DILES QUE SON CADÁVERES, DE JORDI SOLER

por Iván Dompablo R.

EL PERSONAJE DEL BASTÓN, PRECEPTO Y SIGNIFICADO

La literatura siempre se prestará a varias interpretaciones, pues en la lectura de una misma obra podremos adoptar diferentes perspectivas, analizar diferentes elementos. El propósito de las siguientes líneas es, precisamente, ensayar una de estas lecturas. La novela que nos ocupa fue escrita por el escritor mexicano Jordi Soler (La Portuguesa., Veracruz, 1963), quien además de novelas ha publicado dos libros de poesía.

En la novela Diles que son cadáveres nos embarcamos en un viaje lleno de anécdotas cargadas de simbolismo, pero contadas con mucho sentido del humor de tal forma que la aventura nunca deja de ser disfrutable. En ella tres personajes emprenden un viaje que tiene como propósito final acceder al bastón del poeta Antonin Artaud; este bastón no sólo desempeña el papel de centro magnético del grupo, sino también es el motor que moverá toda la historia y con respecto a él abordaremos la novela.

En efecto, podemos darnos cuenta de que el valor de la pieza de madera irá aumentando a medida que nos adentremos en el relato. Cuando se hace la primera mención de él: “Me dijo que en Irlanda vivía un poeta que había acompañado a Artaud al centro ceremonial de Tara y que había sido testigo del momento en que devolvió el bastón de san Patricio”,[1] el lector está todavía muy lejos de vislumbrar el valor que adquirirá dicho bastón y, de hecho, aquí es mencionado como algo puramente circunstancial, sin embargo, pocas páginas más adelante su magnetismo comenzará a mostrar sus efectos.

Cuando el agregado cultural —que es el personaje narrador de la historia— nos dice:

Además de la selección de poemas, empecé a trabajar en la historia que me había ido contando McManus: su relación con Artaud, el viaje que habían hecho juntos a Tara y la forma en que habían devuelto el bastón de san Patricio.[2]

Notamos que ya hay un cambio de perspectiva con respecto a la pieza, pues ya es parte del quehacer del narrador. Ahora la historia del bastón está integrada a su trabajo.

Un poco después, hay una reunión en donde se encuentran los tres personajes que emprenderán la aventura de recuperar el bastón, pero ¿de dónde surge el interés que estos personajes tienen por él? Para responder a esta pregunta es necesario considerar que el bastón que ellos buscan no es precisamente el de san Patricio, sino el del poeta Antonin Artaud, a quien todos ellos tienen una especial veneración por distintas razones.

Así Lapin, un coleccionista de objetos que pertenecieron al poeta y que es el más interesado en conocer la pieza, les dice a los otros dos:

Como bien saben ustedes […] el poeta Artaud vino a Dublín en 1937 a devolver el bastón de san Patricio, que era propiedad suya, al pueblo irlandés, y al hacer el intercambio se llevó el que estaba en la catedral y dejó el suyo en la vitrina del santo.[3]

Y enseguida les cuenta el plan que tiene, que el narrador resume de esta forma: “La idea era localizar el bastón y ‘fotografiarlo y tomarle medidas con el fin de hacer una réplica a detalle o, si Dios nos favorece, compararlo pourquoi pas?’”.[4] Con estas palabras se inaugura la aventura del bastón y éste se convierte en centro de la novela.

Es importante señalar, como muestra del poder de atracción que hacia sí ejerce la pieza, que en un principio el narrador, quien está en la embajada de México en Irlanda como agregado cultural, se mostrará indeciso ante la propuesta de Lapin; la razón es que sabe que de alguna manera compromete su cargo en tal aventura, sin embargo muy pronto sucumbe ante su embrujo: “Dado el panorama, la recuperación diplomática del bastón de Antonin Artaud parecía una gesta cultural incontestable”.[5]

Hemos dicho antes que el bastón de san Patricio y el bastón que el poeta Artaud posee y va a devolver creyendo que es el del santo patrón del pueblo irlandés no son el mismo. Es Artaud quien se encarga de mitificar la pieza que por alguna extraña casualidad del destino ha llegado a sus manos:

“Me llegó por un amigo que usted conoce René Thomas, que vivía entonces en el número 21 de la rue Daguerre, y él lo había conseguido gracias a la hija de un hechicero saboyano que aparece en la profecía de san Patricio”.[6]

Sin embargo, las personas que lo conocen no están persuadidas de la veracidad de la historia del poeta, muestra de ello es lo que nos cuenta el narrador al hacer la descripción del bastón:

[…] era una pieza rara, tallada en una madera exótica que tenía grabado el símbolo del relámpago y junto a este un dibujo donde sobresalían dos letras A, un detalle que volvía sospechosa la reliquia porque las dos letras A coincidían, con una precisión que no admitía otras interpretaciones, con las iniciales de Antonin Artaud, A A, una cifra inequívoca que movía a sus colegas a la compasión y a la condescendencia.[7]

Luego, la forma en que el poeta defiende la veracidad de sus palabras nos hace recordar a don Quijote, quien también mediante su influencia va modificando su entorno, adecuándolo a su propia realidad:

Pero al verlo argumentar sobre la autenticidad de su reliquia, con lujo de gritos y aspavientos, en medio de las mesas del Deux Magots o de La Coupole, había quien dudaba de que toda aquella historia fuera exclusivamente producto de su locura. A Artaud no podía tomársele por loco, era un poeta y todo lo que dijera o hiciera estaba siempre respaldado y amparado por esa aura que transformaba su locura en iluminación […].[8]

Podríamos, incluso, abogar a favor de Artaud y don Quijote haciendo notar al lector que si, como lo plantea Castilla del Pino en su libro Cordura y Locura en Cervantes, lo que percibimos (percepto) es el resultado de la relación que se da entre sujeto, objeto y la imagen del objeto, y el objeto en sí mismo nos es inaccesible, pues siempre estamos trabajando con la imagen que nos formamos de lo que el objeto es, ¿por qué el objeto no podría tener un significado distinto, más elevado, o más amplio ante otras miradas?; esto ocurre en ambos casos en donde los personajes perciben de otro modo la “realidad” y de alguna manera esta percepción modifica en alguna medida la forma en que los otros la miran.

Un ejemplo de ese valor distinto que tiene el bastón para el poeta lo evidencian las siguientes líneas en donde McManus —el poeta que acompañó y trasladó a Artaud en la entrega del bastón— cuenta lo siguiente:

Artaud se mostraba muy cooperativo y servicial y cada vez que el carro se detenía “salía de su somnolencia”, brincaba a tierra y ayudaba en la faena cargando un montón de lingotes, “sin soltar ni por un momento su bastón […]”.[9]

Es precisamente este comportamiento, esta devoción de Artaud por su bastón el que, como ya lo plantee antes, modifica la percepción en quienes lo rodean:

Ahí fue cuando McManus reparó en que el poeta no soltaba su bastón ni cuando dormía y comenzó a pensar que, a pesar de la doble A que invitaba a la duda y la incredulidad, ese bastón tal vez fuera efectivamente una reliquia.[10]

Vemos pues, como el poeta en su peregrinar con el bastón va cargándolo de significado. Las cosas no tienen únicamente el valor de uso práctico que se les da, sino también tienen un valor agregado que le confieren quienes las poseen.

En esta novela se plantean, refiriéndonos exclusivamente al bastón, dos viajes, primero uno de ida en donde Artaud lleva el suyo propio y lo intercambia por el que tiene san Patricio apelando a la falsedad de la pieza que acompaña a este último. El acto en sí tendría algo de sacrilegio, pues parece que el poeta ha sustraído una pieza histórica y dejado una pieza falsa en su lugar, sin embargo esto no es así. Artaud tiene razón en un punto y se equivoca en el otro; tiene razón en que la pieza exhibida es falsa, pero se equivoca en creer que ha llevado la original, pues la original había sido quemada más de un siglo atrás por el arzobispo de Canterbury, en un acto verdaderamente sacrílego. De tal forma que el escritor, muy hábilmente, evita que sobre el poeta caiga la culpa por la pérdida del bastón histórico.

El segundo viaje es el de “retorno”, o quizá sea más apropiado decir de reencuentro, con el mundo porqué el bastón no regresa al poeta Artaud, sino que va a dar a manos de uno de sus fieles seguidores. Nuevamente, aunque en menor grado, el acto tendría un dejo de sacrilegio, sobre todo si consideramos con que devoción y con qué tesón luchó el poeta para ir a dejar su bastón al lugar que él veía como el sitio natural para ese trozo de madera, pues con todo y la devoción que siente el grupo por la pieza, el alejarla del santo patrón irlandés estaría contraviniendo la voluntad del poeta admirado. Sin embargo, por segunda vez el escritor evita esta falta del personaje, haciéndonos ver que muy probablemente estamos frente a otro falso bastón que no es el de Artaud, así lo percibimos cuando por fin el grupo llega a su meta:

El bastón del poeta era una pieza simple de madera, mucho más sencilla de lo que había imaginado y, sobre todo, más corta, parecía difícil que una persona de talla normal, como lo era Artaud, pudiera apoyarse en él. Lapin lo sacó de la caja, lo sopesó y analizó el jeroglífico: se trataba de un motivo celta trazado a base de medios círculos y líneas curvas, con dos figuras entreveradas que, miradas con buena voluntad, podían ser dos letras A, aunque también una M, o una W, e incluso dos V, o hasta una serpiente o un relámpago. Lapin observaba esa pieza con un cuidado reverencial, se veía que era un hombre habituado a manipular objetos valiosos, pero también traslucía, por la forma en que analizaba el objeto, que algo no cuadraba con sus expectativas, y al parecer tampoco con las de McManus, que observaba el objeto con una desconfianza que en él, que era el único que había visto a Artaud con su bastón en la mano, era especialmente significativa.[11]

Es a partir del momento anterior en que el bastón, probablemente por no ser el auténtico, deja de ejercer su atracción hacia dos de los personajes que integran el grupo, a saber: Lapin y McManus; al agregado cultural no le ocurre lo mismo, al contrario, de aquí en adelante no podrá separarse de él y bajo su influjo se irá transformando. Mientras que Lapin, incluso, mirará la pieza con desprecio:

Mon Dieu— dijo Lapin en cuanto vio que yo salía con el bastón, y llevándose las manos a la cabeza completó—: Pero si es el bastón que un alfarero le puso a un santón de yeso, un bastón de utilería, de pacotilla.

—Tonterías— le respondí yo, que sentía con creciente intensidad los efluvios de la reliquia.[12]

Nuevamente esta escena nos remite a don Quijote, quien a pesar de las constantes reconvenciones de Sancho para que vea la realidad, termina por ver lo que él quiere ver, condición muy humana por cierto. Considérese por ejemplo, el siguiente dialogo de don Quijote y Sancho en la aventura del yelmo de Mambrino:

—¿Cómo me puedo engañar en lo que digo, traidor escrupuloso? —dijó don Quijote—. Dime, ¿no ves aquel caballero que hacia nosotros viene, sobre un caballo rucio dorado, que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro?

—Lo que yo veo y columbro —respondió Sancho— no es sino un hombre sobre un asno pardo, como el mío, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra.

—Pues ése es el yelmo de Mambrino —dijo don Quijote—.[13]

Vemos en ambas escenas que la percepción de dos personas con respecto a un mismo objeto difiere. Recordemos que ya antes en la novela se había dado este mismo fenómeno con respecto a un bastón, sólo que antes era Artaud quien tenía una interpretación diferente de la realidad y ahora es el agregado cultural quien le da un valor distinto a la pieza.

Finalmente podemos decir que hay en esta novela una multiplicidad de anécdotas en donde se encuentra un bastón presente y que sirven para mitificarlo no sólo ante los ojos del poeta, o del grupo de amigos que emprende la aventura de su búsqueda, sino también para el lector, quien a pesar de saber que se habla de por lo menos dos piezas no puede separarlas y las mira como a un mismo ente mágico.

 

OBRAS CONSULTADAS

Castilla del Pino, Carlos. Cordura y Locura en Cervantes. Barcelona: Península, 2005.

Cervantes de, Miguel. Don Quijote de la Mancha. México: Alfaguara, 2004.

Soler, Jordi. Diles que son cadáveres. Col. Literatura Mondadori 473. México: Mondadori, 2011.

[1] Jordi Soler. Diles que son cadáveres, p.13.

[2] Ibíd., p. 37.

[3] Ibíd., pp. 42-43.

[4] Ibíd., p. 43.

[5] Ibíd., p.49.

[6] Ibíd., p.81.

[7] Ibídem.

[8] Ibídem.

[9] Ibíd., 85.

[10] Ibíd., 87.

[11] Ibíd., 165.

[12] Ibíd., 169.

[13] Miguel de Cervantes, don Quijote… I, XXI.

Jorge Iván Dompablo Reyes nació en la Ciudad de México el 21 de septiembre de 1980. Poeta, narrador, editor y promotor cultural. Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Durante seis años formó parte del taller de creación literaria que imparte el poeta Julián Castruita Morán en el Instituto Politécnico Nacional. Perteneció al Taller de la Gráfica Popular. Formó parte del equipo de edición de la revista Acta Poética del Centro de Investigaciones Filológicas de la UNAM. También se desempeñó como editor  y corrector en Sombra del Aire de mayo a diciembre de 2015. Algunas de sus obras han sido publicadas en diferentes medios impresos y electrónicos.

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