CAER EN PICADA

por Nidya Areli Díaz

¿Quién no se ha sentido caer estrepitosamente y en picada? Se cae en el amor, en el fracaso laboral, en los malos hábitos, en las drogas, en el día a día, en el vivir.

Cierto que si la existencia es una gráfica de altos y bajos, los bajos son caídas y nada más que eso: caídas irremediables, de las que sólo quizá nos recuperamos luego. Pero las caídas son también placenteras, amar es una dicha, un dejarse ir sin remisión. No se pude hablar del amor si no hay una caída desenfrenada de por medio, por eso decimos “cayó enamorado”, “otra vez caí como una tonta en el amor”. Y al vivir también caemos en los brazos de la muerte; piénsese que cada segundo nos acercamos más al final del precipicio, en el que habremos de estrellarnos para cerrar los ojos en definitiva. La vida, por lo tanto, es caída; nada más que un desplome fatal: vivimos para morir.

Un día uno se levanta con ganas de renovarse a sí mismo. Decimos: “A partir de hoy me levanto temprano”, y estamos tan determinados que la idea sobrevive al día. En efecto nos levantamos temprano a la mañana siguiente, y tal vez a la próxima y a la que sigue; y en eso quedamos mentalmente, pero varias semanas después nos percatamos de que en algún momento hemos caído, de que hace muchos días que, al escuchar su sonido, apagamos el despertador para seguir durmiendo. Nos damos cuenta de que se nos escapó la determinación y no fuimos capaces de no caer, entonces creemos un poco menos en nosotros mismos. Y lo mismo para el ejercicio, para erradicar los defectos, para las dietas, para vivir de mejor manera. Caemos siempre un poco cada vez, mientras más buscamos ascender más nos caemos y más nos duele, es un círculo infalible.

Me he dejado caer alguna noche en el colchón de la cama a examinar la jornada. Ella estuvo terrible, uno tras otros los acontecimientos me llevaron al límite de la paciencia y de las fuerzas; me doy cuenta entonces de lo hundida que estoy, se me escapan algunas lágrimas descorazonadas. ¡Ay!, Dios-mío, un efecto dominó desató catástrofe tras catástrofe. Por la mañana yo estaba de buenas y con excelente disposición, pero de pronto algo no salió bien y, ahora que estoy acostada, en penumbras, y llorosa, me percato de que he caído en lo más bajo, y lo peor de todo es que en ningún momento tuve control sobre los sucesos, simplemente me fui en picada y ni cuenta me di.

Y qué decir de las caídas internas; momentos en los que uno se siente inmensamente triste a pesar de que en apariencia todo va muy bien. Uno de esos días en que uno se descubre acurrucado en algún sitio inmensamente hundido, inmensamente solo, inmensamente decaído. Una persona se acerca y nos pregunta “¿Qué tienes?”, y nos quedamos silenciosos y un poco apenados porque no tenemos nada… nada, y mejor no me digas nada que no estoy para nada, déjame solo y vete. Y solos quedamos y más tristes que nunca. El desplome es también inadvertido, es raudo y sistemático, increíblemente destructor.

Pero también se cae enamorado. Se cae embebido por la dulce droga de ver los propios ojos reflejados en otros ojos. Se cae en el sabor de una saliva ajena, en el aroma y la tibieza del sudor de otro cuerpo, de los espacios afines que uno quisiera prolongar por siempre. Hallamos nuestra esencia en otro, nos redescubrimos más felices que nunca, más plenos, más libres, sin darnos cuenta de que en el volar está la caída, irremediable, insondable, fatua.

Luego, no somos tan indispensables. La caída es una y se prolonga al final de nuestros días y, por lo demás, en cada pequeña caída alguien más estará presto para suplirnos, porque en la sociedad nadie es imprescindible; no se detienen las horas porque tú llegaste al fondo, y lo más probable es que muy pocos notarán nuestra ausencia, sea momentánea o permanente, cuando no estemos más. Así de mal agradecidos somos, así se las gasta el mundo con cada uno de sus seres.

Caigamos, pues, en el despeñadero de las horas. De caer no nos salva nadie; se cae con sonrisa o envueltos en llanto; se cae de destino o por elección propia; se cae a mansalva y no hay remedio. La plusvalía de los días no deja tiempo para mirar en un espejo cómo vamos cayendo; conviene entonces saberlo para no estar desprevenidos, para caer de buenas y con la mejor cara, para reírnos mucho antes de estrellarnos por completo, antes de que el precipicio se haga certero, antes de que todo se acabe.

 

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La caída >> Óleo >> Mariano Aguilar

Nidya Areli Díaz nació en la Ciudad de México el 30 de noviembre de 1983. Poeta, narradora, crítica, editora, promotora y gestora cultural. Egresada en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Cursó durante varios años el taller de creación literaria impartido por el poeta Julián Castruita Morán en el Instituto Politécnico Nacional. Entre 2004 y 2007 fue miembro del Foro de la Décima Irreverente liderado por el productor, editor y etnomusicólogo Rafael Figueroa Hernández. Ganadora del segundo lugar en el Concurso Interpolitécnico de Poesía en 2001, y del primer lugar en 2002. Ganadora en 2012 del tercer lugar en el certamen de cuento Ciudad Imaginada organizado por Office Max y el Gobierno del Distrito Federal. Colaboró en 2013 con la Academia Mexicana de la Lengua en la revisión, corrección y actualización del Diccionario de mexicanismos. Su obra poética y narrativa ha sido publicada en diversas antologías y revistas impresas y electrónicas.

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