SI UNA NOCHE NUCLEAR LA MADRE

por Raúl Mendoza Mandujano

Para Viridiana de la Torre

Los smartphones murieron a las 5:45 de la tarde. Por el crepúsculo se asfixiaban. Eran trozos inservibles de aleaciones de cobre, aluminio y plástico. Otros dispositivos de los mismos materiales caducaron. Del cielo caían cenizas sobre toldos de autos inmóviles. Bloquearon antenas incapaces de transmitir mensajes recibidos. Las nubes eran tan sólidas como el vidrio. El aleteo del zorzal las hubiera quebrado. Pero los pájaros recién volvían de sus escaramuzas matutinas en búsqueda de alimañas y se encaramaban al piso. La evolución quedó revertida (maximizada). Seres del aire pasaron al suelo. Caminarían en dos patas por las banquetas, igual que los humanos. Al dejar de piar ocurrió el silencio, tan atroz que lo escuchado en lontananza, de mal augurio, fue la alarma sísmica: voz recurrente, inentendible, ahora decible, metida en las estaciones del metro. El desconcierto era tal que gente errabunda divagaba por las calles. Olvidaron los puntos cardinales. Chocaban con escaparates apagados de tiendas y pensaban que patrullas recién abandonadas por inexistentes policías, eran sus casas. La noche fue especialmente fría y aterradora. Sin ningún dispositivo electrónico disponible, no se entendía por qué el agua abandonó el grifo, por qué el sol se apagó y por qué la temperatura se acercaba al punto de congelación.

Si los perros dejaron de seguirnos y las ardillas de correr por ramas de los árboles, se debía a que estaban mejor enterados que nosotros. Esa noche recordé que, en días pasados, en mis sueños caían tres bolas de fuego en la Ciudad de México, volviéndola un páramo desolado con apariencia marciana. Por la Calzada de Tlalpan desfilaban cientos de personas sin rasgos faciales distinguibles. Estaban rociados de hollín, como si el boiler les hubiera explotado a todos, antes de bañarse, en la cara. La línea del metro, que separaba el sentido de la calzada (norte o sur), era una bodega interminable de cadáveres, también irreconocibles por su condición. Les arrancaron la piel, su cabello se vaporizó. Algunos perdieron miembros inferiores o superiores. Otros fueron derretidos, borrados. La impactante marcha iba con rumbo a Cuernavaca (si Morelos quedaba aún en pie) o así lo indicó la dirección hipotética que siguieron. Tenían la ropa pegada a la piel —confundiéndose con sangre grumosa— y la mirada perdida. Estaban poseídos por el desconcierto. Sus padres y los padres de sus abuelos jamás imaginaron algo así.

Al despertar creí que la situación había mejorado. Ella miraba por el ventanal. Cubrió su afelpada desnudez con un abrigo invernal y su hermosa cabellera con un gorro de lana. Las nubes quedaron tan abajo que las personas apostadas en la calle como estatuas de sal, preguntándose, en silencio, lo ignoto, las deshacían con sus piernas. Cierta mujer de sesenta y tantos portaba una brújula en su mano. La alzaba o bajaba según le placiera. El aparato giraría enloquecido, desubicado. Los puntos cardinales estaban en todas partes y en ninguna. Norte, sur, este y oeste eran un Aleph. El agua se mantenía ausente. Quedaban unos cinco litros de los nueve posibles en el tanque del purificador. Le pregunté si los aparatos electrónicos seguían sin funcionar. Donatella volteó. Sus ojos tan profundos y poderosos, grandes como las mismísimas lunas, se empequeñecieron. Rebuscaban lágrimas negadas por sus lagrimales para ahorrarse la deshidratación, mis palabras:

—Los focos están bien muertos.

Al levantarme las barbas se me caían a raudales. Cerré los párpados para evadir la verdad onerosa y su dictamen. Apareció un cielo espeso, como el agua emponzoñada. Las ventiscas atronadoras olían a cobre quemado. Meses atrás se hablaba de un conflicto, tan lejano, que lo escuché de niño, bien entrados los noventa, cuando era imposible. Quedó olvidado en libros de historia, cuya escritura fue burilada por nuestros antecesores, quienes supieron que el país vecino cavó en la tierra para edificar refugios en caso de necesitarse.

—Donatella, debemos irnos. Bien sabes lo que ocurrió. Aunque deseara negarlo es insostenible hacerlo; pronto, como en mi sueño, en Tlalpan desfilarán remedos de hombres pudriéndose por dentro, con una metástasis tan nefasta que morirán antes de dejar de despertar y perderse en la inconsciencia. ¿Pasaste la noche en la ventana? El viento nuclear te ha tocado, por eso se te cae el cabello.

Estuvo observando signos irrefutables del entorno: gasolinera vacía con despachadores apagados; sonido hueco de la tubería que eructaba aire en vez de agua; bramidos lastimeros empezaron a retumbar en el silencio. Permaneció firme para armonizarse con la agobiada naturaleza. Era importante esperar. Donatella había sido más serena que yo (lo yoico es una falacia), quizás en exceso. Ella meditaba al lavar los trastes. Un estado de trance, casi hipnótico, la poseía mientras enjabonaba el plato manchado con restos de arroz y grasa de pescado. Su nivel de concentración careció de límites, mientras que el mío malgastaría litros de agua entera para lavar un plato o para enjuagar una cuchara. Dijo:

—Necesitas tranquilizarte. El I Ching me recomendó que fueras como una montaña, inamovible. Una carta del Tarot corroboró la advertencia: torre en llamas. Estamos a punto de arder, vaporizados por la estulticia, por el dominio interminable de lo cósmico sobre lo poético. De ninguna manera podemos arrojarnos por las ventanas de la torre y perecer desnucados.

Poco entendía su misticismo, ése que la entretuvo tardes enteras, sentada en posición de loto, meditando sobre el significado de antiguos oráculos, de otras culturas, de otros tiempos. Cuando volvía exhausto del trabajo, Donatella me aquietaba. Era un privilegio verla pintar frente a la dimensión secreta, diseñada por ella, en un bastidor acomodado sobre el caballete que le regalé en la última navidad. Su obra iba más allá del tiempo. Cuadros se extenderían en inmensas galerías físicas o electrónicas. Era su destino la fama, el mío el anonimato. Me entristeció pensar que el mundo se le acababa antes de consolidarse como artista.

—Necesitamos guardar tus pinturas. Es lo primero que nos vamos a llevar. Si me las tengo que cargar en la espalda durante cientos de años, no me importa. Merecen conocerte.

Sin despegarse de la ventana indicó que guardara el agua restante. A la distancia, se escuchaba un rugido, como trueno de relámpago mil veces maximizado. Tapé mis oídos para escuchar su fatalidad.

—¡Deja de hablar! ¡Aplícate! ¡Esconde el agua detrás del tocador! ¡Olvídate de mi obra! ¡Esa está en tu corazón! Tu corazón y mi sangre es lo único que trasciende. En el futuro, en otro eón, yo seré tú y tú serás yo; la obra volverá a pintarse.

Aunque el miedo comenzó a enturbiar cada emoción, descontrolándola, hasta separar mi cuerpo del pensamiento, sentí una tranquilidad fugaz que seguía comunicando manos, piernas y la voluntad de moverlas. Satisfecho porque Donatella hubiera ocupado su tiempo mejor que yo, desmonté el tanque del purificador y litros sobrantes de tan vital líquido fueron tapados con una manta negra, como si la oscuridad pudiera detener iones radioactivos escabulléndose por cada recoveco de lo material.

—El agua está segura; es importante que te cubras bien, de algo ha de servir alejarte de la ventana, no sabemos lo que se soltó.

Hacia lo alto de la ciudad era posible ver el Ajusco, un volcán apagado, al borde del congelamiento, dispuesto a recibirnos si deseábamos hermanarnos con sus pinos, con desconocida vegetación para cualquier citadino. La influencia de algún código genético olvidado —el murmullo pretérito— me invitaba a subir a esa montaña. Probablemente era para observar desde arriba la destrucción de la ciudad o el declive de lo humano que me mantuvo al borde de un ataque de nervios. El tráfico, la inflación o el auge de la delincuencia estaban quietos, esperando información, datos que les permitieran iniciar el saqueo o la huida desordenada.

Para calmar mi ansiedad, Donatella pidió que acomodara la cabeza en su regazo. Quería bregar entradas de mi frente, grebas, claroscuros escuetos, otrora negros, como el color de la noche que empezaba a profundizarse (para borrar departamentos construidos uno sobre de otro). Transeúntes que aún permanecían zigzagueando eran arrugas de mi rostro. El ojo izquierdo se mimetizó con un farol apagado, con hojas tiradas de los árboles que los dejaron, por efecto desconocido, desnudos. Canción jamás escuchada, tarareada desde sus labios que iban tornándose azules, cuyo parentesco con pompas fúnebres era por demás funesto, se metió en los míos casi escarchados por la continua ausencia de oxígeno. Si me quedé dormido lo desconozco. Floreció un vacío entre mis recuerdos y el último verso de la melodía.

Estaba arriba del automóvil o abajo intentando abrir la puerta de la cochera. Un viento boreal, intoxicado, con sabor a marea roja, intentó meterse por debajo de la bufanda que cubría mi cuello. Tras el parabrisas, en el asiento del copiloto, quedó Donatella casi hipnotizada. Los ojos entreabiertos, automáticos, se habían separado del hueso. Su calvicie fue tapada, probablemente por mí, con una boina española. Pinté sus labios de rojo lo mejor que pude para esconder el tono amoratado, de ahogo. La banqueta era macadán de cenizas, de insectos moribundos o bien muertos que se solidificaron durante la noche (sólo quedaba tarde y noche, lo de más se esfumó). Ahí, junto a las sobras de un árbol listo para servir de leña, brotaba la efigie de cierto hombre cubierto por tanta ceniza. Había permanecido sentado la noche entera, impávido, ausente, cobijado por una chamarra raída y por el pellejo de un perro que se sacudía el hollín y la suciedad que arrastraba la insufrible borrasca ( con olor a azufre).

—¿A dónde la lleva?

Fruncí el ceño ante su intromisión. Estaba enloquecido por su bravura, por su voz potente y profunda, sazonada por gruñidos temerarios del can. A punto estuve de sacar el bastón de seguridad del carro y lanzárselo en la cabeza. Me contuve, porque a la distancia, como en mi sueño, sobre la Calzada de Tlalpan, empezaba el desfile interminable de figuras con tinte fantasmal, cubiertas de eso que nos había manchado a todos. Caminaban sin rumbo sabido, al sur (mera hipótesis), como sus ancestros que sobrevivieron a la glaciación.

—Está dormida. Yo creo que se va a despertar cuando lleguemos al Ajusco. Presiento que allá el aire está más limpio. En la quietud del campo podemos observar el destino de esta ciudad que se torna fatídico. Desde la distancia miraremos las razones de este irreal episodio.

Hallé cierto parecido del indiscreto con alguien de mi familia. Si era su nariz aguileña como la de mi padre o los ojos hambrientos de mi madre, no lo sé. El contorno de su cara, el mentón partido, la barba incipiente y su olor a leche tibia, hicieron que espabilara. Sin duda lo conocía. Por la precariedad del recuerdo, orquestado desde un momento que pensé jamás viviría (sólo en mis pesadillas), fui incapaz de entender sus palabras.

—Usted me parece conocido. Como que no está acostumbrado al aire infecto. Estaba seguro de que los carros se extinguieron durante la guerra. Me espanté sobremanera cuando abrió esa puerta. Las luces de una mole de metal movida por cuatro ruedas desinfladas, se disponían a revivir. En el asiento del copiloto iba un esqueleto vestido con ropa de mujer. Casi le suelto al perro. No lo hice porque me acordé de una historia que me contaron cuando nos escondimos en el Ajusco (usted mentó al Ajusco). Mi padre tenía el rostro desfigurado por la radiación. Las ojeras cubrían sus cachetes. Pernoctábamos junto al río de plata cuando un enorme sol se apoderó de la antiguamente llamada Ciudad de México. Para distraerme susurraba que mi madre era una artista, pintora casi consolidada, mística anacoreta. Había muerto durante los primeros días del suceso. Especificó que cuando la situación se tranquilizara, volviera, si aún era posible, a la ciudad, tomando el rumbo de la Calzada de Tlalpan. Afuera de la casa me esperaría para entregarme el cuerpo de mi madre y darle una sepultura decente.

Volvía el estupor del sueño: negrura de una paz adormilada, tendiente a la especulación. Donatella, para mí, era eterna. Su cuerpo estaba apenas fresco por la “brisa matutina” (desde que el sol se fue y los relojes no funcionaron la ubicación de las horas, del tiempo, serían divagaciones de lo imaginario). Cayó en el bardo por el efluvio del viento nuclear, por la inconsciencia del poder del hombre. Esperaba que despertara cerca de los pinos, del agua clara, pura, escurriéndose por laderas sin fondo. Creí sobreponernos del ataque nuclear a la distancia. Tomados de las manos sufriríamos estoicamente la radiación que mataría a cada una de nuestras células, hasta agonizar entre la maleza, devorados por la tierra volcánica de lo que una vez hubo. De la nariz de Donatella escurría lava. Al tocar el aire ponzoñoso creaba un círculo de fuego. La pared ígnea eran las paredes de su primera exposición. Desde el fuego nacía su obra, con trazos y combinaciones de colores nunca vistos. Su pincel formalizaba lo invisible, la quinta dimensión.

—¡Déjala aquí! ¡Yo me hago cargo del funeral! Sigua al éxodo permanente de seres cubiertos de cenizas. En algún momento reconocerás a un niño. Tómalo del brazo, para que, tras décadas interminables de opacidad y putrefacciones, pueda enterrar a su madre.

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IMAGEN

Autorretrato >> Óleo sobre madera, 1999 >> Alias Torlonio

Raúl Mendoza Mandujano nació el 16 de noviembre DE 1986 en la ciudad de Celaya, Guanajuato. Estudió una Licenciatura en Filosofía (2011) y una Maestría en Filosofía (2013) por parte de la Universidad de Guanajuato. Obtuvo el grado de Doctor en Humanidades con Especialidad en Teoría Literaria por parte de la Universidad Autónoma Metropolitana (2023). Ha escrito tres libros: Lisandro Alba o la vida del no-muerto, Las invenciones frenéticas y Lunas de otro tiempo (las tres obras fueron publicadas y son vendidas por Amazon). Publicó cuentos y microrrelatos en las revistas Los Demonios y los Días, Argos y Primera Página. También ha participado con artículos académicos en la revista Entrehojas de la Western University de Canadá.

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