Empezaron a llevárselos en febrero. Me acuerdo bien porque fue por los días en que José cumplía quince años. Mi muchacho era la viva estampa de su padre, ese pobre hijo que terminó hecho pedazos por culpa de una granada que sólo Dios sabrá de donde salió. Vinieron a decirme que tres jóvenes del corregimiento de Villa Grande habían desaparecido, según los rumores, se fugaron de sus hogares para ir a trabajar a la capital. Desde el principio tuve mala espina, le dije a mi esposa que ese cuento de la fuga tenía gato encerrado, que nadie se va así de buenas a primeras y menos sin llevarse ni una muda de ropa. Ojalá me hubiera equivocado. A finales de febrero se perdió una muchacha que yo distinguía, el papá de ella había sido patrón mío. Ese señor, alma bendita, estaba desesperado por encontrar a su hija, ofreció tremenda recompensa, habló en la radio y hasta pagó anuncios en un periódico; empapeló la región con carteles y fue a ver a una bruja que le dijo que su hija ya no iba a volver.

Las malas lenguas decían que la muchacha se había escapado con un taxista. Que se había ido por culpa del papá que la violaba, también dizque que de seguro se había metido con marido ajeno y que por algo la habrían desaparecido. Lo único cierto es que la zozobra comenzó a filtrarse en nosotros, del mismo modo como se filtra la luz solar por los huecos de los techos de zinc. Poco a poco, el ambiente se cargó con la pesadez del miedo. Sentimos pisadas de animal grande cuando le llegó un panfleto al papá de la joven desaparecida. El papel decía, luego de muchas amenazas de muerte, vulgaridades y palabras mal escritas, que si seguía haciendo bulla lo iban a callar de un pepazo en la jeta. El viejo no se amedrentó, como tenía plata contrató de su propio bolsillo a una cuadrilla de pelados que tenían la misión de cuidarle la espalda. Siguió yendo a emisoras, organizó una marcha a la que mi nieto y yo asistimos; hubo dos velatones, misas y un canal de televisión con alcance regional lo entrevistó. Esa última gracia fue la que le costó la vida:  allí despotricó a diestra y siniestra, señaló con nombre propio al inspector del pueblo, acusándolo de hacerse el de la vista gorda; habló de grupos delincuenciales, mostró el panfleto y los retó a que le dieran la cara. Tres días después, cuando salía de misa de seis, dos hombres en motocicleta le cerraron el paso. Sus inexpertos escoltas intentaron reaccionar, a algunos se les cayó el fierro y otro se cagó en la sudadera, pero el valiente ya tenía la cabeza hecha un colador. Allí se desplomó, a dos cuadras de la estación de policía y frente a las beatas que acababan de desearle fuerza en estos momentos de adversidad.

El silencio se apoderó de nuestro pueblo. Ya uno la pensaba dos veces antes de salir de noche. Gente rara patrullaba por el centro como si las calles les pertenecieran. Nos sentíamos forasteros en tierra propia. En abril se perdió un señor de apellido Montoya que trabajaba como ebanista, la familia ni siquiera quiso hacer la denuncia, se fueron sin hacer ruido, aunque con la certeza de que jamás lo volverían a ver. En la misma semana del éxodo de los Montoya la incertidumbre tocó a la puerta de los Velandia, el hijo de diecisiete años no volvió a casa. Había salido a buscar una res que se les voló, la res apareció, sin embargo, al muchacho se lo tragó la tierra o, mejor dicho, la guerra. La mamá no soportó ese golpe, terminó colgándose de una viga semanas después. Ya para ese entonces la gente rara caminaba por el pueblo como Pedro por su casa, iban a los restaurantes exigiendo ser atendidos gratis, formaban pelea en el billar; pedían documentos de identidad, les decían groserías a las niñas, extorsionaban a los comerciantes y a los hacendados. Fue en ese momento cuando la oscuridad se hizo patente, de lleno, sin ninguna dosificación.

Desaparecían hijos, padres, hermanos y a veces regresaban convertidos en cadáveres. Uno ya no sabía si era mejor enterrar un cuerpo mutilado o dejarse carcomer por las dudas que la desaparición produce. Comenzaron a reclutar con descaro. Iban hasta las fincas, sacaban encañonado al hijo mayor de la familia y no se volvía a saber nada de él. Hubo una masacre en una tienda donde, según dijeron en la emisora, se escondían miembros de otro grupo. Logré contar doce cadáveres acomodados uno al lado del otro a lo largo de la cuadra. Uno de los muertos era un niño de diez años que iba a comprar estampitas para el álbum del mundial. Hay noches en las que el sueño se me interrumpe con la imagen de ese niño hecho trizas. Puedo ver con total claridad el hueco que la bala le dejó en el centro de su frente. Los ojos del niño, cosa curiosa, no quisieron cerrarse ni por más fuerza que se hizo sobre los párpados salpicados de rojo. Quedó así: mirando hacia la eternidad con una fijeza tan macabra como su muerte. Tras la masacre mucha gente se fue del pueblo, del afán dejaban hasta a las gallinas o a los perros amarrados o, en ocasiones, vendían sus animales a precio de huevo. Lo que más rabia me daba era que los mismos desgraciados que los hacían irse terminaban quedándose con los animales, los cultivos y las casas que tanto esfuerzo había costado levantar. Algunas personas se marcharon con lo que tenían puesto, no se les permitió sacar nada de sus fincas. También contemplé la idea de irme, me arrepiento cada día de mi vida por no haber tenido la determinación para llevarla a cabo. Mi temor era que no tenía adonde llegar, ¿cómo rehacer mi vida en un sitio extraño? Yo sólo sabía ordeñar, hacer queso, kumis, cultivar soya y arroz. ¿Quién en la ciudad le iba a dar trabajo a alguien de sesenta y siete años con una mujer enferma a cuestas y con un nieto adolescente? No quise dejar el bienestar de mi esposa y de José al azar. Creía que irnos a aventuriar era un juego irresponsable.

En octubre llegó la esperanza; esperanza de bobos, al fin y al cabo. Las calles se llenaron de militares recién desempacados de una base que hay en la cordillera. Uno sentía esa tensa calma que la seguridad estatal genera. En ese mes las desapariciones cesaron, no se disparó ni una sola bala en todo el municipio, de verdad creí que las cosas volverían a ser como a principios de año. Llamé a un amigo que se había ido para Medellín, le dije que ya los soldados nos estaban cuidando de los malandros, que volviera al pueblo con confianza. Él se vino en la primera flota que encontró. Dicen que un retén los hizo bajar y hasta el sol de hoy no se ha vuelto a tener noticias ni de él ni de ninguno de los otros pasajeros. Debí haberlo dejado allá, era mejor que lo hubiera engullido la ciudad y no el monte. Los soldados de plomo se marcharon tal y como llegaron. Estaban pidiéndole dinero a los hacendados por concepto de “seguridad”, además se les veía muy orondos en los burdeles armando trifulcas peores que las que hacían los malandros. Salió el cuento de que habían violado a una muchachita del caserío de Morros. Los que seguimos en este pueblo pudimos comprobar con estupor como el cuento se materializaba en la atroz forma que adquiere un vientre abultado en el cuerpo de una niña. La esperanza que nos trajo octubre se desvaneció en diciembre. Los militares pusieron pies en polvorosa. Nos dejaron a merced del enemigo con tal de huir de sus pecados. En ese juego de sinvergüenzas uno termina por darse cuenta que, a veces, las diferencias entre uno y otro bando se desdibujan bajo el mismo camuflaje.

Los malandros regresaron el día de las velitas. Estábamos en una misa en el parque cuando los vimos desfilar por la calle principal. Nos interrumpieron la ceremonia que se organizó para homenajear a las víctimas de ese funesto año. Mandaron a decir que no querían ver a nadie en la calle después de las nueve, que se ordenaba toque de queda y que pararan tanta rezadera pendeja. Se comieron la natilla que habíamos hecho para darle a los niños después de la misa. La miserableza de estos tipos no tenía límites, cuando uno creía que no podían ser más ruines ellos venían y superaban su propia marca. A la mañana siguiente vieron al padre salir corriendo de la casa cural, llevaba una maleta y una mochila de fique terciada al hombro. Yo supongo que de pronto lo amenazaron porque se dieron cuenta de que en sus últimas eucaristías había dicho cosas que uno no tenía derecho de mencionar en voz alta. Su huida se interpretó como si fuera la mismísima trompeta final. Si un hombre de fe abandonaba el barco, entonces la situación estaba realmente mal. Ahora que lo pienso, desde ese momento se nos vino el Apocalipsis encima. ¡Ahí sí fue la hecatombe!, ahí si los sepulcros estuvieron en flor recibiendo la cosecha de muertos más grande que existió en la historia del departamento. El sepulturero hizo su agosto. Ya el cementerio no daba abasto, entonces tuvimos que abrir zanjas por aquí y por allá para enterrar tanta podredumbre. Hubo días en que los gallinazos le hicieron sombra al sol. Nadie fue capaz de defendernos. Nadie nos oyó. El alcalde, que se la pasaba de viaje en viaje, estaba en Melgar y el inspector y sus hombres estaban pasando el guayabo en el burdel de Teresa, en esas se mantenían mientras el diablo se llevaba al pueblo.

Como era de esperarse, un día tocaron a mi puerta. Vinieron por José, eran cuatro hombres con pasamontañas, dulce abrigo rojo, armas llenas de barro y botas que olían a sangre recién derramada. Dijeron que no era necesario armar bronca, que ellos me lo devolverían dentro de un rato, que sólo le iban a mostrar cómo era la movida con su organización y que si el muchacho quedaba tramado y decidía irse a defender la patria sería por voluntad propia. Que ojalá yo entendiera o si no les tocaba hacerme entender a las malas, pero que eso no era necesario, que ellos eran gente de paz, que les colaborará despachando al muchacho. Le di la bendición. Mi esposa, jadeando desde la cama donde moriría, le pasó una medallita de La Milagrosa e intentó calmarlo con esas mentiras acarameladas que sólo las abuelas saben decir. Yo me voy a morir sin volver a verlo. Espero que mi vieja, allá en el cielo, me esté aguardando o que, si ya me mataron al muchacho, él se halla reunido con ellas y estén juntos cuidándome.

La guerra me tragó, me dio vuelta seca, me vomitó y volvió a engullirme. Regurgitó mi cuerpo hasta que se cansó, como si yo fuera el despojo de cualquier insecto que es llevado por el remolino de un viento impetuoso. Peor que un trapo sucio, quedé pisoteado bajo las botas pantaneras de los demonios que mataron a este país. Aquí ya no hay porvenir, tal vez nunca lo hubo, lo único que nos espera, si corremos con suerte, es ser enterrados con decoro o volvernos aserrín en medio de las vorágines del fuego cruzado.

.

IMAGEN

El fin del mundo >> José Gutiérrez Solana., España. 1886-1945.

Luis Daniel Cabrera Martínez nació en Palmira, Valle del Cauca, Colombia. Actualmente cursa el programa de Licenciatura en Literatura en la Universidad del Valle. En 2021 publicó varios de sus cuentos en las antologías la entropía del adiós y ficciones extraordinarias de Ita Editorial. Obtuvo el segundo puesto en el V Concurso de Cuento Corto de la División de Bibliotecas de la Universidad del Valle. A inicios de 2022 recibió una mención de honor en el I Certamen Internacional de Cuentos Breves “La Chía Corada” por su relato Los despojos, considerado como uno de los diez mejores trabajos entre un total de 443 cuentos provenientes de 14 países. También obtuvo un reconocimiento por parte del jurado del concurso “La piel escrita”. Ha publicado algunos de sus textos, tanto narrativos como argumentativos, en las revistas Horizonte gris, Anacronías, Arteverso y El creacionista.

TE PUEDE INTERESAR

Dejar un comentario