EL PEQUEÑO BARDOCK: OQUEDADES

por Alberto Curiel

Por Alberto Curiel

A tu memoria. A ella, a ti, a quien creí él. Ladrona de narices. Te quiero.

De los espacios cóncavos de la caverna surge una melodiosa voz; María Callas, tal vez: “O della madre mia casa Gioconda, La Wally ne andrà da te, da te! Lontana assai, e forse a te”.

Las piernas de Alberto se desplazan al compás de “Ebben! Ne Andro Lontana” despaciosamente, danzantes sacudidas de vida y muerte en dirección al verdugo que también se avecina con aire mortuorio, ahí va Alberto, en cause certero contra el inconsciente Hades Negruzco, de pupilas de sol joven, garras de navaja y aguzado ejército de colmillos.

2-Gustav Klimt-La maternidad

La maternidad » Gustav Klimt

 

Atentamente, Bardock mira a su padre y a la bestia. Bestia, padre, padre, bestia, bestia, padre en preludio armónico, constante vaivén coreográfico de batallas ancestrales, galope de óbitos, sin atajos ni meandros complacientes. Una constante reducción de los extremos asombra al diminuto espectador exclusivo que, cual si presenciase la cima del arte, termina petrificado, atónito e inamovible. “Lontana assai, e forse a te, E forse a te, non farà mai più ritorno, Nè più la rivedrai! Mai più, mai più!”.

Los actores en duelo se encuentran, un estremecimiento inapelable se apodera del infante, Bardock encoge los brazos y supina las manos al tiempo que María atina un agudo de suma prominencia, “Come l’eco della pia campana, Là, fra la neve bianca, n’andrò, N’andrò sola e lontana E fra le nubi d’ôr!” Alberto se viste de astucia y esquiva los nervudos brazos de la bestia, se coloca con agilidad suprema a su costado y ataca… hace contacto.

Mi hijo es impelido por una ráfaga de viento, él lo intuye de esa manera. El impacto de los colosos ha sido de monumentales proporciones. Detrás del acentuado tono de Callas, con los rasgados párpados heredados de sus progenitores, el pequeño observa la maniobra de su padre en repetido juego de tecnologías del viejo siglo, en primera fila, frente a la pantalla grande: review, pause, forward. Emulando una perfecta sincronía de estatuas permanecen los púgiles en contienda, esculpidos en sombrío mármol, a sabiendas de que una de las efigies deberá romperse al término de la musicalidad.

Las veloces acometidas nacen de ambos bandos, Alberto esquiva tantos golpes como le es posible, acierta unos y yerra otros; lluvias de garras, pelos, espinas, piel y puños se apoderan del caótico escenario. Bardock continúa en la estupefacción, le es inasequible abandonarla, su cuerpo sufre, víctima de una parálisis causada por la tensión producida en la gala, pero… al mismo tiempo el pequeño se encuentra maravillado, su padre está peleando por él, y de qué manera, sobreponiéndose a la adversidad más adversa y temible, cruzando fronteras, llegando hasta donde ningún hombre, o habitante de la Tierra o de su dimensión hubo llegado antes, verdaderamente su padre estaba enfrentándose a la máxima representación de lo ignoto, golpeando con una intensidad impresionante, venciendo cautelas, aleccionando al porfiado extranjero en una defensa prodiga. Es curioso, Bardock supone a su padre como un roble grande y fuerte, sin embargo, se nota increíblemente reducido, minúsculo en comparación al gigantesco monstruo.

Colisiones entre actos y rounds resuenan en todas las magnitudes, el demonio oscuro es castigado severamente por los cañones de su padre, vaya potencia que papá tiene en los brazos, pero el esperpento es duro y no cae por más embates que recibe. Alberto tiene técnica, Bardock lo nota, mientras que el amo de las tinieblas se sujeta unívocamente a la fuerza bruta, sin atisbo de disciplina.

Divagando en recuerdos, Bardock concibe la imagen de su abuelo, el padre de Alberto, aquel viejecillo de dosificada seriedad, mentor de su padre, abuelo campeón en artes marciales, primer premio en numerosos torneos de karate japonés y kung fu. El infante se sienta en la sala de la casita de vacación en Eztapalapa, acaricia los incontables trofeos del primer puesto con la figurita de un hombre ejecutando una extraordinaria patada vertical tallada en bronce, todos ellos pertenecientes al abuelo, a Héctor, portentoso guerrero que alguna vez, según palabras de su padre, peleó con tres individuos simultáneamente en una rústica batalla campal producida en los campos de la canchita de futbol rápido, y venció.

Empero, desviando las remembranzas hacia el ancestro materno, Bardock era partícipe de la protección del capitán Ortíz, temible militar que sirvió por más de treinta años al ejército nacional, hombre de carácter fuerte y noble, hombre orquesta, comandante en jefe. Él le prometió, algún día, iniciarlo en el manejo de las armas… Absorto, recogido en reminiscencias, Bardock abandona la batalla, desentendiéndose de su cuerpo que reside en las tinieblas en guerra.

En su mayoría, los embates del monstruo son infructuosos, no localizan su destino. No obstante, de cada tacto atinado se sigue que el angustiado padre sea elevado del suelo poderosamente, impulsado por una energía terrible que lesiona más de lo que las evidencias pueden comprobar. Pero no, Alberto no se detendrá, no así. Con las encías sangrantes, el elevadísimo pulso y los pulmones estallando, recibiendo más oxígeno del que pueden aceptar, se erige gallardo y desafiante, y en apresurada embestida se lanza a la caza del demonio dispuesto a culminar en un definitivo knock out. Alberto agrede al tenebroso Mefistófeles, acoge algunas zarpadas en voluntaria expiación, mientras que el abrigo que le proporcionaban las revistas y papeles ungidos con cinta sobre brazos y piernas, va marchándose, desvaneciéndose paulatinamente con el discurrir del asalto… pronto no quedará nada.

Con un sólido y sombrío manotazo acogido, la cabeza del humano gira con suma violencia, faltó poco para avenir una rotura de cuello. Los ojos desorbitados de Alberto señalan en horizontalidad a su hijo, el pequeño persiste en el aletargamiento, con las manitas juntas y la cabecita baja. Entonces hierve en desesperación y arremete con incrementada furia hacia la anatomía del mayúsculo engendro, retirándose sus belicosas extremidades de encima, atacándole con mordidas y patadas que topan con velloso concreto. Los movimientos del herido padre se tornan impacientes, gratuitos, aleatorios; la de Alberto es una lucha desesperada… Sin embargo, como en aquel trillado filme italiano de Benigni, La vita è bella, Alberto oculta la infame realidad.

No, no, no mires, hijo, no es lo que parece, papá no está agotándose, el monstruo no es tan fuerte, no, yo puedo salvarte, hijo; todo va bien. Pronto iremos con tu madre, y esto no representará más que una honrosa pesadilla, un patiecito de valiente recuerdo, hijo, lo contarás a tus amigos en tus ratos de recreo, quizá yo escriba un libro, hijo. ¡No, no, yo debo salvarte!

Con absoluta ligereza, Alberto es despedido hacia las alturas de la gruta y, en su descenso, aéreamente, es tundido con un firme mazo que le arroja como balón de voleibol al empedrado, patinando en los escabrosos terrenos, arrastrándose como síntoma de la inercia inevitable; respira… nada más. Con advertidos pasos lentos, el vehemente demonio procede a seguirle, le acecha con avistada malicia, tal vez esboza una sonrisa o su maltrecha faz es ya de esa nomenclatura; imposible definirle.

Tomándolo del cuello con una extremidad, Alberto es arrancado del suelo, azotado contra las crudas tapias cavernosas, mantenido en suspensión febril y estampado en el pétreo piso. La debilidad le abraza y el demonio le fustiga; una pata es colocada sobre su contuso pecho que pierde sensibilidad y no siente la enorme presión ejercida en su tozuda caja torácica que resiste el grave atentado. Las pisadas y puntapiés se vuelven en el nuevo lenguaje que comunica a Alberto y a su agresor, redundante código de certezas irrefutables, lacerante dialéctica de trogloditas. Alberto siente una costilla romperse y quebrarse su teatral actuación, grita como lo hacía desde unos segundos antes para sus adentros, exteriorizando la penuria, improvisando ceñudos trenos de inaguantable dolor… Su lamento es horroroso, intolerable.

De este modo retorna violentamente el niño a los terribles sucesos que le competen, el atroz canto fúnebre interpretado por su padre le desvela, Bardock se encarama en pos de su ascendiente inmediato y, a pesar del deplorable proscenio, se nota vigoroso, satisfecho de pasados recientes de linajes marciales y guerreros, hiende su mirada en la bestia con famélica determinación, adusta imperioso el rostro y suelta una explosión de audibles monosílabos:

—¡No… to…ques a pa…pá!

Embalado en una auténtica locura, el niño ase su espada con ambas manos, emanando un aire de cólera brava y exasperación, sube a una montaña de valentía y se precipita rabiosamente al norte de la batalla, el demonio intenta amedrentarle, ruge como cien leones y prepara una garra, la destina al pequeño soldadito, pero él la esquiva, rueda debajo del arco formado por sus renegridas piernas, se incorpora a inmensa velocidad a su espalda y clava su estoque en la pata que anteriormente reposara sobre su padre.

El monstruo ruge y afila otra garra conduciéndola al diminuto pendenciero que, con una agilidad insospechada, elude el promisorio ataque, vira nuevamente desenterrando la espada y desencadenando un lamento corolario facsimilar al anterior, la hunde en el muslo de la pata lesionada y se cuelga de ella configurando una abertura considerable y un dolor con forma y colorido. El demonio cae en prosternación maquinal.

Exultante ilustración se infiere de tal cuadro, pintura sacra, ornamentación inusitada en exquisito éxtasis, imposible clímax: El monstruo arrodillado frente al niño. No obstante, la dicha no dura demasiado; desde las alturas, al negruzco ente le producía una contrariedad atinar un zarpazo al escurridizo infante que de tan pequeño le parecía invisible, empero, a ras de suelo, no hubo óbice que le entorpeciera, su blanco estaba asegurado. De un vertiginoso zarpazo, la bestia hizo despegar al niño en un vuelo que parecía eterno metro tras metro, hasta que la confiable pared cercadora le mostró los límites del coliseo, cayendo sin escalas, chocando contra una puntiaguda roca. Bardock lastima sus piernas, rasga su pantalón y sangra y sufre como su padre.

El confiado demonio retorna a sus quehaceres de centinela ciego, aúpa una zanca y la dedica al enrojecido rostro de Alberto, que aún posee fuerzas para detenerla y apretarla lo suficiente como para escuchar el crepitar de algunos frágiles huesos al tiempo que otra tétrica extremidad se encauza siguiendo el mismo derrotero, pero ésta cumple su cometido, e imprime un certero golpe, y otro, y la golpiza se prolonga consecutivamente, sin intervalos ni recesos.

Bardock, en tembloroso esfuerzo, alza la mirada, contempla el dispar enfrentamiento, los trémulos escudos de su padre cada vez más endebles, piensa y repiensa, indaga el terreno, y golpea el suelo, si tan sólo fuera más grande… En ese momento divisa algo tirado a un par de metros de su zona de aterrizaje, un trapo viejo, algo familiar, ¡lo reconoce! Es su improvisado morral, primer compañero que inventara en arrebatos súbitos de mini héroe a la búsqueda de su niñera, sí, y en qué instante reaparecía, con milagrosa aura, mágica, que se despedía del arma, olvidada que se asomaba queriendo ser descubierta a través una hendidura del raído morral caído en su primera avanzada: la marcha de pequeño arquero con ligas y palillos. La pistola llena de agua con disuelto jabón, su recurso más doctamente elaborado, clama por vaciarse.

El bienaventurado revólver acuático aguarda el arribo de Bardock, que se traslada gateando al tiempo que su padre capitaliza la efectiva intromisión de su hijo, camina en el sendero del enemigo y le aplica una legítima llave; el monstruo también está debilitándose. Así pugna por zafarse la extremidad inferior derecha del demonio, y al notarse incapacitado hace brotar de su cuerpo espinosas y espesas púas de queratina, hincándolas apenas en la piel de su adversario que se moviliza al primer escozor, pero es alcanzado, cargado y aprisionado por tres extremidades sanas que surgen tiránicas del monstruo, éste lo apoya sobre su recio cráneo, jalándole en orden descendiente, disfrutándolo, escuchando el atronar de sus vertebras que no ceden al estrujamiento; la espalda del humano está a segundos de partirse.

Bardock toma el arma, el centro de su ser irradia tintineantes ánimos gélidos, alternando premoniciones de calor tibio, pero el niño logra controlarse, coloca un dedo índice en el gatillo, apunta y dispara a discreción, pecho tierra forzoso…

¡Humo, humo! Alguna reacción química en cadena obliga al esperpento a retorcerse en epilépticos episodios, Alberto cae sin reparo, inexistentes reflejos naturales, reposa, pesado costal de arroz desfalleciente con ojos vivos que presencian el martirio de un titán, y templados oídos que retienen los indescifrables fonemas punzantes que expulsa en manadas el hocico del hércules extra dimensional. Bardock no cesa en la metralla, recarga agua en su tanquecito de repuesto equipado a última hora, bombeo perenne; mi bomberito denodado me salva por segunda vez.

El torrente termina, y los llantos, y las oscilaciones. Una gran nube reside en lugar del monstruo, padre e hijo se miran, el uno totalmente destrozado, con un ojo sellado al estilo del boxeador y el otro con la carita pícara y sucia que bosqueja dientes de leche.

—¿Nos vamos a casa pap…?

Desde los mismísimos infiernos deserta un alarido mutado, involucionado de lo que ayer fue un sonoro bramar de dioses. El cúmulo gaseoso se despeja escasamente, ofrendando una ciclópea criatura raquítica, vacilante, semilampiña y rosada. La quimera rastrea con su monóculo brillante, vira sobre su propio eje, olfatea mediante un trio de orificios ubicados bajo su cuello, da tumbos, dobla en espontánea media vuelta y abre sus deformes fauces: Ha localizado a Bardock.

Escapando de la columna nubosa, la descompuesta figura parte en furtiva expedición, saltando como quien pasea sobre humedecida y resbalosa superficie, con las patas manifiestamente averiadas, el tronco seco, los órganos internos expuestos de tan translúcida cubierta. El pequeño le avizora y emprende la retirada empujándose con los brazos y la pierna menos estropeada, brazadas agobiantes de futilidad total, inservible transporte. El demonio se inclina a reclamar su premio.

—¡Oye!, aún… tú y yo… aún no… no hemos terminado—, alardea un tambaleante individuo que sorbe la nariz, sostenido apenas por sus piernas, con un puño arriba, y el otro proyectando rocas a los tejidos blandos del antagonista; a punto del desmayo, Alberto; realiza su ulterior alarde: llama con la palma, con los dedos de la mano al mermado contrincante.

Mucho menos dinámico, el último round comienza con un padre que recula, retrocede ante cualesquier peligro, examinando a su contrario, quien lo persigue con despliegues circulares hasta acorralarlo en el sitio más lejano y opuesto a la posición del niño.

—¡Bardock!, ¡huye!—. El monstruo percibe la trampa tardíamente, rota sobresaltado cincuenta grados, no más, porque Alberto lo embiste y enreda con enrevesadas tácticas que ensayan una probable sujeción que permita la libertad de Bardock, intenta y fracasa, disputa con recelo, trastornado, estremeciéndose, temblando y sacudiéndose en dupla de exabruptos que anhelan la no derrota.

—¡¿Qué esperas?!—, vocifera atormentado, en saturado andar de visajes que rematan la puja por la independencia.

—¡Papá!, ¡papá!, ¡no puedo dejarte!—, implora el reptante y desesperanzado niño, serpenteando al puente dimensional, al pasillo de no retorno.

—¡Deprisa!, yo… te veré después, hijo—, añade triunfantemente Alberto, apoderándose de los miembros desbarbados del adversario sometido, asegurados con las reservas de energía y fuerza contenidas en su espíritu. El escozor se manifiesta, los aguijones brunos emergen de los poros del oponente subyugado, la hemorragia principia su fluir en gradual ascenso, las afiladas agujas traspasan los cerrojos, una gruesa punta de lanza atraviesa el hombro, otra el bícep, una más el antebrazo, una pierna…, pero el candado no se abre.

—¡Corre…, hijo…!

Involuntariamente, las extremidades de Alberto van ablandándose, relajándose compungidas. El demonio se desdobla, rectifica su postura y saborea sin miramientos a su minúscula víctima que está muy lejos de escapar. Descubre sus repulsivas mandíbulas, avanza una pata, arrastra la otra lastimada, repite el procedimiento. Y cuando el tercer paso programado estuvo a punto de ejecutarse, el chillido risible reaparece, la bestia no tiene permitido progresar. Alberto, en un milagroso esfuerzo, exhibiendo una sonrisa siniestra, le sujeta la garra mutilada.

—¡Tú,… no te irás de aquí!—, le afirma con transparentes palabras fantasmales.

El monstruo extiende una garra gigantesca que germina bajo su palma, posa una rodilla sobre el delicado abdomen del muerto viviente, se encorva como quien quiere tender su mano al compañero caído, enfila la garra en la senda de la faz del cariño paterno que pinta una sonrisa lunática. La bestia eleva la cuchilla lista para dejarla caer. Bardock desea correr en su ayuda, no puede, abre los ojos como jamás los ha abierto antes.

—¡Papaaaá…!

El rostro de Alberto es rociado de plasma azafranado, sangre maloliente que notifica el desenlace irrevocable, la dimisión de la vida. El demonio asesino se yergue en maniáticos movimientos descontrolados, riñendo nuevamente, la sangre no cesa de salpicar…

Alberto levanta el cuello asombrado, seguía vivo, la ve…

Irene mantiene un cuchillo de mesa ensartado en el otrora ojo sano de la bestia, pende de su alborotado cuerpo encarnado que patea y se encrespa. Irene no se suelta, obtiene algunas heridas de la marea de arañazos sin control, un colmillo decide habitar en su amoroso pecho y así, ella se une a la epidemia de fluidos vitales.

Encarnizadamente desenclava el cuchillo y lo sepulta en insistente necedad dentro de las rosadas carnes con mechones de pelo, rasga la piel, toca vísceras con la daga. Madre al fin, madre enloquecida, redentora, mujer heroica que atravesó los confines del abismo obedeciendo al llamado de su corazón de madre vidente, deshaciéndose de la guardia de Azucena, sabedora de certidumbres instintivas… La batalla termina.

Bardock retoza tirado en el césped, lee a Kierkegaard. Su lectura se interrumpe. Una simpática adolescente con un libro entre los brazos se acerca a cuestionarlo. Sí, sí, soy yo, confiesa desganadamente, y autografía el ejemplar literario de la moza.

Papá, piensa Bardock, no creo que te gustase nada esto. Se levanta y deambula por las calles, cruza avenidas empapado en reflexiones, repara en los cartelones de los cines que anuncian su último estreno. En las pantallas gigantes de las calles de Nueva York se publicita: El interior de las tinieblas…, del reconocido best seller.

Bardock suspira, toma el teléfono y llama a su madre. No, ninguno asistirá a ver la cinta.

Es su cumpleaños número 14, el hijo del ahora afamado escritor acude a la biblioteca, pide una copia de La crítica de la razón pura, observa en uno de los estantes un tomo del último libro de su padre, su mejor obra, para él, y la más desconocida por la sociedad moderna tan inmediata y masticada por su contenido cargado de pesada filosofía, contrariamente a El interior de las tinieblas, vitoreado por el vulgo y castigado por la crítica, quienes lo consideraban una ficción entre tantas, una más. Él lo recuerda: Te extraño, papá. Al menos te tuve unos años… Jamás te recuperaste de aquello… Bardock ríe.

Es de noche en oriente, la gente corre desde distintos lugares. Grietas celestes se abren legando el caos. En occidente ocurre lo mismo… Criaturas enormes surgen de las fisuras en el espacio tiempo, toleran el sol gracias a misteriosas vestiduras. Por todo el mundo se muestran los endriagos de tres metros de estatura… Buscan venganza. Han encontrado la manera de llegar aquí después de que su única entrada fue clausurada por una explosión. En su dimensión han transcurrido siglos…, saben que aquí no ha sucedido lo mismo.

Los invasores se comunican por medio de transmisores colocados en sus orificios auditivos. En cada región, un comandante indica la progresión de las tropas. Todos ellos responden a un solo general que ruge y ordena:

—¡Encontrad a Bardock!

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