YEI

por Diony Scandela

Mateo seguía arrodillado ante la tumba de su esposa. El reverendo Fullerton leía unas líneas del Salmo 121; ambas figuras, como dos cactus en el desierto, parecían hacer juego con aquel camposanto del Arizona. La tarde trajo los recuerdos de una vida pasada llena de violencia: donde Mateo Estévez cumplió su rol de forajido del Viejo Oeste; junto a Bartolo «Apolion» Beans, líder de una peligrosa banda que violó, asesinó y exterminó condados en nombre del Mal. Fueron años sangrientos donde el hombre blanco y los pieles rojas sufrieron por igual.

Con la muerte de su esposa (a manos de Bartolo), Mateo Estévez buscó refugio en Dios, acercándose a la Iglesia Bautista del reverendo Horace Fullerton. El pastor, con algo de influencia en los tribunales redujo la pena de Mateo a dos años de servicio social. Barrer las calles, limpiar las oficinas de algunos diputados y cuidar las tierras del gobernador era mejor que pudrirse en una cárcel del Arizona.

Fullerton, quien veía en Mateo al hombre pecador en búsqueda de redención, se acordó de aquellos años antes de ser pastor en los que él mismo fue maleante también. Luego echó a mirar un montículo situado a pocos metros, parecía emitir ligeros destellos.

—A veces no entiendo, reverendo, cómo Dios me libró de una vida de violencia quitándome a mi esposa.

El reverendo cerró su Biblia y miró al horizonte: una polvareda se veía.

—El Señor trabaja de formas muy misteriosas.

Mateo comenzó a llorar mientras sacaba de su chaleco una foto de su querida Brunilda. El sol se fue colocando naranja como despidiéndose de la llanura; Fullerton colocó su pálida mano en el hombro del mexicano. La herida seguía intacta.

—No sólo tienes a Dios en tu vida, también tienes a un amigo, Mateo.

La polvareda en el horizonte traía seis siluetas. Seis jinetes, todos ellos hombres de Bartolo «Apolion» Beans. No habían olvidado vengar el acto de traición a la banda de maleantes: el haber renunciado a la violencia. Bartolo respondió con el asesinato de Brunilda Estévez, y todo el pueblo fue testigo de aquel suceso atroz.

«Treinta días han pasado desde que aconteció todo. Ahora han venido por mi cabeza», pensó Mateo.

A lo lejos, las campanas de la iglesia del pueblito anunciaban las seis de la tarde; Bartolo detuvo su caballo a escasos metros de Mateo y Fullerton. Los otros cinco jinetes daban vueltas alrededor del pastor y el mexicano. La banda estaba integrada por gringos y mexicanos, pero Bartolo era una mixtura entre USA y México; a pocos metros de la escena, el pequeño montículo que sobresalía de entre la arena parecía brillar de forma inusual. Antiguo lugar de rituales navajos, quienes adoraban a un misterioso dios lagarto. Un espíritu protector que muchos juraron ver de medianoche.

Bartolo bajó de su negro corcel. El rostro casi desfigurado, el bigote tupido y la nariz aguileña hacían juego con sus ojos azules; un enorme sombrero beige hacía juego con su gabardina negra. Esbozando una sonrisa que dejaba al descubierto tres dientes de oro.

—¡Maldito seas, Mateo! ¿Es verdad lo que están diciendo? Te estás refugiando en la iglesia, junto al pastor para librarte de mí. Cobarde malnacido.

Los otros miembros de la banda comenzaron a reír. Uno de ellos se acercó al reverendo Fullerton y lo golpeó con la escopeta.

—No veo a Dios ayudándole, pastor. Aquí en el Oeste no hay más Dios que Bartolo «Apolion» Beans.

El reverendo intentó levantarse pero Bartolo le asestó una patada en las costillas. Mateo seguía rodeado por los hombres del forajido; en aquella parte del Viejo Oeste era muy común ver relámpagos al caer la noche, pero Bartolo y sus hombres, tan paranoicos y supersticiosos se alarmaron al ver que la forma del rayo trazaba la letra «S». ¿Qué era aquello? Mateo Estévez tenía entre sus brazos a un inconsciente reverendo Fullerton.  Sobrevivirá  pensó.

Los hombres de Bartolo seguían idiotizados, observando el ocaso con relámpagos en forma de «S». Pero el líder, con ansias de matar a su antiguo matón, buscaba enlazar a Mateo como si fuera ganado.

Un pequeño movimiento sísmico y, de entre la tierra del desierto, surgió un ejército de cadáveres vivientes: seres encorvados de rostros huesudos, piel lacerada y cubiertos de gusanos. Algunos con rostros desfigurados por impactos de balas; indios, vaqueros y forajidos, así como víctimas inocentes caídas por manos de maleantes. Los hombres de Bartolo apenas pudieron sacar sus pistolas, pero la carnicería fue inevitable y la tierra recibió la sangre de los bandidos.

Mateo seguía con la cabeza gacha. Espantado, vio al único sobreviviente de aquel exterminio: Bartolo «Apolion» Beans. Petrificado como la mujer de Lot en la Biblia.

El desgraciado sostenía el revolver apuntando a un punto imaginario del horror. Como si buscara a tientas un digno adversario.

—Bartolo… —susurró un perturbado Mateo.

«Bartolo Beans» dijo una voz siniestra en la noche. El maleante subió a su caballo pero, el equino era ahora una negra y hórrida bestia de los infiernos; el criminal corrió en dirección al montículo. Desde allí profirió amenazas e injurias contra Mateo y el reverendo.

La voz susurró el nombre del criminal, posterior a un tétrico silbido. Entonces, con una brisa helada que movió hasta los cactus del desierto la noche fue testigo de otro evento.

Un grande y abominable lagarto surgió de entre el montículo (ese mismo que adoraban los navajos); la cuadrúpeda bestia tenía una enorme protuberancia en la espalda, era verde, escamosa y con la cabeza similar a la de un ternero. Mateo creyó escuchar a la bestia pronunciar el nombre de «Bartolo».

El forajido, con manos temblorosas, disparó y falló. Los siguientes siete disparos parecieron hacerle cosquillas al lagarto. Ágil como una serpiente fue hasta donde estaba Bartolo y le arrancó la cabeza, para luego convertirlo en su cena.

Los muertos vivientes regresaron a la tierra. El montículo abrió su boca y el gran lagarto se hundió cual grillo de tierra, en las fauces de lo Desconocido. Mateo escuchó ocho campanadas en la iglesia del pueblo. Una brisa fría revolvía el polvo del Oeste; allí mismo el mexicano oró. Fullerton despertó y Mateo lo ayudó a levantarse. Mientras observaban la luna llena que coronaba el cielo de Arizona, escucharon un coro de indios navajos en la negra noche.

Lo cierto es que aquella noche fue testimonio para un sermón dominical: los lugareños decían que aquel suceso fue una venganza de los Yei, espíritus protectores de los navajos. Estos guardianes castigaban a quienes osaban profanar terrenos sagrados.

Pero el reverendo Fullerton y Mateo Estévez sabían que aquello fue algo más trascendente: la ira del Todopoderoso sobre aquellos que blasfemaban de su santo nombre. A semejanza de un castigo bíblico, y la muerte de Brunilda Estévez fue vengada de la manera más sobrenatural posible.

Arizona.1911

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Diony Scandela nació el 3 de julio de 1993 en  Apure, Venezuela. Iniciado formalmente en el mundo de la escritura con la publicación de su novela Perros de la Prehistoria. Autor de varios relatos, entre ellos “El cíclope de los bosques”, “El caso del sindicalista”, “Caballero andante” y fundador de la Revista Paladín. Integrante del equipo editorial de la Revista Paladín.

Instagram: @dionyscandela

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