DEDALOFOBIA (2 de 2)

por Mabel Pinos

Regresé al puerto de mi crianza cuando era mayor de edad, por cuestiones de trabajo, y pocas cosas habían cambiado. La historia que nos implicaba, la del niño caído, seguía rondando, desde el recuerdo. El barrio aparentaba tranquilidad, aunque yo conocía su lado peligroso. Se le veía de espíritu jovial, su condición de pobreza lo delataba. De los pocos cambios que observé fue la sustitución de la tienda de la esquina por una de servicio rápido. En las calles no divisé cara conocida y pasé siendo, para los jóvenes que ahora movían la magia, uno más de los visitantes que se daban por aquellas fechas. Entré a la tienda y divisé su pulcritud. Pedí una cajetilla de cigarros y fue Rosario quien atendió. Bajó la mirada, la cual me daba a la medida. Su cabello pelirrojo le caía hasta la barbilla, seguía siendo corto, pero ahora la distinguía como mujer. Sus pestañas largas hacían resaltar la hermosura de su rostro y usaba un vestido que daba encima de las rodillas. ¿Ahora fumas?, preguntó viéndome de nuevo a los ojos. No, en realidad no fumo, contesté, es que al verte no supe cómo reaccionar, dije y me sonrió. ¡Mamá!, gritó Rosario, y de un pasillo salió Margaret, su madre, con una expresión de reconocimiento sobre la cara de amargura que conservaba. ¡Vayan, vayan!, ordenó con la mano, yo te cubro, hija, dijo y salimos a la calle.

Nos fuimos caminando hacia los astilleros del puerto, platicando sobre lo que desconocíamos en nuestro distanciamiento. ¿A qué te dedicas?, preguntó. Vengo con las atracciones, soy el que arma y se encarga de la seguridad de los juegos mecánicos, contesté. ¿Es cierto eso?, inquirió sonriendo. Sí, le dije, me he prometido que nadie saldrá lastimado en tanto esté a cargo de sus vidas. ¿Y cumplirás tu palabra?, preguntó. Por sobre todas las cosas, contesté. ¿Entonces fue cierto el rumor de que habías escapado junto con las atracciones y el circo del toro? Fue cierto, afirmé, mientras caminábamos por intuición hacia nuestro refugio en el cerro de la Ballena. Después de un pequeño descanso, en la subida, pasamos la abertura entre rocas a la que llamábamos la cueva del diablo. Debido a mi tamaño se me dificultó cruzarla, en cambio Rosario conservaba sus habilidades. Después de la playa de las gaviotas, que no era sino una concavidad que retenía agua de lluvia donde las aves reposaban, llegamos hasta la piedra de Francisco, en la parte más alta del cerro. El mástil seguía erguido, rígido, con el chinchorro curtido por el tiempo, pero aún colgando. Cualquiera que haya osado subir descubrió, en la historia de Francisco, algo turbio.

La única vez que dirigí al grupo fue después de la muerte de nuestro amigo y lo hice desde el miedo que me dominaba como niño. El mástil llevaba un par de horas erguido, el acto de haber embonado con Rosario arriba fue cierto, mas no pasó a mayores salvo que ninguno se atrevió a columpiarse después del susto. Esa misma tarde, aprovechando que Francisco y yo estábamos alejados juntando piedras para aventar al despeñadero, Eusiquio intentó desnudar y besar a Rosario. Al escuchar los gritos corrimos en su ayuda, pero el único que lo enfrentó valeroso, fue Francisco. Por eso lo concebí como héroe en la historia que conocen, porque buena persona siempre fue. Eusiquio, en cambio, era un niño… afectado. Decían que habían abusado de él, desde chico. Quizás en sus piensos era normal querer “jugar” con Rosario, de esa manera. Esta parte, en realidad, no sé cómo contarla, debido a que, por encima de todo, Eusiquio era nuestro amigo y lo queríamos. Una parte de mí afirma que fue un accidente de niños. Después de haber controlado la situación, por parte de Francisco, Eusiquio permaneció en el suelo; se le veía tranquilo. Cuando creíamos que todo había terminado, en un arranque de rabia se levantó tomando a Francisco por sorpresa; lo empujó levemente. Francisco tropezó, dando traspiés de espalda, seguido por Eusiquio, que trataba de detenerlo en su caída. La historia que inventé, y que todos conocen, fue un intento por salvarnos de la locura.

La actual Rosario observa al horizonte llorándole al recuerdo. Nunca he podido ni podré superarlo, dice secando sus lágrimas. La mamá de Eusiquio me obligó a contarle la verdad, lo tuve que hacer después de que intentó subir hasta acá, pero estoy segura de que Eusiquio se lo había contado y aun así no hizo nada por exponerlo, termina.

En el aire percibo el riesgo de aquellos tiempos resurgiendo desde las heridas. La inquietud de mi mente se debate en encontrar una salida al dolor que soportamos. Deberíamos de hacer una nave para volar lejos de aquí, podemos enfrentarlo juntos, le digo a Rosario, tomándola de la mano, y tratando de alejarla del borde al que me aproxima. No, contesta en un sollozo, ahora soy yo la que tiene miedo, agrega mirando de reojo al chinchorro que se muestra endeble y cansado de ocultar nuestro secreto. Rosario me mira a los ojos como aquella vez, debo ser el mismo niño debatido en miedo, sabe que sé lo que está pensando. Se abraza a mi cuerpo, me da un beso en la boca y con mirada torva, y fuera de sí, me pide encarecidamente, que le ayude a volar.

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