V. MÁS SABE EL DIABLO

por Alejandro Roché

INTROSPECCIÓN

Por Alejandro Roché

El sol rayaba el horizonte. Por primera vez hubo silencio. Un viento ligero llegaba por la espalda, casi una caricia. Avanzamos unos minutos más hasta que nos detuvimos al ver a una anciana recogiendo leña.

—Eh, Isa. ¿Eres tú?

—¡Juancho, que milagro!

—Ya ves, por aquí andamos. ¿Vas a pasar la noche por aquí?

—Sí, hacia adentro están mis cosas, ¿quieren acompañarme?

—Claro, en estos bosques uno nunca sabe; una vez me salieron unos lobos; no me hicieron nada, pero por ésta —juntando los dedos, como si fuera a persignarse—, que ya no me contaba en este mundo —el carretero, o Juancho; como supongo que se llamaba— encendió la fogata y los tres cenamos, no compartimos alimentos ni nada; quizás por pena, quizás por lo limitado de las porciones, hasta que Juancho fue a la carreta y regresó con varios frutos entre manos y los repartió.

—Tomen, es para la venta, pero pues, una vez al año no hace daño. Después de todo para qué trabajamos tanto, sino para comer, y si no alcanza ni para eso, pues entonces qué, ¿no? Los ricos, pues allá ellos; pero los pobres con comer estamos contentos, ¿no?

La anciana y yo asentimos; ella agregó:

—Tú siempre tienes una frase para todo; ¿verdad?

—Pues no sé si para todo, pero yo creo que más bien son los años; porque “más sabe el diablo por viejo, que por diablo”, ¿o no? ¿Y qué te trae por estos rumbos?

—Pues ya sabes, hay que ganarse la vida y tenemos que andar de aquí para allá.

—¿Sabes? Me encontré al Abajeño. ¿Tú no lo viste? Siempre anda con problemas encima.

—¿Y tu hermana?

—Pues pobrecita, ahi anda, no sé cómo pudo encontrarse con un hombre tan —empuñó su mano y sus labios se apretaron como reprimiéndose—, pero ya ni hablar es bueno, mejor vámonos a dormir; está fresca la noche, pero ahorita con el fuego, como diría mi apá, “hasta luego Juana”.

Juancho se acurrucó en su sarape y se durmió; la anciana dirigiéndose a mí, preguntó:

—¿Y tú a dónde vas?

—A la ciudad.

—Ah, yo vengo de allá, fui de lava trastes al palacio, hubo una gran fiesta, la reina se casó, fue muy bonito y la paga fue buena. —miró y el fuego y luego preguntó: —¿Estoy muy vieja verdad?

Su pregunta me confundió, balbucee entre dientes: —Supongo.

—Yo era muy bonita, los hombres desde viejos y niños siempre volteaban a verme; pero ahora ya no, como tú; ni siquiera me diriges la mirada, no te reclamo, es sólo que los años llegan, aunque realmente no estoy tan vieja; pero las penas cuando llegan no se van, se quedan aquí —y con sus dedos índice me señaló las arrugas de su frente, deslizándolos entre los ojos y las orejas, pasando por los pómulos, hasta más ABAJO de su cuello; en lo que tras de su ropa se divisaban un par de senos caídos, pero sus manos descendieron aún más; hasta su vientre y de ahí a su entrepierna sumergiendo las palmas como si quisiera aprisionarlas, encorvándose y, con dolor reflejado en el rostro, cerró los ojos mientras su mentón tocaba el pecho —Los años son crueles, pero el tiempo no lo es tanto como el olvido, y peor aún si no tienes familia que te exija de comer, de lavarle la ropa, que te haga enojar; una familia que te recuerde.

El siseo del viento en las hojas, parecía querer arrullarnos o quizás sólo hacer más dramático el momento.

—Tú me recuerdas a alguien, creo que hasta podría jurar que te conozco; pero tú no ¿verdad?, tú eres más joven. ¿No me recuerdas verdad? —sólo negué con la cabeza. —Sí, tienes razón, ya estoy muy vieja.

—No, no es eso, yo vengo del valle, soy un aaronita y estoy seguro que no la conozco. De donde vengo somos pocos y casi nadie llega a visitarnos.

—Ya ves, es eso; no eres de aquí; este es un mundo nuevo, donde todos los tiempos y todos los lugares existen en un mismo espacio, yo llegué aquí buscando a alguien y mi vida se fue en ello; ahora vieja, fea, arrugada, ya es demasiado tarde para encontrarlo—. Volteó a mirarme y cerró los ojos como cuando los gatos te miran y parecieran besarte con la mirada e, instantes después, regresó sus ojos al fuego; aún con las manos en su entrepierna pestañeaba cerrando cada vez más los ojos y no dijo más; se quedó dormida. Me recosté sobre un árbol y me dormí.

Cuánto tiempo paso, no lo sé, pero me despertó la palma de un niño abriéndome un parpado diciéndome.

—¡Papá, papá, por favor; despierta!

Sin mucho tiempo para reaccionar desperté, pero ahora me encontraba en un cuarto en penumbras y con un pequeño diciéndome papá.

—¡Papá, debajo de mi cama hay un monstruo! Se metió en la noche con la luz de los truenos, se acurrucó entre mis cobijas y cuando me levanté se bajó de la cama. ¡Papa! Velo a sacar.

—Aún somnoliento, salí de entre las cobijas y dirigiéndome con su manita fui hasta donde su cama; una litera que estaba en el mismo cuarto. La cama superior estaba vacía, y en la cama inferior había una niña; quizá de la misma edad mirándome asustada; apenas sacando los ojos de entre las cobijas; me agaché y abajo no se divisaba nada.

—Busca bien, papa, ahí está.

—No, hay nada, aquí abajo no hay nada.

—Busca hasta ABAJOTE, hasta adentrote; ahí debe de estar el monstruo.

Metí mi mano y arañándome salió corriendo un gato que de momento espanté.

—Es sólo un gato, no es ningún monstruo.

Los niños sólo me vieron y al unísono respondieron:

—¡No, no era un gato, era el monstruo y lo dejaste escapar!

En eso entra una mujer:

—¡Ya les he dicho que no deben despertar a papá!

Volteo a verla, pero la habitación es muy oscura, pero esa voz; sólo puede ser de una persona, trato de acercarme hacia ella, pero sale de la habitación y la sigo hasta donde la cocina y ahí, dándome la espalda me dice.

—Cariño, pásame el cuenco con la harina ABALADA.

Sobre la mesa, a mi izquierda hay un cuenco con harina, lo tomo y me dirijo hasta donde ella y se lo doy, pero no veo su rostro; sólo toma el cuenco. Acaricio su cabello y me voltea a ver y no, no lo puedo creer; es ella.

Inmóvil sin poder reaccionar, me pregunta si estoy bien y sólo atino a señalar con mi cabeza; un sopor me invade, un mareo, y pierdo la conciencia. En la lejanía escucho mi nombre y de entre una enorme pesadez una voz; un grito:

—¡Lobos!

Apenas incorporándome, un lobo saltaba desde un arbusto y ABALANZÁDONSE en mí, su hocico se prendió a mi cuello, fue sólo un instante, pero alcancé a sentir su aliento en mi piel y como mi sangre brotaba para bañar sus colmillos y como queriendo desgarrarme sacudía fuertemente la cabeza. Hacia arriba el follaje del bosque sereno, yo moviéndome sin voluntad y un dolor punzante se disparó hasta más allá de mi conciencia.

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