EQUIS, SOY CHAVORRUCO

por Antonio Rangel

Por Antonio Rangel

Deseaba envejecer con dignidad y pronto. Ganar conocimientos, perder inocencias. Oler a distancia las patrañas. Nunca pensé que ser joven fuera una virtud. Por el contrario, me gustaba imaginar que tenía ochenta años y que, habiendo pasado por todos los problemas de un adolescente, ya era inmune al vértigo de las emociones.

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Las edades de la mujer » Hans Bandung Grien

 

Tal vez llegué a creer en una sentencia que se muerde la cola: que el objetivo de crecer es el crecimiento. En otras palabras, que hay que madurar a cualquier costa para ser lo que la sociedad espera que uno sea. Porque a la vez que los jóvenes, por el hecho de serlo, son admirados y son el ideal del disfrute de la vida, se les pide que maduren, que se pongan serios y pasen al siguiente piso, que se casen y que tengan hijos, que se endeuden y que se encorven, que se amarguen, que envejezcan y censuren a los nuevos jóvenes.

Entonces, debemos notar que la forma de valorar la juventud se relaciona con el sentido que le damos a la vida. Me parece que a quienes alaban de forma excesiva la juventud y desean mantenerla para sí mismos, sin embaucarse en responsabilidades ni compromisos, también se les juzga con aspereza y acerbidad, porque la sociedad y los individuos no comparten los mismos intereses ni las mismas opiniones. La sociedad espera gente productiva y los individuos esperan más horas de recreación.

En la lucha entre la producción y el placer, hay un esquema que conocemos como etapas de la vida. A los niños se les asigna la obligación de aprender a integrarse a la sociedad, por eso sin dedicarse a la producción, pueden disfrutar la vida, excepto si trabajan para Nike o son secuestrados por las FARC.

A los jóvenes, esquemáticamente los podríamos dividir entre los trabajadores y los estudiantes, aunque la mayoría no sean ni lo uno ni lo otro. Cuando estudian su carga de labores escolares suele ser pesada, al grado de que encuentran la motivación necesaria para buscar un empleo y abandonar las aulas. ¿Cuál es la razón del exceso de tareas? Dudo mucho que se debe a razones puramente académicas, más bien me da la impresión de que se quiere alejar a los jóvenes del trato cotidiano con el placer. Si alguien disfruta demasiado la vida, después considerarán que ésta sólo tiene sentido si es placentera. En cambio, si comprenden que se trata de sufrir, de administrar frustraciones, de agachar la cabeza a tiempo, de uniformarse, de alinearse y alienarse, de callar y disimular, de no alzar la voz ni ejercer el voto en contra de lo establecido, entonces, sólo entonces, se habrá alcanzado, hijos míos, la madurez.

Está bien cantar de niño por las calles, pero siendo un adulto, es mejor ponerse un cigarro entre los labios o sellarse una sonrisa fingida para no hacer el ridículo. ¿Y estos roles de dónde salieron? No de la biología. Se trata de una tradición que no acaba de cuartearse.

En la frase “equis somos chavos”, hay una neta encarnizada y subyacente. Equis es la mejor forma de nombrar la pereza mental de tener que mantener permanentemente una mirada ética sobre las acciones. Para evadir cuestionamientos sobre el bien y el mal, la puerta más a la mano consiste en decir “equis”. ¿Conviene que coma galletas de marihuana en clase? Equis. ¿Es correcto mentirle a mis padres? Equis. Decir equis no es dar carta blanca, sino suspender el juicio. ¿Qué opinaría Kant acerca de esto? Equis.

¿Y por qué los jóvenes no quieren reflexionar más? ¿Tan inútil ha sido el ejercicio de la reflexión? La sensación de vivir la posmodernidad es equis. Hemos relativizado la realidad de una manera tan compleja que da un chingo de hueva detenerse a pensar. Incluso la idea de estar detenido es castrante. Ante la ansiedad de gozar la vida y de saber que la juventud se esfuma y que acá la onda es echar desmadre, ¿para qué coños detenernos?

La otra parte de la frase pareciera decir que no importa ni la calidad ni la notoriedad de un error juvenil, todo se perdonará al joven si está dispuesto a arrepentirse, esto es, a madurar.

Madurar desde la perspectiva predominante no sería otra cosa que chingarle. Chingarle significa trabajar esforzadamente, obsesionarse con la chamba al grado de enorgullecerse de la neurosis laboral. Chingarle es comprender que la familia, los hijos, una casa y la tarjeta de crédito, no son fines, sino medios para adquirir un mayor endeudamiento con los bancos y de esa manera el estatus de persona respetable. ¿Quieres más dinero? Pues hay que chingarle más. ¿Y si no quiero más dinero? ¡Inmaduro!

Chavorruco es la forma de nombrar al inmaduro en estos tiempos. No debe extrañarnos que se trate principalmente de un término que se aplica hacia la superficie, debido a la ropa y, en menor medida, a los comportamientos, aunque el modo de vestir también sea un comportamiento. En fin, vamos a ponernos costumbristas: el chavorruco es un hombre que ya pasó por la universidad y lleva algunos años en trabajos donde no ha querido echar raíces, podría estar casado pero es más probable que sea soltero, que no tenga hijos o que sean sus padres quienes se encarguen de sus chavos en caso de que sí los haya procreado. El chavorruco querrá ser amigo de sus hijos en vez de una figura de autoridad, algo así como un hermano mayor alivianado, aunque sus enanos no sepan qué signifique alivianado.

El chavorruco o la chavarruca, da igual, va a las fiestas con gente de menor edad, va a los antros a ocultar sus bostezos, trata de ligarse a chavitas, incluso con olor a reclusorio, si bien, no es un especialista como el Asaltacunas o la Cougar. El chavorruco, en realidad, lo que quiere es que sus tatuajes no se vean desgastados ni sus perforaciones pasadas de moda, que sus playeras estampadas no las destiña el tiempo voraz que deshizo todos los nombres de las antiguas edades.

Al chavorruco se le critica desde dos frentes: desde los menores que ven en él al joven envejecido, incapaz de seguir el tren del desmadre, pero también incapaz de seriedad y responsabilidad; por su lado, los más viejos lo ven como un inmaduro, un adulto deficiente, que imita con torpeza a la chaviza milenial, cada vez más degenerada y blablablá. Por mi parte, quiero decir: collige, chavorruco, rosas.

Como todo el mundo sabe, el “collige, virgo, rosas”, es un tópico muy parecido al “carpe diem”, inmortalizado no por Horacio, sino por Robin Williams en La sociedad de los poetas muertos. Lo menciono porque tal actor que acabó suicidándose era un buen ejemplo de un chavorruco, quiero decir, por más que se caracterizaba actuaba de sí mismo en cada película: un tipo bonachón, alivianado, buen pedo. Alguien así sólo tiene un camino: el suicidio.

La amargura y el sufrimiento, no nos engañemos, es consustancial a la vida. Pero tampoco es para tanto, Albert Camus, ese otro chavorruco francés, exageró al escribir que el asunto más importante a pensar desde la filosofía es el suicidio, era para darle un zape y pedirle que le bajara dos rayitas al ruido de su filosofía. La vida vale la pena, sin duda, quien siente la juventud en sus venas lo sabe y quienes ven avisos en el espejo puestos por la vejez empiezan a dudar. El chavorruco es quien habiendo visto la vejez en el espejo se quiere olvidar de ella asimilándose a los jóvenes. Pero el chavorruco tiene mucho que enseñar en su trato. No olvidemos que Sócrates fue chavorruco, y era la banda.

El chavorruco para mí es la clarificación de un ideal que empezó a notarse desde 1968, a saber, una sociedad con más eros que tánatos. Una sociedad cuya utopía era la jovialidad, el repliegue de los adultos y las autoridades ceñudas. Una sociedad sin demasiada gente madura es la mejor garantía de paz mundial. Sólo las personas maduras buscan aumentar su dominio, su armamento, su vigilancia y toman decisiones bajo la idea del castigo, los infiernos y las torturas. Por eso digo: hay que tomar las rosas de la vida a cualquier edad.

Y si no… pues, equis: somos chavorrucos.

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