EN LA VIDA, NO TE ENOJES

por Lord Crawen

A Mercedes Calderón, en su transición al universo

Vamos a explicar las reglas de este cuento.

Este cuento contiene un tablero que consta de cuatro divisiones; en cada división se colocan cinco canicas. En este juego solamente contamos con dos jugadores, uno tiene las canicas blancas y el otro las canicas negras. Un dado será el que determine los avances.

El juego consiste en lo siguiente: cada jugador deberá lanzar el dado. Si éste muestra el número uno o seis, podrá sacar una canica de su casilla correspondiente, de lo contrario esperará al siguiente turno. Una vez que la canica haya salido de su casilla, deberá avanzar hasta hacer todo el recorrido del tablero, para finalmente acomodarla en un pasillo correspondiente con cinco orificios. Si en el transcurso vuelve a obtener un uno o un seis del dado, podrá sacar otra canica. Si durante el recorrido, una canica cae sobre la casilla donde otro jugador la esté ocupando, el jugador en turno retirará la canica de esa casilla y volverá al inicio.

Gana el jugador que haya acomodado todas las canicas en el pasillo que le corresponda.

¡A jugar!

***

Ella lanza el dado primero. Obtiene un seis. La primera canica blanca ha salido de la casilla y está lista para avanzar en el siguiente turno. El otro jugador lanza el dado. Obtiene un dos. Debe esperar al siguiente turno.

***

Cuando escuché la historia sobre cómo se conocieron mis abuelos, en un tiempo en el que sólo existían las sombras y nada de mi conciencia, siempre imaginé a mi abuelo Juan vestido con traje estilo charro de color negro. Lo llegué a relacionar con el charro negro, quien, montado sobre su oscuro corcel, atravesaba los caminos del pueblo de Pátzcuaro. A través de la neblina, en la fría noche, mi abuelo tomó su corcel, adentrándose en su enmienda correspondiente: buscar el amor de mi abuela.

Cabalgó con rapidez. Mi abuela asomada en su ventana presta a que llegara su Juan, quien apareció sobre el terregoso camino, levantando una polvareda impresionante. Se detuvo haciendo relinchar su caballo, y mi abuela se lanzó a sus brazos. Ambos emprendieron el viaje a través de la tierra cimentada por el enorme volcán Paricutín, para comenzar su historia.

La imaginación de un niño de tan sólo cinco años me lleva a recordar esta historia con mucho cariño, porque, aunque mi abuelo no ahondaba en los relatos sobre como conoció a mi abuela, solía pensar que así había ocurrido aquella situación, y desde aquel entonces, en el año de mil novecientos no me acuerdo, comenzó la historia de los Fuentes Calderón.

***

Después de algunos tiros más, la canica blanca se encuentra a mitad del tablero. Tira el dado nuevamente. Obtiene un seis. Sale la segunda canica. El jugador de las canicas negras no ha podido sacar ni una. Tira el dado. Obtiene un dos. Debe esperar nuevamente, mientras la jugadora de canicas blancas ya cuenta con dos canicas en el tablero, presta a su avance.

***

“Mira, papá, todo lo que hiciste. Mira cuántos somos”, decía uno de mis tíos. El abuelo Juan, sonrojado, respondía siempre lo mismo: “Tu abuela que cada vez que salíamos, veía un muñequito y lo compraba. Por eso estamos todos aquí reunidos”.

Esa tarde amena, en una bonita casa en Pátzcuaro, donde el abuelo volvió después de recorrer Veracruz y el entonces Distrito Federal, a sus cansados años, dedicado enteramente a la sastrería y a escuchar el radio, la abuela a los recuerdos y la cocina, sus hijos a tener familia y los nietos a disfrutar su vejez, contemplé la historia de la familia, una de ésas de las que pocas pueden contarse en el México que dejó de existir. Pero ésta era una historia de lucha: mis tíos y mi papá, siendo niños, tuvieron que estudiar y trabajar al mismo tiempo; situación muy común en los pueblos del país, pero ya cada vez menor, al igual que el número de hijos de una familia. “La vida sale muy cara en estos días, aparte ya hay mucho vandalismo”, decía el abuelo Juan cuando algún elemento de su cotidianeidad salía de sus cabales. Un claro ejemplo eran algunos chiquillos jugando en la calle, el cual era una pendiente en descenso que invitaba a sacar los balones de futbol y los barquitos de papel cuando la lluvia estaba en su apogeo. Que un niño gritara por las calles sin control era ya un acto vandálico. Dicen los ancestros “eran otros tiempos”.

El abuelo Juan era de poco Rock’n Roll, pero nunca fue de su desagrado el sólo de un violín a tempos altos. En cambio, la abuela Meche era más de Rock’n Roll, pero del aderezado con tintes de buena sazón.

La reunión estaba puesta junto con la comida servida. Manos por todas partes preparando alimentos, pasando cubiertos y platos. Los herejes tomábamos la cuchara prestos a probar las delicias realizadas, cuando el abuelo nos detenía con aquellas palabras que ninguno podía saltarse: “Una oración. Lacónica. Hace hambre”. El tío correspondiente hacía los honores. Pero no se decía “amén” cuando el abuelo ya estaba comiendo. Sus tiempos, más que los del dios aquél, eran perfectos.

Por la noche, indagué en la historia sobre la familia. La abuela había comprado ocho muñequitos en los aparadores de una tienda, y se volvieron sus hijos. Me pregunté entonces de dónde me habrían sacado a mí, a la par de lo que sucedería con todos mis juguetes ubicados en el baúl de mi casa. Tendría que mantener a muchos mutantes.

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La jugadora de canicas blancas ha obtenido un uno y puede retirar otra canica más de la base. El jugador de negras obtiene un cuatro. No es suficiente, a esperar otro turno. La jugadora de canicas blancas le reitera: “No te enojes, ni en ésta ni en ninguna vida”.

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Tenía el conocimiento, pero no era lo suficientemente mayor para acercarme a la cocina, y ya ni hablar acerca de encender la leña en el patio con el abuelo. Ha vuelto con leña, enojado con el carnicero por no tener lo que quería y también porque la vecina no lo había saludado. Volvemos al tema del vandalismo y la pérdida de valores.

Mi abuela venía detrás con el típico “no le hagas caso, ya sabes cómo es”. La abuela enfila a su lugar creativo. El abuelo a poner la leña para calentar el agua y poder bañarnos. En silencio, me acerco a la cocina. La abuela le pregunta a mi papá si estaremos cómodos bañándonos a jicarazos. Mi papá ríe, le dice que estaremos muy bien. En efecto, la bañada a jicarazos es muy entretenida, de esas experiencias que pocos en el Distrito Federal vivían y sigue siendo muy común en los pueblos. Ahora que lo pienso, era una buena forma de ahorrar agua. “Ellos están acostumbrados a otras cosas”, dice mi abuela. “No, mamá, ellos están contentos de estar aquí”, reitera mi papá.

Tras terminar de bañarnos, íbamos a la fogata con mis primos, e iniciábamos un baile carnavalesco, buscábamos entre la leña, alguna que tuviera gusanos, para que en el fuego se escuchara cómo tronaban…, cosas de niños. Ahora me siento terrible por no haber detenido aquellos actos barbáricos. El abuelo sale al patio y nos regaña, quiere que entremos a casa o nos vamos a quemar, esos lugares no son para niños.

Mi papá y tíos le recuerdan que ellos desde niños sí tuvieron que realizar aquella actividad en su corta edad. “Ellos están pequeños”, refunfuña el abuelo… Amor de abuelos, no te acabes nunca.

De la cocina emerge el indiscutible aroma del amor. La comida nuevamente pasa a través de muchas manos. Nuevamente se solicita dar gracias de manera lacónica. Al finalizar la comida, me escurro hacia la cocina, donde mi abuela está por hacer buñuelos. “¿Cómo haces todo esto abuelita?”, pregunto. “Mira mijo, te voy a enseñar, pero es un secreto”, me dice. Así pasamos la tarde noche…

***

Otro seis para la jugadora de canicas blancas. El jugador de negras al fin ha obtenido un seis y su primer canica sale del inicio. Si a la canica blanca que viene atrás de él le toca cinco, deberá devolverla a su sitio. ¡Cinco! El jugador de negras debe volver al inicio. Nuevamente el jugador de canica negra toma vuelo y lanza el dado. ¡Tres! Deberá esperar otro turno.

***

Papá se fue primero de este plano terrenal. Mis abuelos, con todo el amor del mundo, nos acompañaron a despedirlo. Más tarde, el abuelo Juan también tuvo que despedirse de nosotros. Mi abuela se quedó. Sollozó un tiempo, pero la vida tenía que seguir. A cargo de mis tíos y a distancia de sus muchos nietos, le enviábamos saludos cordiales cada que se podía. A la mayoría nos había alcanzado la adultez responsable.

Como la reina en el tablero de ajedrez, mi abuela iba y venía de un lugar a otro, disfrutando de cada momento. La disfrutamos en su visita a la ciudad. Siempre que nos reuníamos con ella, había un tablero en la mesa de juegos. “Vamos a jugar a la tablita. Se llama no te enojes”, decía.

Lanzaba el dado y mágicamente el juego le entregaba los números necesarios para ganar. Ella imponía reglas de repente, aunque a veces en cierta forma era trampa, pero todo era diversión y risas. Ya no hacía labores de ama de casa, era tiempo de descansar, disfrutar, sonreír y olvidar que la vejez pesa físicamente al pasar los años. Ganaba un par de juegos, nos dejaba ganar uno que otro. Luego, se iba a descansar nuevamente a su tierra purépecha.

***

La jugadora de canicas blancas invade todo el tablero. Todas las canicas ya están fuera del tablero y cerca de posicionarse en la columna correspondiente.

El jugador de negras ha aprendido un poco la estrategia del juego, pero deberá obtener números altos para alcanzar alguna de las canicas o perder. Tiene dos canicas fuera de su base. Está por sacar la tercera, pero obtiene un cinco.

Las canicas blancas sólo deben acomodarse en los últimos turnos, antes de ser alcanzadas por las negras. Ya casi han terminado de dar la vuelta al tablero.

***

Fue una fría pero agradable tarde. Mi abuela solicitó una cerveza. Fue uno de esos instantes en los que uno cae en la cuenta de que los abuelos tienen gustos parecidos a los de uno, que somos adultos y, en el trago amargo de un vaso con cerveza, las penas se olvidan hasta que se ve el fondo del vaso.

Antes de despedirse, hicimos un recuento de los daños postpandemia. Volvieron las risas tras la seriedad. Nuevamente, al finalizar el día, la gira turística de la abuela Meche terminaría para volver a su cálida tierra mágica… y sería la última.

Sus piernas apoyadas en bastón o con la ayuda de su silla de ruedas. Los pulmones fueron ayudados por máquinas. La memoria iba y venía. Pero eso sí, al hacerle una videollamada, me pudo reconocer muy fácilmente. “Ay mijo, qué feo estás”, me dijo.

***

¡Seis! La tercera canica del jugador negro por fin ha salido. Pero el juego ha terminado… La jugadora de canicas blancas ha acomodado la última de las canicas tras el recorrido. A pesar de que el jugador de las canicas negras estalla en júbilo, el juego ha terminado. La victoria es de la jugadora de canicas blancas.

***

Un asiento vacío. El tablero sobre la mesa. Las canicas blancas ya llegaron a su meta, justo como la última vez. Este tablero nunca ha sido benévolo con mis números para poder ganar, tirar el dado puede resultar en que otra canica se quede esperando. Mi abuela siempre ganó, porque ante la vida supo entender que la paciencia, un poco de trampa, amor y poco enojo, te dan las herramientas para llevar una vida plena y duradera.

Guardo la calma y dejo el dado sobre el tablero. El aroma del café de olla indica que está listo. Los frijoles en su punto. Las tortillas calientes. Me acerco a la estufa, apago cada una de las hornillas. Observo por la ventana hacia mi patio. Vienen a mí las memorias en lo que termino de hilvanar las historias de este cuento, muchas de ellas imaginación mía de tantos recuerdos plenos que tuve durante las vivencias con mis abuelos.

Se escucha que alguien lanza el dado. Obtiene un seis. Una mano pequeña toma la esfera roja del tablero y sale de la base. Mi hijo me ha retado. Me da el dado para tirar. Obtengo un cuatro. Soy pésimo para este juego. Tira y sale un seis, pero decide avanzar su única canica roja para así llegar a la meta. Me pregunta si alguna vez las canicas blancas volverán a moverse. No le respondo, vuelvo a tirar el dado, seguimos jugando.

***

La abuela Meche dejó un legado en su familia. El tiempo en este espacio fue dedicado al amor y la paciencia. Muchas de las historias para contar se quedaron formadas en su mente para seguirlas escuchando, pero todas ellas fueron vivencias de una persona que tuvo a bien vivir en un México fantástico, un sitio que se fue transformando en el pueblo mágico de Pátzcuaro, que de pronto entre las notas rojas se raya en tintes sanguinolentos por la prensa sensacionalista y el mal gobierno, pero esas historias no las contamos en este apartado.

Su memoria queda en los miembros de su familia. Su sazón queda en las manos de quien se atreva a crear el arte y emular su sazón. Sus historias serán contadas cada que sea posible y, aunque en lágrimas la despedimos, es porque una parte de nuestra historia se va a un sitio mejor. El tablero de juego nunca se guarda, las partidas como en la vida, se reinician, se pausan, se retrasan o adelantan, se juega rápido o lento, pero en esta y en todas las vidas, no te enojes.

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Abuela >> Óleo >> Adolf Humborg., Rumanía, 1847-1921.

Lord Crawen, Jezreel Fuentes Franco nació el 29 de junio de 1986 en la Ciudad de México. Estudió Ingeniería en Comunicaciones y Electrónica en el IPN; luego, su pasión por la Literatura lo llevó a formar parte del Taller de Creación Literaria impartido por el profesor Julián Castruita Morán, y del impartido por el profesor Alejandro Arzate Galván. Participante de Concursos Interpolitécnicos de Lectura en Voz Alta, Declamación, Cuento y Poesía. En 2014 fue finalista del Concurso Interpolitécnico de Declamación. Participó en cuatro obras de teatro de improvisación, las cuales fueron presentadas en los auditorios de la Escuela Superior de Ingeniería Textil y en el Cecyt 15. Ha realizado ponencias en eventos de Literatura del horror, en el auditorio del Centro Cultural Jaime Torres Bodet. Publicó algunos trabajos para el portal electrónico “El nahual errante” y actualmente, se desempeña como ingeniero de procesos de T.I.

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