Por Alberto Curiel
Con los años el país se había convertido en un mundo caótico, sin ley, de indolentes fantasmas que habitaban las calles y las casas; en las ciudades y pueblos ya no habitaba gente sino caricaturas. La madrugada estaba próxima.
El escritor Alberto Curiel disfrutaba la visita a su país natal, hace tiempo no volvía; daba un sorbo a su último vaso de whisky; dos botellas lucían vacías en la mesa de centro de su antiguo departamento, el líquido se consumió discurriendo en una animosa plática con viejos amigos de la adolescencia que ahora portaban vetustos trajes de piel ajada por el caminar del tiempo, envolviendo humores púberos, de risas simples, juveniles aún. El reloj había echado marcha atrás, retornando a los presentes a sus épocas lozanas; la escena era un largometraje antiguo reproduciéndose nuevamente.
Para lubricar la charla hacía falta más alcohol, la política y la filosofía no se deslizan en las mentes con igual facilidad que los agravios, los amores de antaño, el rock and roll y demás remembranzas.
Antonio, con sus más de seis décadas era el más viejo de todos, por no mencionar a Zaid, quien se encontraba distraído, pensando, haciendo quién sabe qué cosa, uno nunca posee la certeza de saber qué está haciendo. César indagaba en su novedoso dispositivo móvil al tiempo que Roberto se preparaba para fumar una extraña hierba que extrajo de una diminuta bolsa transparente. En la sala se hallaban reunidas caras de distintos lustros, no obstante, la distancia los había hecho iguales, uno pensaría que eran casi de la misma generación.
Alberto jugueteaba con su vaso vacante, lo rodeaba con los dedos notando una acuciante sed que le impedía concentrarse en el debate, apagaba su fructuosa perorata, decrecía el denuedo en sus palabras, apenas y participaba. De pronto, Orlando irrumpió en la mesa redonda con una pregunta vital: ¿Ya no hay más pomo?, dijo preocupado.
Los ahí presentes parecieron iluminarse, inspirarse tras la profunda pregunta de Orlando, tanto así, que de inmediato, Paquito espetó una pregunta axiomática de mayor dificultad, haciendo notar lo versado que era:
-¿Qué se va a armar? ¡Yo pongo un ciego!
Sí, sí, la madrugada estaba confirmada y era menester salir por el preciado elixir, tarea que sería encomendada después de un exhaustivo disparejo y un contundente piedra, papel o tijeras. La labor correspondería al anfitrión y a su mejor amigo. De este modo salieron Alberto y Orlando a la tiendita más cercana, a cinco cuadras del departamento.
El frío era insoportable, el bulevar estaba abandonado, triste y melancólico. Los dos amigos recordaban a las últimas leyendas del rock, la muerte de Paul Mcartney, James Hetfield, MickJagger, Axel Rose, Tom Morello, Chuck Berry, incluso Julian Casablancas había fallecido.
Arribaron a la tienda; la espera sería larga. Una multitud de borrachos exigía bebidas de distintos sabores y denominaciones. Un sujeto resaltaba dentro de la muchedumbre, cargaba un arma en su cinturón, no intentaba esconderla, la mostraba flagrantemente, ufanándose de traerla a la vista.
—Seguro es un narquito— musitó Orlando.
—Probablemente— respondió Alberto, —de esos narcos de medio pelo que rinden cuentas a otros narcos de medio pelo. Detesto a los narcos, si pudiera los mataría a todos. Los odio porque ellos son el reflejo de la naturaleza humana, sin disimulo. Desde que tengo memoria las personas se persuaden a sí mismas sobre los acontecimientos del pasado como si el pasado representase la utopía perdida, como si todo lo anterior fuera verdadero y preferible, pero no es así, el hombre siempre ha sido despiadado, cruento, ruin, inanimal, porque inhumano sería para estos casos un término benigno, incluso un bienintencionado piropo. Sin embargo, pensándolo mejor, no, no los mataría, los desmembraría. Les arrancaría brazos y piernas hasta dejarlos hechos un cubito humano, los torturaría el mayor tiempo posible, a ellos y a cada uno de sus simpatizantes, les haría suplicar la muerte para dejarlos con vida y después, tal vez me suicidaría, no esperaría a que alguien llegue para querer ajustar cuentas por lo que hice; pero para ello necesitaría mucho dinero. Desearía verlos vivir así y no matarlos, porque después de la muerte no hay nada, uno expira y nada más.
—Ya lo sé, he leído tus libros, lo repites constantemente.
—¿Ah, sí? Creí que nadie los leía.
Por fin la muchedumbre se había disipado, restaban el narquito y otra persona más. Orlando y Alberto desembolsaron lo recaudado con sus amigos para surtirse de los víveres necesarios, y con víveres por supuesto que me refiero a caguamas, botana y pomos.
En seguida se escuchó el sonido de un motor, un automóvil negro se acercaba a máxima velocidad. Apenas tuvo tiempo Orlando para otear el vehículo, una lluvia de balas remojó sus cuerpos, el dinero cayó al suelo impregnado de sangre, Alberto, Orlando, el narquito, el tendero y el otro ebrio despistado fueron abatidos rápidamente, por la espalda, sin notarlo.
El sujeto del arma era, efectivamente, un narco de medio pelo, que no había pagado sus cuotas a otro narco de mayor rango. El blanco era él, pero a los sicarios poco les importaba aniquilar a otras personas, para ellos mejor, más diversión.
En el mausoleo del mencionado escritor puede observarse lo siguiente:
EPITAFIO
Aquí descansa Alberto Curiel. Nunca se tomaba nada muy en serio, no gustaba de los paradigmas, detestaba las normas de convivencia. Si tuviese la oportunidad, probablemente no asistiría a su propio funeral.
Recuerdo de su mujer e hijo.