Por Víctor Hugo Pedraza
Huele a polvo, a gas, a muerte. Hay ansiedad, desesperación, impotencia. El mundo terminó para muchos, para otros se desmorona, para los demás comienza. El silencio retumba por toda la avenida Baja California, en La Condesa. El metro, la línea 9, la café, sigue funcionando, excepto por la conglomeración de la gente que en esa hora es común. La estación Chilpancingo es la más cercana. La idea era irme a casa, ya sabía que mi familia estaba bien, pero, justo llegando a esa estación decidí quedarme.
Salgo del metro y me recibe la penumbra, poca gente en la calle, comercios cerrados. Camino, con zozobra. El clima es distinto: no encuentro el bullicio de la gente, la música, las risas, el chocar de copas celebrando, los anuncios de neón encendidos. Busco qué calle seguir para llegar al Parque México: Culiacán, Tamaulipas, Tlaxcala, Michoacán, todas me dan vuelta en la cabeza. Trato de reconocer lugares. Al fin camino por la primera, no por conocerla, más bien, por no llegar hasta Nuevo León, esa calle me alejaba.
A mi paso vidrios rotos tirados en la banqueta. Levanto la mirada, observo los edificios y ubico ventanas rotas, de ahí provienen los cristales, pienso. Encuentro cintas amarillas, de hule o plástico —no sé, en realidad cuál es el material—; acordonando los espacios de riesgo que eran varios. La poca gente ahí esperaba afuera de sus departamentos, en la calle, con lámparas, cubrebocas, botellas con agua; otras, apresuradas, sacan maletas para subirlas al auto o caminar con dirección contraria a la mía para salir de ahí. Llevan la mandíbula apretada, las pupilas dilatadas, respiran con dificultad, no pierden de vista a sus familias. Sí, la incertidumbre, el agobio, el miedo, son los verdugos. Claro, no es para menos.
Tlaxcala, Aguascalientes, Campeche, la escena es la misma, sólo que el Sol, ahora, expira y deja escapar su último rayo de luz. Esto acentúa la desolación del momento. Se tiene la idea de que, con la oscuridad, llegan los maleficios.
Estoy en la glorieta que forma el cruce de Citlaltépetl y Amsterdam, sobre el camellón, con dirección a Michoacán, varias personas reciben acopio. Me piden que apague el celular y me dan un cubrebocas. Me explican que hay fugas de gas y el aparato encendido es un riesgo. Lo hago de inmediato. Entonces sigo mi camino hacia el Parque México, pero antes, intento recordar una tiendita para comprar agua y donarla.
En tanto sigo pensando y caminando, los árboles siguen construyendo el mejor escenario de lo que mi abuelo llamaba “la boca del lobo”, por la falta de luz. Las casas y los edificios están vacíos. La poca gente ahí espera sentada en las entradas de sus hogares, sobre los escalones y banquetas o en sillones improvisados con lo poco que pudieron sacar antes del desalojo.
Por fin una tiendita abierta, una vela de cera iluminaba su interior. La flama bailaba al ritmo de una ligera corriente de aire. Delante de mí seis personas, un par de ellas pedía agua, refresco y pan. Otra se surtió de velas y cerveza. El resto, en tanto eran atendidos, platican sobre el olor a gas. Pasaron varios minutos y pude pedir las botellas con agua: “se terminaron”, me dijo la chica que atendía. Me alejé pensativo. El ruido de un camión llamó mi atención. Era un vehículo del ejército, dobló a la izquierda en Medellín y lo seguí. Me detuve incrédulo al cruce con San Luis Potosí.
Un edificio derrumbado. Parecía como si una cuchara gigante, con las que sirven helado, hubiese tomado una porción de él. Después, por inercia, cubetas llenas de escombro se pasaron de mano en mano.
—Señores, Protección Civil ya entró al edificio y no hay personas, por lo menos no vivas. Declaró un militar. Con esa noticia, muchos nos dimos media vuelta y nos alejamos. Ya no había mucho qué hacer.
Por Chiapas crucé Insurgentes y regresé al parque. A mi paso, escondida, apareció una tienda abierta y con varias botellas con agua que pude comprar. Sólo logré articular las palabras necesarias para pedirlas. Entre la señora que atendía y yo existía una incapacidad de expresión o, mejor dicho, la expresión de la incapacidad, del enojo, de la impotencia, de la tristeza. Al final una sonrisa.
Entregué las botellas y en cinco minutos llegué a la esquina de Michoacán y Amsterdam. Se me hizo un nudo en la garganta, escuchaba, con fuerza, mi respiración contenida por el cubrebocas. Las manos me sudaban y los ojos… se llenaron de lágrimas. En el 85, tenía ocho años y no alcancé a dimensionar lo que había pasado. Hoy, estaba ahí, viviendo.
Con el dorso de la mano derecha limpié una lágrima que escurría sobre mi mejilla. Escuché voces en Amsterdam. Me moví para allá. Cuatro filas: mujeres, hombres; dando gritos en español de España, de Argentina, de Chile, otras hablaban inglés, pero todas y todos guardaban silencio al observar un puño levantado. Esos minutos parecían deslizarse por horas. Unos a otros se miraban impacientes. Intentaban encontrar respuesta en los ojos de la persona a su lado o se paraban de puntitas para tratar de ver lo que pasaba al frente. Nada, no pasaba nada…
—¡Bote!, gritaron al frente y las filas continuaron trabajando, terminando así la incertidumbre o iniciando el conteo para el siguiente momento.
Pasaron algunas horas y pude acercarme a Laredo. Otro edificio, de departamentos, derrumbado. Éste parecía que se había derretido desde la punta hasta el camellón. Ahí los equipos voluntarios, rescate y emergencia trabajaban sin descanso. Algunas chicas pasaban con cajas de cartón ofreciendo agua y tortas:
—¡Coman muchachos, tomen agua!
—De pronto, el puño arriba, silencio.
—¡Camilla!, pidieron.
Con rapidez se colgó a una polea para hacerla llegar al derrumbe. Los paramédicos se preparaban. Las filas que sacaban escombro se disolvieron para dar paso a una ambulancia. Todas mirábamos la camilla: una persona.
Los paramédicos la recibieron y revisaban sin detener su paso hacía la ambulancia.
—¡Está viva!
Aplausos y sonrisas. La ambulancia cerró sus puertas y salió de inmediato del lugar. Las tareas se reanudaron. Pasaba de la media noche cuando regresé a Michoacán, pero esta vez caminé a Nuevo León, en busca del metro Chapultepec o de transporte, si aún había.
Me perdí en “la boca del lobo”, huele a polvo…
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IMAGEN
Petricor >> Óleo sobre tela >> Enrique Barajas
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