UN CUENTO DE FICCIÓN 

por Celeste Barattini

Había una vez un político elegido por amplia mayoría, a él le importaban los problemas de la gente y trabajaba día y noche por el bienestar de la ciudadanía. Tenía verdadera vocación de servicio y no lo andaba pregonando a los cuatro vientos. Miraba con malos ojos la corrupción y predicaba con el ejemplo. Nunca aceptó una coima ni situó a su parentela en cargos importantes, no tuvo acceso a información privilegiada, tampoco evadió impuestos ni acrecentó su patrimonio a costa de sus electores.

Era buen esposo, buen amante, buen padre, buen hijo, buen amigo, buen vecino y un maravilloso ser humano de conducta intachable. No decía palabrotas e iba a la iglesia todos los domingos. En sus ratos libres practicaba yoga, pilates y kung fu, tenía  los chakras perfectamente alineados y prefería el diálogo antes que el conflicto y la provocación. Consumía frutas y hortalizas orgánicas cultivadas por él mismo, separaba la basura en desechos orgánicos e inorgánicos, papel, cartón, vidrio y plástico; estaba en contra del maltrato animal y a favor del reciclaje. Nunca nadie habló a sus espaldas y, si lo hacían, era solamente para deshacerse en elogios hacia su persona. Sus detractores terminaron siendo sus mejores amigos, y sus mejores amigos le admiraron aún más por aceptar, respetar y escuchar las sugerencias de la oposición.

Un día mientras paseaba en  un centro comercial, la tragedia se interpuso en su camino en forma de un ataque al corazón. ¡La gente gritaba horrorizada!, y aunque le practicaron oportunamente los primeros auxilios, al llegar la ambulancia ya no había nada que hacer. Hubo gran desazón en la provincia, ¿Cómo Dios podía permitir que un hombre tan honesto y comprometido con el ciudadano de a pie encontrara la muerte en esas circunstancias?, ¿qué clase de Dios podía en cambio mantener con vida a asesinos, violadores y gente de mala entraña?, eran preguntas sin respuesta que no hacían otra cosa que graficar el enorme vacío que dejaba entre quienes le conocieron. Nunca se vio en el mundo entero un cortejo fúnebre semejante; todos  salieron a la calle a manifestar su dolor, con evidentes muestras de afectación y una caravana interminable de vehículos motorizados acompañó los restos mortales del honorable hacia la que sería su última morada. Detrás de la carroza, un perro de raza indefinida caminaba con el rabo entre las piernas y aullando lastimeramente. Era Sultán y había sido rescatado de un voraz incendio por voluntarios de un refugio de animales y posteriormente adoptado por el entonces candidato a diputado de la República.

—Me gusta este perro —le había dicho al encargado de turno— es como yo, ha sabido ser digno en la adversidad, en sus ojos veo esperanza y sé que me será fiel hasta la muerte… estoy seguro que este perro es el indicado para mí.

¡Y vaya que tuvo razón!, Sultán no se despegó ni un segundo del féretro, ni siquiera cuando el curita del pueblo dijo que “los designios del Señor eran misteriosos”, ni siquiera cuando las viejitas lloraban a moco tendido por el deceso  de un joven tan buena persona en la plenitud de la vida; ni siquiera cuando uno por uno se fueron retirando del campo santo. Comenzó a llover y Sultán seguía de punto fijo sobre la lápida como si en su vocabulario perruno no existiera la palabra resignación.

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Imagen 

Diógenes >> Jean-Léon Gérôme., Francia, 1824-1904.

Celeste Barattini Caris nace un 24 de Abril de 1980, bajo la constelación de Tauro, en la ciudad de Comodoro Rivadavia. Oriunda de Puerto Aysén, al sur de Chile, actualmente reside en la ciudad de Quillota, Chile. A la edad de 13 años, una vez ganó un concurso de poesía con motivo del mes del mar. Ha participado en talleres literarios de forma presencial u online, instancias que le han servido para mejorar su escritura. Escritora amateur, sabe que tiene mucho que aprender aún.

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