LA PARADA DE UN CAMIÓN QUE NO PASA

por Antonio Rangel

Por Antonio Rangel

La primera casualidad: la mujer se sentó en las bancas techadas que al parecer alguna vez funcionaron para esperar la llegada de cierto camión. Desde que ella trabajaba en esa calle jamás había visto un camión detenerse, sin embargo, de vez en vez alguien ocupaba los asientos y miraba hacia el oriente y matizaba sus ojos con esperanza y ansiedad. En ese momento ella tenía la mirada oculta detrás de unas gafas oscuras y sus ojos viraban del Museo de San Carlos hacia la agencia Nissan. Desde la acera de enfrente, un grupo de mujeres extraídas de un cuadro de expresionismo alemán, es decir, bastante feas, la miraban con envidia. Consideraban injusto que ella ocupara solitariamente aquel sitio, pues ahí a solas llamaba más la atención y la ventaja de eso era conseguir más clientes.

Un joven se aproximaba hacia donde las expresionistas alemanas fraguaban chismes, pero al ver del otro lado a aquella mujer de cuerpo sugerente y mirada oculta, de inmediato atravesó la avenida sin preocuparse del semáforo ni del doble sentido con el que circulaban los automóviles por Puente de Alvarado. Intercambiaron palabras brevemente y caminaron juntos. Se dijeron sus nombres, Marina y Adrián; sus edades, 25 y 17, y poco más antes de pedir una habitación.

Marina se quitó los lentes de sol y Adrián, que estaba muy pendiente de los movimientos de aquel rostro, preguntó casi al instante por el moretón que asediaba su ojo izquierdo. ¿Se ve feo? Inquirió ella mientras se quitaba la blusa. No, yo decía porque nadie debe lastimarte.  Ella sonrió, se tendió sobre la cama mostrando su sexo y dijo: tuve que pelear por mis hijas, literalmente. La voz de Adrián se empequeñeció, tal vez se dirigió a sí mismo al repetir, más que preguntar: ¿Literalmente? Aparentemente tal palabra también estaba entorpeciendo su forma de colocarse el preservativo. Tengo dos hijas, dijo, enseguida prefirió sentarse para auxiliar a Adrián. Aquellos dedos femeninos detuvieron con su roce las inepcias de los dedos masculinos. Él miraba un lunar en el hombro de ella y ella a su vez un lunar en el muslo de él. Adrián pensó en preguntar los nombres de las hijas o sus edades o su grado escolar, pero dejó de ver el hombro de Marina y perdió todo sentido hacerle otra pregunta. El momento de hablar había terminado. Y cuando el momento de volver a hablar llegó nuevamente: mientras ella se vestía y guardaba en dos carteras dos partes desiguales de su dinero, se le ocurrió preguntar algo diferente, acaso extraño, la segunda casualidad: ¿Sabes quién descubrió la circulación de la sangre?

Ella conocía la respuesta porque consideraba un poeta a William Harvey y se le había guardado en la memoria sentimental la idea de que el corazón era el sol de nuestro cuerpo que hacía circular la sangre. Lista como era, y además con memoria exploradora, dedujo que se había topado con Adrián en algún examen. Salieron con calma del hotel. Él decía: me pareció haberte visto el domingo pasado en el examen de Textos Científicos, a tal hora en la preparatoria tal. Sí, ella decía: sí, tú también te me hiciste conocido, ¿aunque nunca antes habías venido o sí? No, nunca antes, primera vez. A pesar de caminar despacio, llegaron a la esquina y se despidieron.

La segunda y la tercera vez que se vieron no puede considerarse casualidad. Pero sí la cuarta, que fue en una escuela. Como el lector sospechará, ambos estudiaban la Preparatoria Abierta, que en aquel tiempo funcionaba mediante exámenes quincenales. Los que estudiaban compraban guías y libros, hacían un pago en determinadas oficinas y se presentaban en una sede, con fecha y horario, para contestar preguntas de opción múltiple. Después de treinta y tres exámenes aprobados de esa forma obtenían un certificado. A Marina le faltaba solamente una materia por aprobar y a Adrián más de veinte.

Se saludaron de beso. Ella sonreía con amplitud, con una de esas sonrisas que dan impresión de franqueza y cariño. Él sonrió más tímidamente, con una de esas sonrisas que dan impresión de nervios y enamoramiento. Ambos presentarían un examen de Física. Si no lo pasamos nos ponemos a estudiar juntos, dijo ella. Yo a veces no puedo por mis hijas, que en casa no me dan ningún momento de paz. Una tiene cuatro y la otra seis. ¿Tú vives con tus papás? Ella no llevaba maquillaje, traía pantalón de mezclilla y una playera de U2; Él, una camisa de cuadros, unos zapatos viejos y también un pantalón de mezclilla de curiosa blancura. Vivo con mi tía y mi abuela, mis padres murieron, ellas creen que estudio en una escuela normal, pero yo prefiero hacer la prepa abierta para poder hacer otras cosas, y claro que me gustaría estudiar contigo, aunque no sé si podría concentrarme bien, ¿tú vives sola… con tus hijas? Por ahora, ¿recuerdas mi ojo morado? Vivía con el papá de mis hijas, teníamos muchos problemas, más con la abuela, una vieja histérica, bien neuras, ella fue la que me golpeó, querían que mis hijas se quedaran con ellos, lo bueno es que están registradas con mi nombre, así que no pueden hacerme nada. ¿Por qué te las querían quitar? Dicen que no voy a poder mantenerlas, ni trabajar ni ver por ellas, pero yo sé que sí, ya lo hago, sé que con mi trabajo las sacaré adelante y yo también voy a salir adelante, tengo una hermana que me ayuda, ahorita le encargué a mis niñas.

La cuarta casualidad tardaría mucho tiempo en llegar. Si bien, Adrián continuó visitando a Marina durante unos meses más. Sus encuentros eran bastante esporádicos y silenciosos. Empleaban pocas palabras. Ambos cambiaron la rutina de sus vidas sin que se lo relataran el uno al otro. Él consiguió un empleo y ella un novio, después él una novia y ella un marido, más tarde, él ingresó a la universidad y ella también. Así que un día, después de tres meses de postergaciones, Adrián estuvo tres horas en la parada del camión sin descubrir un rastro de Marina. Cuando vio un camión detenerse en esa parada, se levantó y caminó aprisa rumbo a la Alameda, sentía que ya estaba alucinando: no es posible que exista un camión que pase sin rótulos cada tres horas, se repetía mentalmente.

Adrián volvió varios meses después y vio que ya no había rastro de prostitutas en esa calle, aunque él no se enteró: las habían forzado a trasladarse tres cuadras al sur, dado que había ocurrido un reacomodo en el mando político de la Ciudad de México y en la delegación Cuauhtémoc debido a que el partido de izquierda había entrado con ganas de modificarlo todo.

Y así pasaron veinte años. Ni la ciudad ni la zona se habían transformado a decir verdad. Las ruinas seguían resistiendo, los andamios continuaban como adornos y también permanecían los crímenes, también la sangre.

Una mañana se esparció la noticia de que un travesti había sido asesinado. ¿Qué sucedió realmente? Ni siquiera yo, que soy un narrador en tercera persona, conozco con total certeza lo acontecido. Contaré los hechos confirmados: el presunto homicida quedó fuera de sospecha, pero un par de semanas después fue hospitalizado, estaba al borde de la muerte, pero consiguieron los médicos salvarle la vida. Una vez fuera de peligro, este hombre, Manuel Pérez, demandó a Helen Ríos por intento de homicidio y lesiones de gravedad mayor.

Según él, esta chica le había tendido una trampa, porque la conoció casualmente en la tienda de la esquina de su departamento; ella le coqueteó mucho, por eso la invitó a su casa, allí ella pidió entrar al baño y, entretanto, él se puso a preparar unas copas. Cuando Helen salió del baño lo amagó con un revólver y le reclamó por la muerte de una tal Paola, no quiso escucharlo y le disparó dos veces hiriéndole en el muslo izquierdo y en el testículo derecho.

El abogado que contrató era Adrián Arriaga.

Según Helen y su abogada, el dicho Manuel Pérez es un criminal que ha asesinado a tres hombres que vestidos de mujer se prostituían en distintos puntos de la ciudad. El último había sido Paola. Helen escuchó el relato de esos crímenes la noche que fue obligada a punta de pistola a subir al departamento de Manuel; allí él pretendía violarla, pero al defenderse y forcejear, Helen pudo arrebatarle el revólver con el que anteriormente la había amenazado; en defensa propia le disparó con la única intención de asustarlo y poder escapar, tal como hizo.

La abogada de Helen era su propia madre: Marina Ríos.

Adrián a pesar de que había tenido varias relaciones y para entonces se sentía un hombre de mundo, cuando vio a Marina como su contraparte fue invadido por nervios y excitación. Pidió una prórroga innecesaria que le fue concedida y se acercó con pasos infantiles a la abogada defensora, que llevaba un traje negro impecable.

-Abogada, ¿podemos reunirnos? –Marina lo miró con dureza y luego como un hielo acelerado, como si recordara otra vida, hizo blanda su mirada y dulce la sonrisa.

-Podemos ir a comer.

Fueron a un restaurante en el que era abundante el ruido de cucharas. ¿Nos conocemos? Preguntó ella tratando de confirmar un recuerdo. Sí, más o menos hace veinte años, dijo él.

-¿En Puente de Alvarado nos conocimos, y aún te acuerdas de mí?

-Sí, ya sabes lo que dicen de la primera vez, aunque recuerdo más la segunda vez, pero en fin, me da mucho gusto verte a pesar de las circunstancias.

-Paola era mi hermana, ella cuidó a mis hijas como una madre, me ayudó cuando quedé sola, yo creo que tenía tu misma edad, y el cabrón que estás defendiendo la mató, y lo dejaron libre, mi hija se alocó, lo planeó muy mal, quería chingárselo, por eso hizo lo que hizo, para Helen, Paola era como su madre.

-¿No sientes que esto es como una película de Almodovar? Quiero decir sé que ahora estás muy preocupada por tu hija. Yo no quiero que termine en la cárcel, sólo que el testimonio que han preparado no es consistente. Sé que mi cliente es peligroso, no creas, sí me causa un conflicto de ética profesional, en fin, yo espero que pague por lo que haya hecho. ¿Tú estás casada?

-Sí.

-¿Le eres fiel?

-Sí, abogado, ¿qué clase de pregunta es esa?

-No sé. Estuve pensando que hubo cinco grandes casualidades que me tienen hoy aquí viendo tus ojos verdes. Un día me encontré un par de billetes, creo que de doscientos, no sabía en qué gastármelos y me subí al metro, me bajé en Revolución porque ahí se bajó una chica guapa que iba siguiendo, en la calle la perdí de vista y luego te vi a ti, quise verte de cerca y recordé que antes te había visto en un examen. No pensaba contratarte, pero me inspiraste mucha confianza. Quería conocerte, pero no sabía cómo. Pasó el tiempo, tuve una novia, me casé, me divorcié, en medio de eso me hice penalista, y jamás se me ocurrió que volvería a verte.

-El mundo es chiquito. Ese día también fue mi primera vez, bueno, la primera vez que trabajé en ese lugar. Empecé parándome enfrente, pero molestaban mucho mis colegas, intenté en otras esquinas y no me dejaban en ninguna otra parte. Me pedían mil pesos o algo así a la semana para dejarme trabajar cuatro horas, era muchísimo entonces. Pero en esa banca nadie me cobró nada, por eso me senté ahí. Yo creo que en ese tiempo me pareciste simpático e inofensivo, como ahora que te vi en los juzgados: pensé que eras un buen abogado y que no podrías condenar a mi hija. En fin, sí es curioso que nos hayamos encontrado. Tal vez es karma, o cosas de ángeles, porque es demasiada casualidad, ¿no? Quién sabe, por ahí leí que la vida no es muy seria en sus cosas: mi marido también empezó siendo un cliente, luego de un tiempo me propuso que nos casáramos, me dio chance de estudiar, hice con mucho esfuerzo la licenciatura y luego una maestría en criminalística para titularme, como salía muy caro, de hecho, volví a trabajar los fines de semana para completar el dinero; a mi esposo no le gustó eso, pero después lo comprendió; Paola también volvió conmigo a trabajar ahí en Insurgentes para ayudarme, ella ganaba más que yo, y luego pasó esa cosa terrible, lo que le hizo tu cliente.

En ese momento, Marina y Adrián notaron que las ventanas se habían oscurecido. La tarde se había quedado sin sol. Se miraron fijamente recordando la primera vez que sus miradas se conectaron. Una voz salió como aquella vez con lentitud: ¿vamos al hotel? Y la otra voz con suavidad dijo que sí.

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