Por Nidya Areli Díaz
La tentación de conocer la luz era demasiado densa. No es posible vivir en tinieblas por siempre. Mutar es doloroso, pero el deseo, la necesidad de salir al sol era más fuerte que cualquier ceguera impuesta por la naturaleza. ―Nosotros nunca salimos. Es una locura―, dijo Viddí al güisumen nervioso y dispuesto. Cassá no le hizo ningún caso, embebido en su propio yo, cavilaba en su interior: ¿Por qué voy a permanecer aquí hasta el final?, ¿por qué no he de mirar las formas? Viddí estaba preocupada, hacía muchos días que Cassá no buscaba comida, que no cumplía con sus obligaciones de macho, que no pronunciaba palabras salvo lamentos. ―Si quieres perderte entre toda esa luz, pues hazlo, pero no sigas aquí matándome de tedio con tus quejas―, dijo la hembra al güisumen. Cassá se puso a arreglar sus cosas para salir de allí al día. Viddí estaba triste y llorosa.
La criatura se estuvo pronta a recorrer las inanes galerías del inframundo. De repente algunos pasos en contrasentido: pasos de güisumen laborioso, pero no sabía de quien se trataba. Sin ver ni la propia sombra, ni los propios contornos, ni siquiera el dorso de su mano a unos centímetros de sus ojos, los güisúmenes estaban hechos a eso, hechos a tallar hasta la eternidad, en silencio, con un pedazo de piedra, las paredes rocosas de las cavernas, a extraer de ellas algunos hongos minúsculos. Solo de vez en cuando, con la suerte de encontrar un bicho a tientas, devoraban de inmediato, masticando y chupando todo el lechoso contenido del interior del mismo. Cassá era al miedo porque desde pequeño escuchaba historias de güisúmenes que, revelándose a la oscuridad, habían osado salir un día de las cavernas y, al simple contacto del primer rayo de luz con sus pieles, eran polvo.
Cassá, en su avance valiente por las galerías, llevaba consigo algunas piedras afiladas en un morral hecho de cabellos viejos. Tenía en el corazón la zozobra de lo desconocido y seductor. Sus pensamientos volaban a un mundo mucho mejor, que se abriría paso con los primeros rayos, con la incipiente y maravillosa forma que el mundo estaba pronto a cobrar. En sus cavilaciones era un hecho que en caso de hacerse polvo al primer contacto radial, le quedaría al menos el consuelo de la vista furtiva. Sí, ese era su magno deseo: vislumbrar alguna forma, conocer un pedazo de la verdad, un fragmento fuera del inframundo.
Las patas de los güisúmenes eran habilidosas, dotadas de escarpines formados de callosidades adheridas con los años a la piel vulnerable. Las manos, grandes y macizas, se habían acostumbrado al tacto tosco de la roca. Sus uñas estaban siempre al ras de la piel porque al trato constante con las salientes de piedras se lijaban naturalmente. El exterior de un güisumen era, en general, una costra de piel muerta. Si les hubiera sido posible mirarse a ellos mismos, hubiera resultado en un desastre de estética: de seguro no se habrían gustado para nada. Pero ellos, muy modestos consigo mismos y cuyas vidas consistían en buscar hongos en las rocas, en pastorear algunas cucarachas para luego ingerirlas no sin satisfacción, no necesitaban ni mirarse a ellos mismos, ni mucho menos ver sus propios reflejos. Las cavernas eran buenas con ellos y eso les bastaba.
―Yo voy a ser el primer güisumen que rete a la luz―, observaba Cassá para sus adentros. Si pudiera soportar los rayos del cielo qué de novedades traería a la tribu. Quizá fuera posible vivir envueltos en un abrazo de solar, quizá serían más benéficos que malos, quizá aspiraban al poder de respirar algún día el aire fresco del exterior. ―¿Por qué los güisúmenes han sido tan cobardes?―, se cuestionaba Cassá en forma científica. ―¿De dónde proviene el terror del güisumen a la luz?―, volvía a increparse. ―A toda verdad deben rendirse una serie de sacrificios. Yo me sacrificaré para encontrar la verdad del mundo y el güisumen―, respondió al cabo de un rato de auto-cuestionamientos. El camino de la oscuridad era hasta ahora el único conocido por cualquiera de su tribu, resultaba absurdo lo que Cassá pretendía, pero también era absurdo morir en las tinieblas, en un submundo ciego y frío, en la soledad lóbrega de los que caminan sin mirarse, y que apenas llegan a conocerse por algún furtivo tropiezo.
Cassá sentía remordimiento por abandonar a Viddí. Ella era una magnífica compañera. No era bueno que estuviese sola con toda su juventud pero, ¿qué importa el individuo, el amor, cuando se contrapone y estorba a la verdad? Viddí en el fondo debía entender a Cassá. Echados, el uno recargado en el otro, sobre el suelo frío, envueltos en un tejido defectuoso de cabellos antiquísimos hablaban siempre de los misterios de la luz, de la apariencia y el ambiente fuera de las cavernas, donde llegaban los rayos luminosos de los que tanto huían los güisúmenes desde ancestrales tiempos. Calentaban la poca piel que aún tenía un poco de sensibilidad frotándose mutua y cariñosamente, entrelazados como un par de lagartos milenarios, queriéndose.
Ahora Viddí estaba lejos. Con cada paso dado, la hembra se alejaba, se anulaba más. Iban rompiéndose lentamente los hilos entre ambos porque un nuevo mundo extendía sus brazos para él, fuera de las cavernas. Cassá sintió una brisa fresca venida de una galería, siguió por allí con inusitada angustia, esperanzado con toda su alma, dispuesto en su corazón a recibir la bendición de la luz o el escozor quemante de sus rayos. Preguntábase qué hallaría, qué formas, qué apariencias, qué destellos, qué sensaciones, y daba pasos temblorosos y rápidos de una ansiedad enervante. ―¡Dios mío! ¡Voy a ver la verdad! ¡Testificaran mis ojos la forma del mundo! ¡Estaré pronto de regreso, contando a todos lo que he visto!…―. No cabía el güisumen en su felicidad, en el júbilo que a cada instante crecía en su pecho de manera exponencial.
Pero los güisúmenes que a menudo hablaban de formas que alguien había vislumbrado alguna vez a pesar de las tinieblas, que tenían por mito el encanto del color, que tejían sus historias en torno a la grandeza de lo que les estaba vedado en función de una vista desperdiciada y ociosa que quizá alguna vez había sido usada. Los güisúmenes, en fin, criaturas sencillas, agradecidas, buenas, eran ciegos: condenadamente ciegos.
Cassá sintió la brisa de lleno en su piel callosa, caminaba despacio, alerta a las nuevas sensaciones ofrecidas a sus sentidos, conmovido por los aromas que llegaban benignos a su nariz, atontado por los sonidos exquisitos que invadían sus oídos súper desarrollados, festivo en tanto sus pies, moldeados a la roca, de pronto se posaban sobre la hierba blanda, de pronto sobre la tierra húmeda, sobre tantas superficies disímiles y nuevas a su tacto. Cassá era feliz oyendo la música del mundo, disfrutando de novedosos aromas, percibiendo las texturas diversas y, sin embargo, una tristeza infinita invadía su espíritu, porque todo a su alrededor continuaba sin forma, sin color, en tinieblas por siempre.
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IMAGEN
Transición >> Óleo sobre tela (100 x 80 cm) >> Alberto Aragón Reyes
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