CARNAVAL DE SAN CRISTÓBAL

por Antonio A. Huelgas

La noche tranquila en mi barca, junto a otras tantas similares que plagaban las calles de San Cristóbal, el día de la celebración a este mismo personaje, todas alumbradas por velas brillantes. Oscuridad y pequeños brillos sobre las aguas, en medio de las calles, desde el Templo al centro del pueblo hasta el lago que lo rodeaba. Una procesión inmensa, distraída por el brillo festivo, el mercado y las atracciones, cada uno en su barca o sobre los puentes y anchas banquetas, corriendo entre callejones o navegando entre las inundadas calles. Recuerdo que iba solo, remando, mientras veía los puestos de curiosidades y de comida, buscaba algo típico pero de buen aspecto, para aprovechar el viaje hasta ahí. La luna llena adornaba el colorido del papel picado, las decoraciones de los puestos y las luces de las velas. El ambiente desbordaba alegría, la gente parecía bastante contenta, excepto por sujetos encapuchados que se apartaban de la multitud hacia rumbos más solitarios.

En busca de una experiencia más interesante, seguí a los encapuchados con discreción, procurando distancia, inclusive tapé mi cabeza con mi sudadera a fin de pasar inadvertido. Remé con lentitud y cuidado, dejando atrás el jolgorio para adentrarme a calles oscuras y desoladas, ayudado por la luna y guiado por el vaivén de una luciérnaga, apenas un punto en la distancia. Al llegar a un callejón que descendía en un túnel, las velas fueron la única luz en mi camino.

Negro y tenues luces rojizas, como estrellas en la distancia, y luego más negro.

La penumbra del pasadizo mostraba el sonido del agua, de los remos, del movimiento en medio de la ceguera, como encerrado bajo la tierra, o como expuesto a la negrura inconmensurable.

Entre suspiro y suspiro, en cada respiración, los minutos parecían eternos. El paso por el túnel no sólo parecía interminable, era como si el túnel lo fuera todo.

Me devoró el silencio, desaparecí. No estaba envuelto en la oscuridad, ésta era parte de mí, y yo de ella. Dejé de respirar por un instante. Después el tiempo se detuvo, o mi mente se aceleró de manera natural, sumida en un sueño. Pensé tantas cosas por un instante, creí y observé entre sombras como todo un mundo de oscuridades se formaba y deformaba. Creí haber muerto; ese momento fue para mí como el paso de siglos, el viento se había detenido en un punto, como un remolino a mi alrededor, y en su paso parecían rondar todas aquellas cosas que el viento hubiese tocado al soplar a lo largo, en lo ancho y en lo alto del mundo. Vino a mi mente un llanto, un bostezo, luego el cansancio y el sueño.

Abrí los ojos.

Al fin salí, un tanto confundido. Estaba agitado; debí darme un minuto para clamarme y pensar con lógica. Todo lo que pensé al pasar por ahí debió ser resultado de mi pánico, miedo a la oscuridad, o claustrofobia, o ambos. Debí estar aletargado, adormecido, seguro todo se juntó en el momento en que la oscuridad se cernió sobre mí. En cuanto las velas se alejaron, me quedé ahí, solo en mi delirio.

Ahora mi barca seguía en movimiento. Poco a poco, salí de los callejones. Conforme lo hacía, la oscuridad disminuía, se proyectaban al frente las luces de las velas, y de farolas en las paredes de las construcciones que bordeaban las inundadas calles. Frente a mí, el agua se poblaban por barcazas y puestos de comida y artesanías colocados sobre las estas, o sobre las banquetas, a cierta altura por encima de quiénes íbamos en las barcas Pequeños puentes conectaban las estrechas banquetas, sobre las que no se veía más que a los vendedores. Por debajo, las personas, en su mayoría con sombreros, chales, o capuchas, se detenían a comprar, vender o intercambiar, cuidándose de no caer al agua o desestabilizar sus barcas, que en su mayoría eran firmes, pero las personas a bordo parecían tener dificultades para mantener el equilibrio, en general. Casi todos parecían algo desorientados, y no me extrañaría después de atravesar el túnel. Aún tras varios minutos, incluso horas, me parecía lógico que la confusión se alargara. No obstante, yo ya estaba como si nada, para mi sorpresa. Quizá esas personas estaban tomadas, era probable.

Me acerqué, remando con lentitud, a una barca en la que había una bebé de pocos meses, pero que, de alguna forma ya caminaba sin demasiados problemas. Junto a ella una figura de baja estatura, creo que se trataba de una anciana, con un chal sobre la cabeza. Algo en ellas me parecía familiar. Pensé saludar y conversar con la anciana, después podría comprar algo de cenar, y algunos dulces en el puesto de al lado, en el que la señora compraba.

Saludé con cortesía, y, al voltearse, la identidad de la mujer fue una completa sorpresa. Era, nada más y nada menos que mi abuela. Me devolvió el saludo con mucho gusto y cariño, me preguntó cómo había estado, y cómo estaban mis padres y hermanos. Respondí que todo estaba bien, tranquilo, que mi familia estaba bien, con algunas preocupaciones respecto al dinero, como siempre, pero bien en general. Seguido, pregunté cómo estaba ella, y quién era la niña. Sonrió, desde el principio se había notado alegre, en paz, y sin embargo esquiva, ahora seguía así. Me dijo que estaba bien, todo para ella estaba como debía estar. No entendía bien eso último.

Entonces noté el parecido entre la niña y una de mis sobrinas. Me estremecí ¿Por qué ella y mi abuela estaban ahí, en ese pueblo? Traté de continuar la conversación, pero ella parecía distante. Pensé en pasarme a su barca, y algo me detuvo. El miedo me invadió. Sabía que no podría hacerlo, caería al agua. Sabía nadar, aunque en ese momento el caer al agua parecía fatal. Mi abuela me sonrió cálidamente, y dijo con tono melancólico y tranquilo:

“Hijito, ve con cuidado y regresa a tiempo. Te quiero. Espero estés muy bien. Debemos irnos. Nunca lo olvides, no te conviene visitar los terrenos de los muertos”.

Después de ello no sé qué pasó. Tengo reminiscencias, imágenes mezcladas entre la fiesta y las barcazas; de los mercados y las luces, y de las decoraciones de papel picado colgadas entre edificios, así como un constante estado de embriaguez. El final es lo que más me incomoda y me pone a pensar: una extensión negra en la que desembocaba el río, un mar oscuro, iluminado por las luces de las velas, transformadas estrellas sobre la superficie. Después un mar celeste de aguas calmadas y casi estáticas, extendiéndose en un horizonte sin límites. A continuación desaparecían, todo lo hacía, en una oscuridad infinita.

Desperté en la cama de la casona en que me hospedaba. No supe cómo regresé el día anterior. No me dolía la cabeza, pero mis recuerdos confusos me hicieron pensar que me había embriagado. Me golpee la cabeza por mi irresponsabilidad. Emborracharme mientras iba solo en una barca ¡Qué idea más idiota! Me cambié de ropa y bajé al segundo piso. La mujer que me rentaba la habitación me estaba preparando con el desayuno. Al verme mencionó que no se había percatado del momento de mi llegada. Esa parte del pueblo no tenía sus calles cubiertas de agua. Supongo que alguien me habrá llevado, por amabilidad, ahí, en la barca. Tal vez caminé el resto del camino, o la otra persona me acompañó hasta la puerta. También es posible que no estuviera tan borracho, o que el alcohol actuara de forma extraña y tal que afectara mi memoria, y no tanto mis sentidos. Sin embargo, mi ropa no olía a alcohol. Lo que era extraño ¿Me habría drogado?

Entró el hijo menor de la señora, un chico de catorce años, el cual me había visto llegar en la noche, solo. Mencionó que parecía estar perfectamente bien, aunque lucía adormilado. Era posible, entonces, que el cansancio me hiciera una mala jugada y por ello no recordase mucho. No obstante, el chico mencionó que regresé a las cuatro de la mañana. La hora excedía por mucho mis recuerdos, que llegaban hasta las once de la noche.

Recordé el encuentro con mi abuela y mi sobrina. Seguro todo había sido un sueño, o una alucinación, pues ambas estaban muertas. No obstante, noté que había regresado con dulces en mis bolsillos, todos ellos viejos y rancios, como si hubiesen estado años en mi bolsillo, tratándose de dulces que duran muchos años. Algunos eran incomibles. Le pregunté al muchacho si sabía dónde había estado. No tenía idea. Mencionó que su hermano mayor me había visto en el festival, pero que había desaparecido tras atravesar un túnel, lo que le pareció extraño, debido a que dicho túnel conducía a un callejón.

F I N

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IMAGEN

Barco de papel >> Acrílico >> Mónica Emegrande

Antonio Arjona Huelgas (1995, Michoacán, México) se dedica a la escritura y a la historia, y egresó de la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Influenciado por una diversidad de autores como Marcel Proust, Juan Rulfo, Mary Shelley, Thomas Ligotti, Mariana Enríquez, entre otros, ganó el concurso de relatos de horror de la revista Pérgola de Humo, en 2020. Sus relatos han sido publicados en revistas como Granuja, Círculo de Lovecraft, El Crisol Acatlán,  Penumbria, Mordedor, Aeternum MagazineHistorias Pulp, entre otras. Se le ha antologado en publicaciones como Por la libre. Reunión de cuentos (Ediciones Momo, 2023) Terror TDE (Tinta de Escritores, 2020)Mosaico (Parafernalia Ediciones, 2021), Estelas en Altamar. Antología de micro relatos (Ángeles del Papel, 2022). Autor de la antología de relatos Historias al viento (Amazon, 2020). Escribe y administra el blog Memorias andantes.

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