Por Vladimir Espinosa
María de Chupachi conoció a Roberto en la tarde;
una tarde mal pintada y sombría,
errátil, fugaz y variable,
de ruidos en silencios demenciales
en su mente senil y alucinante,
del finito apagado de los sueños frágiles,
de la fuga violenta
de aquellos barullos de escolares…
Iba Roberto a sentarse al centro de la sala,
con su cara de pueblo se asomaba
a la sala de maestros, cansado y refunfuñante,
con el alma atisbada hacia las pláticas íntimas;
alzando la vista al aire…
Lo miré al pasar. Se sentaba tarde
sobre la silla dura del tren de la vida
rota por maledicencias rutinarias.
Este era un tren de un pasar perpetuo
en aquella cabeza de Roberto…
Y allí estaba María de Chupachi
¿o acaso era Yepachi o Chipachi?
No lo recuerdo, era la mente de Roberto.
Mientras a ninguna parte se van los anhelos
en un arrullo matutino en la sala de maestros.
Y se detuvo a verla, con sus carnes morenas,
broncíneas curveadas,
definitivamente era asombrosa,
en transparentes ilusiones
mentales de brillos destellantes,
en un frío abandono terminable…
Fue que supo entonces,
ante ese pan vivo y moreno de su carne,
que María de Chupachi eran sueños,
hechuras de dolores,
de remembranzas y soledades
distantes del pasado,
de un pasado nostálgico y errante.