Hay luces que se gestan en los confines más brillantes del cosmos, generadas por tormentas de luz causadas por los nacimientos o las muertes de masivos soles. Y así, viajan en silencio, vertiginosas, a través del tinieblar insoluto y hermoso del universo extenso; atraviesan de pronto una dulce atmósfera de nitrógeno y oxígeno, de argón y dióxido de carbono para morir sutiles en la pupila de algún ojo.
Pero hay estas otras luces que explotan desde la penumbra más estólida; nacen incendiando el aire con estruendo, electrifican el ambiente con sus dedos temblorosos mientras bajan o suben estrepitosamente para abrazarse en atropello con alguna otra centella que corre exhausta hasta su encuentro… para morir momentos después en el oído aturdido de algún ser que se estremece hasta su centro.
Una de estas luces era el arrebol de Rosario Castellanos, su dulce albor fulguró por primera vez en los ojos de sus padres un veinticinco de mayo del año veinticinco del siglo pasado y, aunque nació en la Ciudad de México, durante sus primeros catorce años proyectó la luz de sus dulces ojos infantiles a través del perfectamente oscuro cielo chiapaneco, poblado de estrellados faroles en los que seguramente algún ser extraterreno, recostado en algún prado, se deleitó enigmatizado ante esas dulces luces provenientes de quién sabe dónde.
Rosario vio languidecer por primera vez su tierno resplandor cuando apenas tenía siete años, con impotencia presenció la muerte por apendicitis de su hermano menor, Mario. Sus padres quedaron totalmente destrozados y arruinados por la muerte de su único hijo varón, que para ellos representaba la luz del hogar. Así, la hija quedó relegada, prácticamente desamparada del seno familiar, el trato de sus padres se tornó un tanto hostil y, de algún modo, ella asumió que preferirían verla muerta a ella en vez de a su joven hermano bautizado como Benjamín; “el hijo de la mano derecha” o “el predilecto”.
Rosario se volvió tremendamente dura consigo misma, sentía un injusto remordimiento por ser mujer, mas con la llegada de la adolescencia, su fuego interno se tornó tan abrasador e incontrolable que una pasión justiciera comenzó a consumirla después de muchos años de atestiguar silenciosamente la explotación indígena que las “haciendas” de sus padres perpetraban y, en un acto de renuncia y rebeldía, decidió abandonar su tierra y a sus padres con ella, para irse a estudiar a la capital de la República.
Poco tiempo después, en las vísperas de sus veintitrés años, su madre muere destruida por el cáncer y, aunque no obstante Rosario apenas podía lidiar con esta pena; días después y ante sus ojos, su padre cae en plena calle fulminado por un ataque cardiaco. Rosario se ve forzada a conducir el auto, inconsolable y con el cuerpo inerme de su progenitor en el asiento trasero, para llevarlo de vuelta al Rancho.
La dulce flama de la mujer se tornó trémula, tibia y temerosa Después de los funerales volvió al rancho para entregar las tierras de la finca, herencia de sus padres, a todos sus trabajadores indígenas en un acto de justicia y desagravio. Antes de volver a la ciudad, sus indios chiapanecos la regocijaron con una comida en gratitud por sus buenos tratos.
Lentamente y con el tiempo, la luz de Rosario vuelve a brillar con fuerza y así concluye sus estudios de filosofía; sin embargo, su lucha no es sencilla, nunca lo fue, pareciera que siempre estuvo llamada a defender el sitio que ocupaba en este mundo, a demostrar que su empeño, su trabajo, su talento y su mérito valían tanto o incluso más que el de cualquier otro sin que su condición de mujer, de chiapaneca, de menesterosa, de filósofa, de escritora o de poeta, fueran motivo de menoscabo. Combatió con valentía las injusticias de su tiempo y de su tierra, abanderó la causa de las mujeres en una época inusitada para una misión como aquella y, sin embargo, la lucha más férrea que siempre hubo librado, fue en contra de su propia depresión.
Después de una larga faena de apasionados cortejos, en 1958, Rosario se casa finalmente con el filósofo Ricardo Guerra. Cuando se enamoraron, él era un hombre casado. En aquél entonces ella tenía claro que no quería casarse, no quería echar por la borda su profesión de escritora que tanto trabajo le había costado y, mas las atenciones de Ricardo terminaron por convencerla; así, se entregó a él sin reserva pero, por desgracia, no pasó lo mismo con el objeto amado. El de por sí atribulado espíritu de Rosario se vio declinar terriblemente cuando, después de un par de abortos y de la muerte de una niña recién nacida, logró tener entre sus brazos a su primer y prematuro hijo Gabriel.
Los esfuerzos de Rosario por retener todo lo que con mucho sacrificio había construido a lo largo de su vida, cada vez se iban volviendo más y más estériles. Las depresiones causadas por los abortos habían perjudicado severamente su salud mental y, produciéndole una lamentable adicción al Valium, su amor hacia Ricardo se desquebrajaba irremediablemente a pesar de sus afanes por omitir y perdonar todas sus deslealtades.
Rosario intentó en diversas ocasiones arrancarse la vida sin lograrlo; finalmente Ricardo, después de trece años de matrimonio, se atrevió a comunicarle que tenía un amorío con una mujer de nombre Lilia, y que esperan a un hijo al que llamarían Ricardo. Años después, en un viaje a París, la amante del infiel, le paga con la misma moneda y lo abandona, aun estando embarazada de su segundo hijo Juan Pablo. De manera paradójica, Rosario prodigaría a la larga, a los dos pequeños, un cariño de verdadera madre.
A pesar de estas tremendas crisis, la genial escritora se las ingenia para refugiarse en su obra y logra arreciar durante este periodo su producción literaria en cantidad y calidad. Luego, en un gesto de rebeldía femenina, Rosario se rapa la cabeza y aduce que es en tributo al Fénix de América.
Hacia el final de su vida, la mujer se exilia con su hijo en Israel; Gabriel estaba por cumplir los trece años cuando su madre falleció, él se encontraba en México visitando a su padre Ricardo. El parte diplomático oficial de la embajada de Israel reporta que Rosario salió del baño toda mojada para responder un telefonema, tocó con las manos húmedas el interruptor de una lámpara para iluminar el cuarto, sus pies descalzos y mojados hicieron tierra cerrando el circuito, y una descarga de 240 volts atravesó el cuerpo de la poeta para dejarla sin vida en el piso de la habitación.
Hay quienes argumentan, sin aportar pruebas fehacientes al respecto, que la muerte de Rosario no fue un lamentable accidente, sino un suicidio bajo el supuesto de que ella sabía desde mucho tiempo antes que la lámpara tenía un desperfecto eléctrico.
En realidad, eso no importa porque Rosario Castellanos es de esas luces que explotan desde la penumbra más estólida, nacen incendiando el aire con estruendo, electrifican el ambiente con sus dedos temblorosos mientras bajan o suben estrepitosamente para abrazarse en atropello con alguna otra centella que corre exhausta hasta su encuentro… para morir momentos después en el oído aturdido de algún ser que se estremece hasta su centro con el eco de su poesía, de su novela, de su grito feminista, de la palabra imborrable que con su vida escribió.
FUENTES CONSULTADAS:
Alarcón Hernández, José. Rosario Castellanos Figueroa. Puebla On Line. 23 Ago. 2010. Web. 4 Jun. 2016.
Ávila Zapién, J. Jesús. Rosario Castellanos en Cartas a Ricardo: Ucronía de un Amor Imposible, La Náusea., 8 ene, 2010. Web. 4 Jun. 2016.
Bernal, David. Rosario Castellanos, la poeta que dio voz a las mujeres. El País, 25 May. 2016. Web. 4 Jun. 2016.
Bustamante Bermúdez, Gerardo. A cincuenta años de la publicación de “Balún Canán”. La Jornada Semanal. 636 (13 de mayo de 2007). Web. 4 Jun. 2016.
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González Méndez, José. Rosario Castellanos ante el espejo. Milenio. 25. May.2015. Web. 4 Jun. 2016.
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Tapia Arizmendi, Margarita. Rosario Castellanos: ser por la palabra. Proyecto Ensayo Hispánico. Jul. 2006. Web. 4 Jun. 2016.
Zamudio, Luz Elena y Tapia A., Margarita, eds. Rosario Castellanos: De Comitán a Jerusalén. Toluca: ITESM, UAEM, FNCA, 2006. Impreso.
1 comentario
Recado a Rosario Castellanos (poema de Jaime Sabines)
Sólo una tonta podía dedicar su vida a la
soledad y al amor.
Sólo una tonta podía morirse al tocar una lámpara,
si lámpara encendida,
desperdiciada lámpara de día eras tú.
Retonta por desvalida, por inerme,
por estar ofreciendo tu canasta de frutas a
los árboles,
tu agua al manantial,
tu calor al desierto,
tus alas a los pájaros.
Retonta, rechayito, remadre de tu hijo y de
ti misma.
Huérfana y sola como en las novelas,
presumiendo de tigre, ratoncito,
no dejándote ver por tu sonrisa,
poniéndote corazas transparentes,
colchas de terciopelo y de palabras
sobre tu desnudez estremecida.
¡Cómo te quiero, Chayo, cómo duele
pensar que traen tu cuerpo! —así se dice—
(¿Dónde dejaron tu alma? ¿No es posible
rasparla de la lámpara, recogerla del piso
con una escoba? ¿Qué, no tiene escobas la Embajada?)
¡Cómo duele, te digo, que te traigan,
te pongan, te coloquen, te manejen,
te lleven de honra en honra funerarias!
(¡No me vayan a hacer a mí esa cosa
de los Hombres Ilustres, con una
chingada!)
¡Cómo duele, Chayito! ¿Y esto es todo?
¡Claro que es todo, es todo!
Lo bueno es que hablan bien en el Excélsior
y estoy seguro de que algunos lloran,
te van a dedicar tus suplementos,
poemas mejores que éste, estudios,
glosas,
¡qué gran publicidad tienes ahora!
La próxima vez que platiquemos
te diré todo el resto.
Ya no estoy enojado.
Hace mucho calor en Sinaloa.
Voy a irme a la alberca a echarme un trago.