Por Alberto Navia
El 6 de enero de 1412 en Domremý, Francia nacía Jeanne d’Arc de la pareja formada por Jacques d’Arc e Isabelle Romée; catorce años después Jeanne afirmaría oír las voces de dos santas, Santa Catalina de Alejandría y Santa Margarita de Antioquía, y del mismísimo Arcángel San Gabriel dentro de su propia cabeza. Recibió, de esas voces internas e íntimas, una clara orden: debía partir al frente de un ejército para derrotar a los ingleses que sitiaban Orleans, uno de los últimos reductos de la resistencia francesa dentro de la cruenta guerra entre Inglaterra y Francia conocida como la “Guerra de los cien años”. Las batallas, en las que Jeanne d’Arc derrotó al ejército inglés fueron un factor importante para que Carlos VII se ciñera la corona de Francia en el año de 1429. Empero, fue capturada por los borgoñeses un año después de la coronación de su rey y entregada por estos a los ingleses; quienes, bajo la acusación de herejía, la condenaron a morir quemada en la hoguera sin que Carlos VII aceptara intervenir en favor de ella. Así murió Jeanne d’Arc el 30 de mayo de 1431, cuando contaba tan sólo con diecinueve años.
En estos tiempos que corren resulta algo irreal mirar a las personas hablar al aire contestando preguntas invisibles a los oídos ajenos. El Mundo se ha vuelto insubsistente. Las personas hablan con fantasmas que no son visibles, fantasmas de hálito inasible que solo existen en sus propias orejas. Se mueven, se expresan, cambian de tono y de volumen su voz acorde a sonidos internos en su cabeza. En otros tiempos serían catalogados “alienados”, pero en nuestros tiempos tal actitud resulta normal, natural, no causa asombro.
¿Cuál es la diferencia entre estos seres monohablantes modernos y aquellos que en tiempos anteriores hablaban con voces ocultas, voces que venían desde sus recónditos interiores? ¡Nada! Si acaso unos pequeños artilugios incrustados en sus oídos. Estos artilugios (tan incomprensibles como la actitud de los monohablantes) justifican acciones y actitudes que hace cien años les hubieran conducido, seguro, al manicomio y, hace doscientos, a morir en la hoguera.
Otros hay que van por las calles, las plazas, los cafés discutiendo con un artilugio, una especie de pequeño bloque metálico o hecho de cristal al que parecen hacer sus confidencias. Sus secretos y citas se las confían a los tales ingenios. Invisibles conversantes de distantes oídos y susurrantes voces parecen encontrarse atrapados, como sendos genios de Aladino, en aquellos pequeños bloques brillantes, parlantes, vibrantes.
En estos tiempos fantásticos los conversantes suelen ser distantes y ausentes. Solo las voces se tocan, intiman, dialogan.
Aun los rituales ejecutados para el habla con los mínimos monolitos parlantes también son extravagantes. Alguno, en una mesa concurrida, recibe la sorpresiva inspiración y se levanta presuroso e intempestivo y se aleja del grupo o, ya de plano, huye a la calle y habla y gesticula y manotea al aire como poseso de Pascual Bailón y, a veces, levanta la voz y exacerba sus ademanes sin que nadie corra a socorrerlo o eleve alguna plegaria por su alma o sea atrapado por una turba delirante. ¡Todo parece tan anormalmente normal! Y, de repente, cesa la tal posesión o acechanza o vil ataque histérico y ya vuelve, sereno y lúcido, a su asiento sin que los demás concurrentes expresen temor alguno. Nadie se persigna o se intimida y hasta puede que otro de los contertulios le siga, presuroso, en las tales posesiones.
Hace casi seiscientos años que fue quemada hasta la muerte Jeanne d’Arc por andar oyendo voces misteriosas e íntimas en el interior de su propia cabeza. Voces que solo ella podía oír. ¿Qué pasaría si de repente una voz salida de unos oscuros artilugios incrustados en tus oídos te dijera que estás hablando con Santa Catalina de Alejandría o Santa Margarita de Antioquía o con el Arcángel San Gabriel y te instruyera a iniciar una guerra?
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