Cuanta más experiencia musical tengas, más fácil te resultará definir qué te gusta y qué no. Los radioyentes estadounidenses, criados con una dieta de _____ (rellena el espacio en blanco), han experimentado un universo musical tan pequeño que ni siquiera saben lo que les gusta.
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Si bien la frase con la cual abro esta reseña se refiere a la industria musical podemos aplicar el mismo razonamiento a la industria literaria.
Hay toda una larga lista de autores cuyo valor artístico y filosófico es bastante cuestionable y pese a ello son famosos, Albert Camus, George Orwell, Elvira Sastre, JK Rowling. Todos ellos éxitos de venta no por su talento sino porque han logrado convertirse en un producto de la industria cultural capitalista. El algoritmo de ventas e ingresos ha hecho de esas obras populares pese a su cuestionable aporte a la tradición literaria.
No debería de sorprendernos, la cultura de masas del capitalismo no pretende construir un monumento al intelecto humano ni mucho menos elevar la sensibilidad estética, sino que crea un producto para el denominado mínimo común denominador, es decir, algo producido desde la esterilidad creativa, degradado y simplón, aquello que puedas venderle a la mayoría. Esto no es ninguna posición elitista ni mucho menos clasista, es aceptar simplemente que el capitalismo no requiere un público culto, al contrario, requiere la popularidad del mal gusto para poder venderle productos cuya ambición artística comienza y termina con joyería, autotune y cocaína. Para que el capitalismo pueda cumplir sus objetivos mientras menos conozca la población a la que dirige sus productos es una mejora, ya que así evita el invertir tiempo en educar en la comprensión crítica o capacidad de análisis. El capitalista no requiere un consumidor capaz de comprender Marcel Proust, Dong Xiaowan o James Joyce, en realidad, prefiere a quien desconoce el pasado porque eso significa que no tiene que hacer el menor esfuerzo por superarlo.
¿Qué ha creado esta industria cultural? Aquello que Fredric Jameson llamó populismo estético y que no es más que el total aborrecimiento del intelectual.
El populismo estético es una característica de la posmodernidad cuyo objetivo es el sistemático borrado de la frontera entre la alta cultura y la cultura comercial mediante la aparición de nuevos textos impregnados en los contenidos, formas y categorías del capitalismo tardío. Este borrado es el aspecto formal del postmodernismo, lo que Jameson llamada la falta de profundidad (depthlessness) que elimina cualquier exegesis en el arte, toda su posibilidad hermenéutica hasta reducirlo a una vulgar mercancía que ha separado todo significante del significado de la obra.
¿Qué significa esto para el degradado público cautivo capitalista? Que no lee, escucha o ve lo que le gusta, al contrario: no sabe que alguna vez tuvo opciones y ahora solo consume lo que la industria cultural capitalista le impone. Su sensibilidad y expectativas han sido moldeadas desde su nacimiento, al punto que no solo no le gustan las expresiones culturales que salen del mainstream, sino que ni siquiera los comprende ¿acaso el capitalismo iría contra su propia ley fundamental de invertir lo mínimo y ganar lo máximo? ¿Musicalmente invertiría en algo más que tumbados o reggaetón cuando sabe que por una inversión reducida obtiene fantásticas ganancias? Mutatis mutandis ¿no pasa lo mismo con el cine, la televisión y la literatura? El arte capitalista no fue creado para razonar sino para evadirse, no explora nuestra sensibilidad ni nuestra sapiencia ya que fue diseñado para extraernos plusvalía.
¿Acaso esta industria premiaría algún autor o autora que busque evadir las coordenadas ideológicas de la burguesía y del impuesto gusto que tiene sobre su público cautivo? El capitalismo determina que voces habrán de ser escuchadas y cuales ignoradas ¿a quién proyectarían sino a quienes reproducen el sistema de creencias que sostienen el capitalismo? La promoción a las obras de autoras como Dahlia de la Cerda (una desquiciada antimarxista con un obvio trastorno de personalidad narcisista que reproduce los discursos misóginos y conservadores usando lenguaje “de barrio”) son las que el capitalismo premia con dinero e influencia porque son el tipo de celebridades culturales que necesita: aquellas que llamen revolucionario las conductas y culturas antisociales y delincuenciales de bellakos y alucines.
A contracorriente de esta tendencia aparece uno de los autores más interesantes de la escena literaria contemporánea: Aníbal Malaparte.
Al contrario de la corriente anti-literaria en la literatura, es decir, la misma que procura una literatura kish (cursi, hortera y en general de mal gusto) que niega todas las corrientes y autores del pasado en La asamblea de los fantasmas, Aníbal Malaparte escribe, antes que todo, una elegía intertextual: el poemario es tanto un canto sucio, dolido y desafiante al amor vencido por la urgencia y a la revolución traicionada por el oportunismo ideológico. Este poemario funciona con la misma lógica de un cuadro de AM DeBrincat, si la artista neoyorkina mezcla óleo, fotografía y grabado el poeta de Xalapunk une el archivo lirico de un comunismo herido, pero no arrepentido con la vibrante contracultura que desde los márgenes desafía al marketing cultural burgués. No hay redención ni esperanza en estos versos: hay duelo, pero también la imposibilidad de sucumbir a la derrota; hay cansancio, pero nunca resignación ni mucho menos olvido.
Como director de coro, Aníbal armoniza diversas referencias culturales, políticas y afectivas que van desde Stalin y Lacan, hasta Eskorbuto y Assata Shakur, creando un canto caótico, pero profundamente intencional entre el arte, la experiencia militante, la teoría marxista y la experiencia intima. Esta intertextualidad no es ornamento ni simple guiño postmoderno: es parte constitutiva de su propuesta estética y política. En sus versos, recordar es combatir: “¿Y qué importa que la verdad tenga estructura de ficción?” pregunta el poeta, desafiando no solo la historia oficial, sino también las narrativas de lo perdido.
Desde el título del libro insinúa no un comienzo sino el día después del amargo final. Como rey de un palacio en ruinas Aníbal convoca a su corte de espectros: la de las ternuras perdidas, las lujuriosas obsesiones que se disfrazaron de amor, los combates callejeros contra los aparatos represivos, las traiciones de los antiguos aliados, las múltiples heridas mal curadas y los años de insultantes vacíos. Así, en Las actas de la asamblea de los fantasmas, uno de los ejes del poemario, se nos revela una especie de tribunal histórico-poético donde se juzga a geriátrica dirigencia que redujo la revolución a una farsa: “¡ellos que se conforman con liderar una secta de liturgias y tradiciones revolucionarias!”. Esta crítica —explícita a la izquierda que abandonó la lucha de clases— no surge desde el cinismo ni desde la renuncia, sino desde una lealtad feroz al leninismo como fuerza revolucionaria, sin concesiones ni diluciones: “no hay fuerza que me obligue a llamar San Petersburgo a Leningrado”.
El tono elegíaco atraviesa todo el poemario como una constante. Se llora la derrota, pero se la convierte en documento de combate, en gesto estético contra el olvido. El sujeto poético carga la memoria como trinchera, y no hay momento en el texto donde el dolor no esté presente como elemento estructurante. La obra, sin embargo, se niega al patetismo. En su lugar, se alza una voz desgarrada que recurre al sarcasmo, al humor negro y a la poesía como barricada. “Dostoievski era un viejo pendejo”, escribe Malaparte con brutalidad honesta, desacralizando las autoridades literarias del canon conservador y dejando claro que esta poesía no busca la elevación espiritual, sino la autenticidad de la herida.
La intertextualidad de Malaparte no es solo un recurso erudito, sino una forma de documentar el fracaso colectivo. El poema Cuervo Alquimista VII, por ejemplo, plantea una tesis demoledora: “¿y si nuestras emociones, moldeadas por siglos de tragedia y ficción, no nos pertenecen del todo? ¿Y si las historias que amamos son también las que nos condenan a repetir el dolor?” Esa pregunta es, quizás, una de las más radicales del libro, y evidencia que el poeta no teme abrir heridas filosóficas, incluso a costa de su propio equilibrio: “el impasse entre arrepentimiento y nostalgia”.
La asamblea de los fantasmas no pretende cerrar nada. Al contrario: abre todas las grietas posibles. Su estructura fragmentaria, su ritmo zigzagueante y su mezcla de registros —del panfleto político al verso amoroso, de la consigna militante al soliloquio depresivo— componen un coro de espectros que se niegan a desaparecer. En este sentido, el poemario es también un dispositivo de resistencia narrativa: un espacio donde los vencidos escriben su propia historia desde la tumba profanada y el trauma convertido en delicia.
Lo contracultural aquí no es pose: es praxis. La poesía deviene entonces el último bastión de lo insurrecto, y el poema se convierte en campo de batalla emocional. Las líneas no solo se leen: se sienten como ráfagas. No hay paz en estos versos, pero sí una belleza desbordante, a veces sucia, a veces dulce, siempre perturbadora: “bromas lacanianas, argumentos jacobinos, enorgullécete de tus vicios en formato super-8”.
La revolución —como el amor, como la poesía— aparece en la obra como una forma de destino inevitable, incluso si se sabe fallida. En el cierre de las Actas de la asamblea de los fantasmas, resuena la consigna elegíaca, casi un testamento poético:
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Y a puerta cerrada
eres la sobredosis de la que no quiero reponerme,
que pocos conocen y menos se atreven a disfrutar,
un instante de oculta perturbación en tu aliento
y mi amor insaciable hasta la aurora,
lleno de ti y de tus nuncas,
que emplea porvenires posibles,
irreales pasados para justificar
nuestro último tango entre llamas,
perpetuo atentado contra la inmensidad.
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Y sabiendo la imposibilidad
de no poder matar a los infiltrados en estas letras;
en las actas de esta
la asamblea de los fantasmas,
plenamente conscientes
de nuestro inagotable presente sin edad,
quede registro y manifiesto,
que si nosotros
no hemos de tener futuro,
tú lo tendrás,
haz de hacerlo
no te detengas
haz eso por mí.
En definitiva, La asamblea de los fantasmas es un texto que se articula como acto de duelo y revuelta al mismo tiempo. Es una elegía coral donde los vivos y los muertos se citan, donde las derrotas se escriben para no ser olvidadas, y donde la memoria se transforma en munición poética. Aníbal Malaparte no solo nos entrega un poemario: nos deja un documento afectivo y político de la lucha permanente, de la insatisfacción vital con el mundo tal como es, y de la necesidad —irrenunciable— de seguir escribiendo, amando y combatiendo entre las ruinas de lo que somos y lo que pudimos haber sido.
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Amadeo Baldomero nació y vive en Ciudad de México. No es un escritor, sino un aficionado a la lectura y la discusión literaria. Sus principales influencias en narrativa son Carpentier y Reinaldo Arenas. En poesía, lo es Bertolt Brecht. En teatro, por supuesto se imponen Goethe y Shakespeare.