Luego de meses en los que la ruleta rusa era el instrumento más preciso para decidir la vida, la Ciudad Monstruo abrió sus puertas. La gente desbordó las calles y las recomendaciones sanitarias dadas con anterioridad salieron sobrando. Bueno, en realidad, no todas: los famosos cubrebocas con sus deliciosos, extravagantes y vanguardistas diseños se mantuvieron. La apertura no significaba que todo hubiese pasado y, pues, ahora la nueva normalidad y el nuevo virus es el moderno discurso de la ignorancia.
Como fiel parroquiano, entonces salí a caminar las calles en busca de las cantinas que sobrevivieron. De pronto por mi cabeza pasaron todas las películas apocalípticas que alcancé a recordar —ésas del fin del mundo. No porque la geografía fuese la misma, sin embargo, ese aire de soledad e incertidumbre se respiraba a cada momento.
¡Esa ruleta rusa no dejaba de hacer lo suyo!
¿Miedo? Sí, en los rostros de las personas con las que me cruzaba se notaba, claro, yo no estaba exento. Vivir el inicio del fin del mundo no era fácil, pero ahí estaba, buscando esos viejos refugios donde se podía escapar —aunque fuese por un momento— de la realidad en la que se intentase sobrevivir.
El metro, conexión de la periferia con la ciudad, me llevó hasta la estación Juárez. Al salir de sus entrañas, incertidumbre. Respiré hondo para calmarme un poco y me dirigí hacia el barrio chino. Tenía la esperanza de que el Tío Pepe, la cantina, aún siguiese en pie. Un año antes la Dos Naciones, el Museo del Arrabal, dejó de existir.
La misma esquina, las mismas puertas de madera al estilo viejo oeste y al rededor los restaurantes chinos, el pan de colores —el de vapor, le llaman—, las series piratas, ropa, lentes, vaporizadores, lámparas eléctricas, inciensos, cajetillas de cigarros… la misma esquina.
Entrar al Tío Pepe fue extraño. No había mucha gente, en realidad eran los visitantes llamados de casa. En mi rostro se fue dibujando una sonrisa, en la piel una descarga eléctrica que la erizó. Pisar, de nuevo, ese lugar —como vorágine— me llenó de instantes —los únicos que permanecen en la memoria. Cada uno me llevó por un momento en el tiempo… Tiempo para recordar.
Sentado en uno de los antiguos gabinetes —que no por esa característica estaban descuidados, al contrario, realzaban la atmósfera de, tal vez, más allá de los años cincuenta— alcanzaba a mirar la cantina y la barra que alguna vez me sirvieron de confesionario, cuyo confesor —el cantinero— resultó ser el mejor terapeuta.
Cerveza oscura, de barril, fría —como de costumbre— fue servida en un tarro sin escarchar, sin acompañamientos extras. El primer trago —como de costumbre— me sumergió en el éxtasis. Afuera, el mundo no existía. Sólo quedaba esta sensación que me invadía. Mis sentidos estaban absortos.
En la barra, un hombre alardeaba sobre sus conocimientos futbolísticos y su presunta relación con esa corte celestial. Sus acompañantes —alucinados— no dejaban de adorarlo y, claro, los tragos fluían a sus costillas. Era como alimentar a la presa que después serviría de platillo principal en la cena navideña o como personaje principal de las burlas o ambas —desconozco el nivel de canibalismo en estos tiempos.
Un sistema de sonido rudimentario amenizaba el lugar. En las bocinas sonaba “Mi barrio” de la Sonora Santanera: un suspiro, una sonrisa, un recuerdo, una palabra, un latido en el corazón, un abrazo en memoria de mi padre.
Una cerveza más, la última, oscura, de barril, fría —como de costumbre—, servida en un tarro sin escarchar, sin acompañamientos extras y, después, el tiempo se detendrá y mi camino hará una parada más para ajustarse al instante. La Castellana será quien me cuente una nueva historia.
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Tertulia errante >> Óleo >> Detritus
Víctor Hugo Pedraza llegó al mundo en la coda del noveno mes, del año 77, del siglo XX. El mismo día, en el que, muchísimos años atrás, fue fundada la Universidad Nacional Autónoma de México, de donde egresó en la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas. Después, activista social, editor y siempre poeta. Sus vivencias le alcanzaron para escribir el libro Poesía publicado en 2014 por Baba Editorial. Colaborador en diversos medios y publicaciones electrónicas e impresas. Impresas, también, sus fotografías, cuyo gusto ha cultivado desde que una cámara llegó a sus ojos. A sus oídos la radionovela y, sí, ha participado en la producción de alguna de ellas. Ecléctico de por sí, y por tanto, oscilante entre la Ciudad Monstruo y el Bajío mexicano.
Por el momento es todo, seguramente, después, con el tiempo y los pasos, podrá contarse algo más.
De Víctor Hugo Pedraza