EL GATO, LA INOCENCIA Y EL GUIÑO DE LA MAMÁ DE ZUL

por Héctor Vargas

El gato no sabía de divisiones entre viviendas, y tampoco se sabía para los vecinos que cruzaban entre ellas para no tener que rodear la manzana. Se vivía sin cohibiciones, y quizá era lo que más caracterizaba al Puerto Peñasco aún virgen de finales de los setenta. En el terreno baldío que daba a la esquina de la cuadra, contiguo a mi casa, se habían dispuesto un par de casas rodantes y aun cuando fueran nuevos vecinos, se les dio el mismo trato que a los demás. Sin necesidad de solicitar permiso se surcaba la hipotenusa del terreno para dar hacia la playa cercana o a cualquier parte que marcara la necesidad de transitar.

Tampoco yo, como el gato y los porteños, tuve contemplación a la cordialidad, y poniendo como pretexto al gato mismo, crucé la línea invisible para admirar las casas con ruedas que se imponían a mi mocedad de entonces. En la escalera, la que servía para ingresar a una de ellas, estaba sentada Zul. La mañana era fría y a pesar de ello llevaba un vestido corto, dando frente a un sol que la calentaba. Su pelo era rizado, su cara redonda, sus ojos negros y comía chocolate. Me acerqué haciendo ruido, para que me viera. El gato se acarició a sus botas vaqueras, como si la conociera de siempre. Al verme corrió al interior de la casa, mientras ella me miraba de arriba abajo. Me llamo Benjamín, le dije, y sonrió diciéndome que se llamaba Azul, pero que le gustaba que la llamaran “Zul”.

A partir de ese día nos hicimos los mejores amigos. Nos procurábamos los fines de semana, cuando éramos libres de la escuela; ella cursaba el turno matutino y yo el de las tardes. Nuestra combinación perfecta eran las mañanas tranquilas, el gato que nos acompañaba, los chocolates y las pláticas de cualquier cosa. Su mamá se levantaba tarde, era una persona joven y voluptuosa. Vestía faldas cortas, tacones altos y sus pestañas parecían alas de mariposa. La recuerdo más a ella que a Zul, aunque puedo asegurar que eran muy parecidas. Los domingos me invitaban a comer, mas no recuerdo como era que reaccionaba al convite, cuando ahora me cuesta trabajo socializar.

Mi invasión a aquel espacio expuesto a los chismes de barrio llegó al grado de que llegamos a estar a solas Zul, el gato y yo, en el dormitorio de su madre. A pesar de que la casa escatimaba en espacio, la cama era muy amplia. El cuarto no tenía ventanas y si se cerraba la puerta y se apagaba la luz, la oscuridad permitía un refugio de privacidad. Eso lo supe por Zul, pero nunca necesité confirmarlo. La luz, en aquella plática, permaneció encendida y la puerta abierta, con el gato de testigo. Me pidió que me acostara en la cama, boca arriba. En el techo interno había un espejo. El reflejo permitía vernos de frente, uno al lado del otro, y al gato, visto en perspectiva, lamiendo sus patas, también sobre la cama.

Del espejo dijimos lo evidente, que nuestras imágenes parecían estarnos viendo, y que estábamos invertidos. Imaginamos el propósito de estar en el techo. Quizá los sueños se podían ver de una manera diferente, o servía como canal para visitar otros mundos. Le dimos rienda suelta a nuestra imaginación, que también viajó, aun cuando despiertos, por las posibilidades de la inocencia. Antes de llamarnos a comer entró la mamá de Zul a la estancia, se acostó entre nosotros y nos vio, desde el espejo, de una manera tierna. Es hora de comer, dijo, y mientras el gato saltaba y Zul bajaba de la cama, ella permaneció acostada, sujetándome del pecho con su mano izquierda, para permanecer tumbado. La vi en su reflejo, sonreía de una manera diferente. Tomó la barra de chocolate de mis labios, la metió a los suyos lentamente y, con un batir de alas, me guiñó un ojo…

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IMAGEN

El bosque (2016) >> Técnica mixta sobre papel >> Alias Torlonio

Héctor Manuel Vargas Núñez nació en Benjamín Hill, Sonora, el 16 de julio de 1972. A la  edad de cuatro años, después de desordenar los tipos de una regla de composición de  una imprenta mecánica, fue llevado a Puerto Peñasco, Sonora. A los diecisiete años, en un viaje en un barco camaronero, después de un intenso día de labores, decidió por las letras que lo aproximaran a explicar lo que vivía. Escritor intuitivo, inició a colaborar, a finales de los noventa, en la sección de música de la revista Ahí Tv’s. Debido a la apertura que otorga internet fue publicado, a principios del dos mil, en la página Ficticia.com. En la actualidad colabora, desde septiembre del 2015, en la revista digital Sombra del Aire, con los seudónimos de Equum Domitor y Eleuterio Buenrostro.

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