucero, urbanas, choppers, vagabundas, vintage, advantage, downhill, enduros, freerides, portables, motobicis, y una vez, cuando tuve novia, nos compramos una tándem y salíamos los días de quincena a pasear por el parque. Las hubo mayormente plateadas, también tuve muchas verdes, rojas, negras y amarillas; la que tengo ahora es blanca con los puños negros y los rayos naranjas ¡una preciosura! En fin, nunca había caído en cuenta de que nunca, nunca, pero nunca de los nuncas, había tenido una bici azul, y jamás en la vida me hubiera percatado de ello hasta ese martes horrible de hace unas semanas en que recibí en casa, como cada mes, mi ejemplar de Sick & Obsessed Bike’s Lover Magazine, revista que, por cierto, tiene más de dos millones quinientos mil suscriptores regulares a todo lo ancho del continente. Pero bueno, en ese número de la revista venía un interesantísimo y minucioso artículo sobre algo que se llamaba más o menos: “La fuerza meta-gravitacional entre el ozono de la estratósfera y las bicicletas azules”.

Sí, así me quedé… con los ojos cuadrados… así como los cuadros de mis bicicletas. ¡Ni madres! Yo no me podía quedar así no más andando en mi bicicleta como si nada, tenía ya que verificar si en realidad aquellos disparates eran ciertos. Fue entonces cuando me di cuenta que para llevar a cabo mi proeza era indispensable tener una bicla azulada. Pero que yo me acordara, jamás había andado sobre una así, de hecho, me parece que en mi vida de ciclista he visto jamás un velocípedo color azul, ¡carambas! La cosa se resolvía fácil, bueno, no tan fácil; quiero decir, sólo hacía falta salir a comprar una bicicleta nueva que fuera del color necesario para mi experimentación. No es que me sobre el dinero, pero una empresa tan noble en aras de la ciencia en verdad que ameritaba el desembolso.

Así que pedaleé hasta la bicicletería más cercana y le pedí al encargado una flamante bicicleta vintage en color azul cielo; cosa que perturbó al muchacho y le hizo ir rápidamente por el administrador para que me condujera, amable pero estrepitosamente, a la salida del local. Yo pataleé, refunfuñé, escupí y lloré, porque claro, lo único que pedía era comprar una bici azul, cosa que no logré.

Volví tendido a casa y con un coraje horrible embutido en el buche, busqué en las hojas amarillas del directorio y marqué a la Lombash, fábrica de velocípedos famosa por hacer, bajo pedido, los más exquisitos y extravagantes ejemplares de bicicletas al gusto del cliente y con las especificaciones precisas que este les proporciona. Contestó una señorita con voz de pato: “Departamento de ventas y pedidos, ¿en qué puedo ayudarle? Le habla Maruca”, graznó. Le dije con detalle lo que quería, la rodada, el diseño del cuadro, las empuñaduras de los manubrios, pedales americanos, rines multirayo, salpicaderas y cubrecadenas cromados. La señorita tomó la orden con toda deferencia, y para cuando ella preguntó en qué color sería pintada mi bicicleta, yo no pude disimular una vehemencia prácticamente sexual y gemí: “¡azuuuul!”. La mujer detrás del teléfono lanzó un grito horrendo, me maldijo, maldijo el nombre de mi madre, maldijo a mi padre, maldijo el aparato sexual de mi padre, maldijo el espermatozoide que me concibió y luego sencillamente se calmó y colgó.

¡Carajo! ¿Qué se traía todo el mundo? ¿Tanto alboroto por una bici azul? ¡Faltaba más! Si no podía comprar una bicla en ese color, yo mismo la pintaría azul. Y en realidad hacerlo no fue difícil, conseguí prestado el pulverizador del vecino y fui a la tlapalería a comprarme un bote grande de pintura azul celeste; así pinté mi bici otrora blanca. Lo más raro es que el velocípedo tardó en secarse ¡dos semanas! Extrañadísimo corroboré la calidad del esmalte pintando otras cosas, pinté una silla, las rejas de jardín, unas paredes y un pantalón, ¡todos secaban en cuestión de horas! Pero la bici no.

Por fin llegó el feliz día en que pude pasar mi mano por el cuadro de mi bicicleta y no me manchaba la mano por la pintura fresca; y tan pronto pude montarme en ella, me embutí en el casco y cogí la revista para salir a las calzadas del parque y llevar a cabo mi tan ansiado experimento. Abrí la revista para localizar las páginas que ocupaba el artículo tan interesante sobre la meta-gravitación pero, para mi disgusto, ¡alguien había arrancado las hojas donde precisamente estaba el mentado articulillo! ¿Quién carajos? Yo he vivido solo desde que Nuria me abandonó montada en aquel tándem. ¡Al diablo! ¡Qué más da! Al fin de cuentas recordaba más o menos las instrucciones, y sin dejar que nada más me detuviera me fui al parque. En el camino la gente salía huyendo de mi paso, muchos vociferaban maledicencias, otros lloraban y temblaban, algunos me apedrearon y hasta un perro grande intentó detener mi marcha mordiéndome el pantalón.

Ya en el parque hice lo que enlistaban las instrucciones; di las ocho vueltas trazando el símbolo del infinito, me despojé de toda mi ropa, canté el salmo de Rupinhadó, me saqué tres mocos y los ungí ceremonialmente en la llanta trasera, en la delantera y en el cuadro, y todos los otros siete procedimientos que el artículo estipulaba ―según los iba recordando―. Ahora sí, estaba listo para mi hazaña, nada me detendría de comprobar si en verdad esa meta-fuerza era posible. Escogí la calzada de las mariposas porque era bastante larga, recta y plana como para hacer la carrera que necesitaba, oteé el cielo para cerciorarme: ni una nube, ¡perfecto! Y empecé a darle a todo pedal.

Al principio todo fue una decepción, ¡no pasaba nada! Llegué al final de la calzada y nada pasó; regresé por la misma vía y comencé a sentir algo muy extraño, como cuando metes los pies en agua hirviendo y sientes el burbujeante líquido reventando sus ardorosas voces contra tu piel. El metal de la bicicleta comenzó a torcerse y a rechinar, desvencijándose de sus goznes, soltando tuercas y juntas por doquiera, de pronto perdí los zapatos que era lo único que me había dejado tras el ritual previo. A lo poco perdí las llantas. Ahora recordaba que las instrucciones detallaban que los cauchos debían ser azules también ¡por dios! Aunque ya no traía ruedas no caí al suelo, había una especie de levitación que me sostenía “rodando” sobre el aire y luego sobre las copas de los árboles, sobré los techos de las casas y a lo poco sobre la estela vaporosa de un avión. Luchaba por respirar… No podía… no pude hasta que me di cuenta de que en ese sitio ya no es necesaria la respiración.

Que no les digan que el cielo es azul celeste, porque no; el cielo es color sepia, atiborrado de nubarrones grises en los que me gusta meter la cabeza, “con la cabeza en las nubes” no miro a Nuria parada en el balcón de su casa de mármol, con la luna por atrezo, con su cara vacía de esos ojos-flechas-azulejos con los que alguna vez dio en el mérito centro de mi diana-corazón. Metida la cabeza en las nubes, no la miro ni a ella, aunque quiera yo con tantas ganas mirarla una sola vez; porque temo ver, siquiera de reojo, lo que contiene aquella copa que tanto me aterroriza, pues cuando lo vi recién llegado, mis ojos quisieron salirse del miedo, del mismo miedo que la gente tiene a las bicis azules que sólo tienen ruedas y caminos para llegar hasta este lugar tan atroz.

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