XXII. LLORAR

por Alejandro Roché

INTROSPECCIÓN

Nuevamente caminamos en silencio, el sol continúa intenso y, entre tantas cosas, sólo me vienen a la mente una y mil preguntas: ¿Qué hago aquí? ¿Es esto lo que realmente quiero? ¿Dejé mi casa por algo como esto? ¿Así siempre será la vida por aquí? ¿Debo seguir…, regresar? Nunca creí llegar a pensarlo, pero tantas cosas me están fastidiando y comienzo a extrañar los días apacibles en el valle. Aunque los últimos tiempos, en donde había tantas emociones desbordándose a cada momento, no fueron los mejores, no fueron malos, tampoco buenos; fueron tormentosos. Esa es la palabra adecuada, porque tanta pasión, tanta emoción y sin poder gritarla al mundo, callarla con miradas discretas, sonrisas escondidas, roses al toparnos en la casa, al comer, al andar aquí y allá, esas ganas de pasar por donde ella para respirar profundo y apropiarme un poco de su aroma, de la exquisita esencia que desprendía su cuerpo, el sabor en su piel que mi lengua llegó a lamer hasta la saciedad, lo terso de su cutis, la calidez de su cabello en mis manos, su mirada en mis ojos, los susurros de sus labios en mi oreja, mientras su pómulo rosaba el mío y mis manos querían grabar sus formas en mi memoria, esas curvas infinitas que no eran ella, sino a las que ella daba sentido; esa magia de estar con ella y acariciarla, no estaba en su piel, nacía desde dentro, pero no de su corazón, ni siquiera de su mente, era algo más profundo, la esencia parecía emanar de algo más etéreo, más puro: su espíritu; ese ente informe brillaba y demacraba cualquier luz, embellecía la locura y el dolor de esos meses tempestuosos en que nos debatíamos entre el pudor, la moral y los deseos de intimar en una mirada, de acariciarnos desnudos, de reír mientras rodábamos por todo el infinito espacio de la libido que, en lugar de menguar, acrecentaba el fuego y después, después todo se fue al carajo.

—Mira, ahí está la tienda. Ven, vamos a entrar.

Qué fastidio, todo esto no tiene sentido; creo que ahora no quisiera pensar más que en Nayelly; recordar esas pequeñas cosas que la hacían tan ella, tan mujer, tan perfecta, tan inmensa de todo eso que las demás carecían.

—¿Tiene galletas de animalitos?

—No, la navidad está muy lejos. Vaya a casa de doña Britney, la de los arcos; ella seguramente tiene.

Nuevamente caminamos y yo sigo pensando que tal vez, que sólo tal vez; debí haber tenido más valor y enfrentarme al mundo, asumir las consecuencias. Entonces, como un haz de luz, un acto divino, me viene a la mente: voy a regresar y que pase lo que tenga que pasar.

—¿Tiene galletas de animalitos?

—Sí. ¿Cuánto quiere?

—Vende por bolsa o suelto.

—Suelto, ahorita sólo tenemos suelto.

—Deme unos 5 kilos. Lo quiero para un velorio. ¿Sí me alcanzará?

—Pues para una noche sí, pero también depende de cuantas personas lo visiten.

—Sí, sólo deme 5 kilos, no creo que vayan muchos y si no, pues ya, total.

Esta vez él carga con la bolsa de galletas de animalitos, porque hasta ahora yo venía cargando con todo.

—Ya, creo que es todo, vámonos a la casa. Ya has de estar cansado. Yo también. Imagínate, me tuve que parar desde temprano y comprar todo el mandado para lo que se va a dar de comer. Si cuando pasé con Jassiel ya había ido y regresado del mercado. ¡Ah!, y también me hice un tiempo para regar mis arbolitos, ahorita te los presento, vas a ver que ya van bien creciditos; en pocos años ya van a dar sombra, o quizás en menos, todo depende del clima, porque aunque uno los riegue no hay como el agua de lluvia, esa siempre será mejor.

Nuevamente tomamos camino, a veces pedregoso, a veces con tanta tierra suelta que los pies se hunden en la tierra caliente como horno y, con cada paso, mayor es el esfuerzo, porque con el sol a espaldas y el aire caliente, se vuelve un coctel perfecto para un calor abrasador. A lo lejos se divisa un grupo de vacas avanzando pausadamente hacia nosotros.

Sólo unos pasos nos distancian y el hedor de estos animales comenzaba a llegarnos, cuando veo que una señora que venía detrás del ganado comienza a jalonear un árbol pequeño de no más de dos metros y, como si fuera una mala yerba, se ensaña en su intento, es una lucha encarnizada, donde el árbol se defiende con todas sus fuerzas y la señora no está dispuesta a ceder. Aceleramos el paso donde ella.

Quizá la distancia, tal vez el calor y el terreno son lo suficientemente contrarios para que antes de llegar, el arbolillo, que más bien parecía sólo una rama, ceda ante la brutalidad del jaloneo y se desprenda del suelo y la tierra, a pesar de que en sus raíces se aferraba, o lasraíces se aferraban a la tierra, pero sin más; ésta se esparce alrededor como un charco de sangre; como un grito silencioso, la tierra húmeda queda esparcida y un hoyo en el suelo.

Para cuando llegamos a donde está ella, en sólo unos instantes, Don Bryan le pregunta por qué lo había arrancado y malhumoradamente responde:

—¿Si no con que arreo a mis vacas?

Con esas palabras, con esas simples palabras siento los ojos aguarse en lágrimas al tiempo como si me hubieran golpeado el estómago, pero no con un simple golpe, sino con un golpe de muerte; no puedo decir nada, la voz se me va de los labios, nunca había sido especialmente amante de la naturaleza, pero ver tal escena y conocer los motivos… Simplemente no existe razonamiento tal que pudiera justificar en mis adentros la muerte de un árbol, no es una vida como un animal o un ser humano, pero como decía mi abuelo, si crece está vivo; lo escuchaba tantas veces, pero hasta este momento es cuando esa frase cobra otra dimensión, y son tantos los sentimientos encontrados que ni siquiera puedo contener mis lágrimas, sólo las siento rodar como el río al bajar de la montaña, salvaje, imponente con todo su caudal, con toda su fuerza y furia que le da la lluvia de una noche borrascosa; caigo de rodillas, herido de muerte en mi estómago, ahí el dolor parece cobrar vida, fuerza, como si un engendro comenzara a fecundarse, desgarrando desde lo más profundo con el único fin de provocar sufrimiento. Arrodillado con las manos en el vientre, Don Bryan también me secunda, me abraza y apoyándonos el uno al otro lloramos; lloramos como dos niños que les privan la ilusión, arrebatándoles lo más preciado de un mundo bello, testigos impotentes ante una violación de la vida en su expresión más cruenta e irreal. Nos duele y avergüenza ante el sol, ante el cielo, ante todo; seres humanos ahogados en un inconmensurable mar de emociones innombrables, nuestros ojos parecen llorar infinitamente y, a pesar de la amargura, nuestras lágrimas se agotan y entonces lloramos sangre, y cuando nuestra sangre se agota, nuestros espíritus continúan en llanto; lloramos tanto, que si existe Dios; también debe estar llorando con nosotros.

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