EL SUEÑO INVENTADO

por Roberto Marav

Por Roberto Marav

Siempre me han fascinado los tigres pero a la vez aterrorizado. Es curioso, pero no logro recordar el origen de esta animadversión. Sueño. Me encuentro acostado en la cama matrimonial a una hora incierta de la noche. Abro los ojos, y veo la luz como sendero que se abre entre el follaje de la oscura selva. Sin saberlo, mi presa se tiende ante mí, resignada a la levedad de la noche.
Me tiendo pecho tierra y me acerco en sigilo hacia la gacela. Me despierta la húmeda sensación de la sangre revolcada sobre mi cuerpo… ¡Ah! Ya recuerdo. O eso creo. Encerrado en su cuchitril, los espectadores lo alimentan. Unas endebles estructuras los separan en siglos de mutaciones. Sangra, desde el hocico jadeante y hambriento hasta las garras sanguinarias derrotadas por la libertad del otro. Eso es lo que veo, postrado en mi lecho de muerte. Y veo claramente como azota el rabo firme contra los barrotes de desesperación. Pero ahora soy yo el que ignora. Tirado en la tierra sin nada que hacer. La resignación huye de mis ojos. Atemorizado, siento inmovilizárseme las piernas. En mi mente habita el deseo y sólo pienso en escapar de este sueño aterrador. Pero es inútil. El tigre se ha echado sobre mí. Mis ojos adormecidos se hunden en el lodoso cubil de mi delirio. Sé que ahora todo es en vano, junto a mí yace mi fiel compañera tirada de bruces y con los ojos huidos a medio morir, y el sabor metálico de los barrotes ronda como un líquido fundiéndose en mi apéndice insaciable.

La luz de la luna se filtra entre las persianas y presencio el tejido de un collar de plata sobre el rubí de mi pecho. Las horas se pierden en mi cuerpo. Se ensancha la luz y yo avanzo a pasos desconcertados, dejando tras de mí una hoja a medio trazo con la pluma en el tintero de mi conciencia, extrañado de caminar ignorado por mi estirpe. Tal vez, cruzando esta selvática pesadilla, halle la paz en la absolución de los brazos expiatorios de mi amada.

La nervadura corpórea del acecho no queda más en mí, apenas un leve y agudo sonido y la sensación que deja la cálida toalla al ser retirada de la frente enfebrecida. A la vez, de un salto, el gato se retira de mis piernas dejándome un sentimiento de abandono ante esta incomprensible oscuridad.

Unas horas pasado el mediodía me levanto y miro mi figura desvencijada en el espejo. La sangre seca aún marca su recorrido de la nariz hacia el pecho. Desgarbado, me devuelvo a la cama, sigiloso. Una voz en la habitación de la sala me hace voltear la cara. Espero un poco en el umbral de la puerta. Un escalofriante gruñido me escala por la espalda y no oso voltear, pero su estrepitoso y amenazante ronquido resuena al unísono en mi cabeza, como una voz inconsciente que me dice: “son siglos los que te tienen aquí atrapado”. No hay vuelta atrás, los barrotes se han vencido y una presa aguarda al descampado dispuesta a morir por mi agonía. Una vez despierta, la bestia no debe detenerse por frivolidades humanas. Ella no lo sabe, pero yo ya le he dado muerte.

La selva se arremolina a mi alrededor como una oscuridad primigenia devolviéndome al origen de mi especie, y no me queda más que devolverme a buscar la libertad perdida.

IMAGEN

La noche estrellada >> Óleo, 1889 >> Vincent Van Gogh

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