BAJO EL CEREZO

por Lord Crawen

En el silencio de la noche, pierden su espíritu. Son tantas, que olvidamos sus rostros y nombres. Una lista interminable suma; decrecen valores como el perdón, la empatía y el respeto. Gana la maldad, aquella que ni el mismo demonio podría encarnar. Mujeres marchan hacia su perdición, seres marchan hacia su encuentro. ¿Es acaso éste el mundo que merecen? La justicia es ciega y nada solemne con las víctimas, enmudecida y tardía. Debo mencionar que hay posibilidades más allá de nuestras mentes, para buscar de alguna forma el ejército de la justicia que no se encuentra en el plano terrenal. Esto va dirigido a todas ellas.

***

La vida comienza cuando uno menos lo sabe. Venimos a cubrir un espacio en este sitio con llanto y nos vamos de igual forma. Para algunos, así es su ciclo. Otros, debemos estallar en lágrimas mientras estamos con vida; sin respuesta vagamos en la pena embargada por sucesos que no entendemos. Así sucedió aquella noche de primavera, cuando los cerezos, en todo su esplendor, cobijaron mi joven piel; la noche en que abracé a un árbol mientras mi ser, abrasado por la furia, estalló en tristeza, horror e injusticia.

Doce días sin saber de mi madre.

La autosuficiencia fue su base de educación a falta de una figura paterna. Nunca me enseñó a odiar a los hombres, pero sí a tener cuidado de ellos. Nuestra vida floreció como las tardes de marzo en aquel árbol favorito, cuando al salir del trabajo la esperaba cada tarde para comer juntas un refrigerio mientras se ocultaba el sol. El único día en que aquel árbol no nos prestaba su sombra eran los domingos, cuando salíamos de viaje a cualquier sitio. Las relaciones madre e hija se fortalecen en el momento en que todo nace de una necesidad igualitaria: la protección.

A finales de mi carrera profesional, adquirí un trabajo de limpieza donde mi madre desempeñó todo su tiempo y vida. Estaba a unos años de jubilarse y yo, de terminar mi carrera. A pesar de ello, mi madre se conservaba joven a sus años, los cuarenta —dicen— son los nuevos veinte. Aprendí a ser cautelosa con los hombres, a esforzarme, a trabajar arduamente para conseguir lo que mi madre no consiguió, y a cuidar de ella en su ya cansado cuerpo y espíritu.

El examen final me impidió esa noche asistir al trabajo. Tardé más de la cuenta en resolverlo, debía asegurarme de conseguir la nota final y, por supuesto, un trabajo bueno. Salí de noche y pensé que mamá estaría esperando bajo nuestro árbol. Llegué al lugar cuando el sol ya se escondía tras las montañas y la figura de ella no aparecía por ningún lado. Volví a casa y tampoco estaba. Alarmada, acudí a la policía, quien hizo poco para buscarla en ese momento. Volví al trabajo a preguntar. Las respuestas fueron que nadie la había visto. Hablé con el supervisor, quien aseguró haberle dado su salida en tiempo y forma; después de esto, no supo nada más. Me comentó que hablaría con los jefes del edificio para saber si alguien sabía algo, pero no obtuve respuestas. La noche se alargaba y mamá no volvía. Cansada, decidí irme a dormir, esperando escuchar la puerta abrirse y sentir el típico aroma de mamá. Correría a abrazarla y, en llanto, asustada, me consolaría entre sus brazos.

El mundo siguió su curso. Mamá no volvió a casa.

Fui al trabajo para terminar aquello que mamá no había terminado, y encontré el baño sucio. Una ennegrecida sustancia lo cubría. Hice lo posible, pero había zonas que no pude limpiar. Le comenté al supervisor y él se comprometío a verificar con el personal el estado de aquel sitio. Me dejó salir temprano para acudir de nueva cuenta a la policía, justo para obtener la respuesta vacía de siempre: “Estamos buscando, no es el único caso”.

Regresé bajo la sombra del cerezo y lloré. Me arrodillé ante el árbol y lo abracé. Sus hojas cayeron sobre mi cabello, esperando de alguna forma que la naturaleza reconfortara mi pérdida. “Mamá está muerta”.

Lo pensé. El árbol lo sabía. Una frialdad se arrastró sobre toda la médula espinal, como un toque frío proveniente de algún sitio. Voltee la mirada y sólo encontré el edificio donde trabajábamos. El silencio se hizo presente, mis sollozos interrumpían en espasmos la quietud. Volví a casa, mamá debía esperarme. “Mamá está muerta”. Mi mente era realista, mi corazón no quería aceptarlo, mi cuerpo y espíritu estaban quebrantados.

Otra mañana y mamá no volvía. La rutina de siempre. Olvidé el examen y la entrevista de trabajo. El baño seguía sucio, con aquella oscura sustancia. Escuchaba pasos en todos lados. El supervisor no decía nada, no tenía información. Volví al departamento de policía. Seguían buscando: “no es el único caso”. Regresé a la sombra del árbol, los bocadillos sabían a putrefacción. El árbol me recostó, pidiéndome que me calmara. Reventé en llanto, lo abracé. Algo nuevamente se sintió detrás de mí, volteé y observé el edificio. Volví a casa. “Mamá está muerta”.

La noche se acortaba y el día comenzaba nuevamente. La locura escalaba a niveles estresantes. La desesperación se convertía en furia. El supervisor me encontró en el baño golpeando las paredes, aquellas manchas negras no se quitaban. Junto a otras dos personas de seguridad, me retiraron del edificio. Hablamos bajo el árbol de cerezo y me indicó que estaba haciendo lo posible por encontrar a mi mamá, pero hay cosas que no están en nuestras manos. Mamá está muerta.

Salió de mi boca como cualquier otra frase sencilla en el coloquio diario. El supervisor se sorprendió al momento en que lo dije. Lo sabía, pero nadie está dispuesto a lidiar con eso; no existe un manual de vida para lidiar con ese sentimiento de pérdida y confrontarlo día tras día, hasta que también llegue el momento en que el tiempo se detenga para uno. El supervisor trató de consolarme, no encontraba palabras, sólo disentía ante lo que dije y buscaba erradicar de alguna forma la idea en su mente que mis razonamientos le implantaron. Pero ya no dejó de pensar en ella. Se retiró y me dio algunos días para descansar. Si necesitaba algo, no contaría con él, tenía personal “vivo”, al cual cuidar y poner a cargo. “Una empleada desaparecida (“muerta”), no vale para la empresa”.

Mi madre pasó de ser una empleada que generaba números a un número en las listas de lo que nadie se atreve a buscar. Cuando estuvo en las filas del empleo, agradecieron su trabajo, pero entonces los agradecimientos se convertían en palabras que intentaban consolar el espíritu quebrantado de su hija que se partía el alma para buscarla.

Volvía a abrazar al árbol, más tranquila, tras liberarlo todo. El viento levantaba una fracción de polvo del suelo y ahí estaba, debajo de la tierra: una uña. La esperanza recuperó el ánimo. “Mamá está muerta”… No, está debajo. Comencé a cavar. Necesitaba una pala. Volvería de noche.

Al regresar a casa y tener la uña en mis manos, comencé a urdir todos los posibles escenarios, del menor al más aterrador, de que en su silencio… Su silencio. Su eterno silencio. Su discapacidad. Su némesis…

Mi madre nació muda. A pesar de ello, me educó de una forma extraordinaria. Recuerdo por las noches su canción de cuna, solía ser como un ronroneo de gato en sus años juveniles. En sus últimos años, parecía que había aprendido a entonar el khoomi, sin abrir la boca. Era un sonido gutural, de graves en su mayoría, pero aun así sonaba increíble.

Esa noche, comencé a entonar la canción desde lo más profundo de mi garganta, sosteniendo con mi puño el trozo de uña. No volví para excavar, eso lo haría la policía.

El baño seguía sucio, intenté limpiarlo. No comprendía cómo el supervisor no se daba cuenta de la suciedad, siendo el jefe de piso. Acudí a la policía y les expliqué lo de la uña. Harían una orden de búsqueda. Les pedí que no dañaran el árbol.

De noche, comenzaron la labor de búsqueda y encontraron al menos otros dos indicios de mujeres. El horror me invadió. No encontraban a mi madre. El supervisor me acompañó durante la noche y me llevó a casa. Agradecí el gesto. Seguí entonando la canción, sin el trozo de uña de mi madre en el puño; la policía iba a tener que estudiarlo. El canto me dejó exhausta y dormí.

¿Por qué el baño estaba tan sucio? Le mostré al supervisor el lugar, y asintió. Me dejó la tarde libre. No entendí cómo aquellas manchas negras no le causaron siquiera repulsión. Volví con la policía y tenían algunos resultados preliminares. De los tres hallazgos, al menos dos no eran de mi madre. Contactaron a familiares de las posibles víctimas. Volví al trabajo, ese baño debía quedar limpio. Aquella extraña obsesión iba a destruirme. Encontré al jefe de piso saliendo de la oficina y le pedí me dejara abierto para trabajar. Llamó al supervisor y me pidió que me retirara: “no son horarios de trabajo”. Le exigí que me dejara entrar a limpiar el baño. Seguridad nuevamente me retiró del lugar y llamaron a la policía, quienes me llevaron de nuevo a casa.

No dormí, esperé la hora para continuar trabajando. Al llegar, el jefe de piso observó cómo me dirigía hacia su oficina y su baño. Me pidió que tuviera paciencia y en unas horas me dejaría entrar. Nuevamente, llamó al supervisor y me mandaron al tercer piso con el resto. Mi cabeza tenía muchas ideas y se iban uniendo. Era como si mi madre, aun en su silencio, me enfocara en buscarla cerca, justo en el último lugar donde estuvo: el baño del jefe de piso.

El supervisor nuevamente me llamó la atención. Me pidió guardar mesura, el jefe de piso me tenía en estima y sabía lo de mi madre; por ello conservaba mi trabajo. Le pedí que me dejara entrar al baño para limpiarlo, pero asumió que eso ya era una locura total, porque ese baño estaba totalmente limpio. Me llevó, junto con el jefe de piso y, en efecto, aquel baño tenía manchas oscuras en el fondo. Ambos me observaban y llamaron a las autoridades junto a un médico especialista para hablar conmigo. Me dieron otro par de días para descansar. De mamá nadie sabía nada. La tercera víctima no se había podido identificar. Lloré nuevamente bajo el árbol y perdí la noción del tiempo-espacio.

El gutural canto de mi madre se apareció en mi sueño. El árbol extendía sus ramas y me levantaba con calidez. En lo alto de la copa, podía ver todo a mi alrededor. La noche cayó de pronto. El silencio se desplomó. Bajo la sombra, una mujer se refugiaba. Una sombría figura la alcanzó y le tomó ambos brazos. La mujer no gritó, sólo aguardó. El hombre se abalanzó sobre ella y comenzó a besarla. Ella se resistía, pero nadie la auxilió. Comencé a gritarle a la figura, pero no me escuchaba. Tampoco la mujer. Pude divisar su mirada. En la agonía, un atisbo de iluminación vital apareció. La figura la embistió con furia y ambos cuerpos cayeron al suelo. En calma, sonó una canción de cuna proveniente de algún punto de su cuerpo. El árbol me mostró a mi madre, justo aquella noche en la que no estaba con ella. La figura la llevó a su lugar preferido para sus fechorías. Al saciar su necesidad, la figura se levantó y enfiló hacia el edificio. Mi madre, ultrajada, triste y furiosa, se levantó y lo persiguió. Se abalanzó sobre él. Forcejearon. Llegaron al edificio y entraron. Las ramas del árbol se extendían.

Durante la visión, el canto khoomi incrementaba. Tambores llenaban mi mente. No, no era un tambor, sino mi corazón que latía deprisa. Continuaban forcejeando al subir por el elevador. Llegaron a ese piso, al maldito piso, al maldito baño sucio…

El supervisor intentó despertarme. Le hablé del sueño. Me dijo que estaba estresada. Se ofreció a llevarme a casa. Le pedí que me llevara al departamento de policía y accedió.

No había resultados positivos, la otra uña era de otra víctima. Les hablé de mi sueño. Comenzarían investigaciones. Algo los detuvo, necesitaban una orden especializada. Lo tratarían. Arrojé sus papeles del escritorio y estallé en furia. Varios agentes debieron detenerme para, al final, sacarme del edificio. Si supieran que lo único que buscaba eran respuestas, que sabía que mi madre había muerto, mas quería hallar paz completa, ya ni siquiera la justicia…

Mi supervisor me acompañó a casa. Se ofreció a llevarme alimentos más tarde, necesitaba volver al trabajo. Decidí ir con él, pero no accedió. No me estaba diciendo algo.

Al día siguiente hubo muchos cambios. Comenzamos a limpiar los pisos de los departamentos de asesorías, pero las jefaturas de piso y el lobby se dejaron para el final. Antes de salir, me escabullí entre pasillos para no ser detectada. Si nadie nunca había visto salir a mi madre del edificio, no se preocuparían de que yo no lo hiciera.

Por la noche, el supervisor entró en la oficina del jefe de piso. Hablaban de recesión de contrato. Mi supervisor le solicitó que no hiciera dicha recesión. A lo que el hombre, de manera violenta, lo golpeó en la cara, indicándole que era un cobarde. Con temor, mi supervisor se levantó. El jefe de piso le habló de un trato exclusivo, el cual ya había terminado. Necesitaba más “personas”. Recalcó la palabra “personas”. Comprendí su énfasis. El supervisor no estaba dispuesto a mantener dicho trato. Salí de mi escondite y corrí hasta aquel baño. El jefe de piso me observó y el supervisor buscó escapar de las garras de aquel hombre. De un solo golpe, terminó con la conciencia del supervisor. Me persiguió y llegamos hasta el baño, el cual, afortunadamente, no tenía llave. El hombre gritó. Puse el cerrojo, no duraría mucho. Las manchas oscuras eran más grandes. Parecía que danzaban entre las paredes. Iban creciendo, como mi furia. Fuera, el hombre golpeaba la puerta. Al final, cedió. Llegó a la esquina y me revolví en el suelo junto al mueble de baño. Las luces danzaban como las manchas de las paredes. El hombre se detuvo.

Emergió de la oscuridad pantanosa la criptida figura de una mujer. Como un akaname, se presentó ante nosotros. Su larga lengua se dirigió al cuello del jefe de piso. El hombre buscó liberarse, pero le fue imposible ante la fuerza retráctil de aquel ente. El akaname lo atrajo hacía su rostro. La cabeza del hombre se tornó púrpura, iba a estallar en algún momento. Repté por el suelo y, antes de dejar el baño, escuché el ritmo gutural proveniente del akaname, el canto khoomi de mi madre. Volteé y ahí estaba, en su mirada perdida entre el críptido y su naturaleza humana, sus ojos de amor enviaban un mensaje para seguir viviendo.

No volví al trabajo después de eso. Acudí a la universidad por los resultados, me gradué y obtuve un nuevo trabajo bien remunerado. La policía encontró al día siguiente al jefe de piso colgado del techo del baño. No fue lo único que encontraron; objetos de muchas mujeres que trabajaron en los servicios de limpieza a las cuales violó y asesinó en busca de su silencio. El supervisor sostenía un contrato difícil de soltar gracias al jefe de piso: contratar mujeres que fuesen de su agrado para cometer sus actos. Muchas familias, en los días siguientes, tuvieron que vivir con el exultante recuerdo. No todos asimilaron el final de estas historias.

Por mi parte, continué viviendo. Nunca hallaron el cuerpo de mi madre, así como el de otras mujeres. Escuché historias del akaname apareciendo en baños “sucios” por hombres o mujeres asesinados. Mi madre, de alguna manera, en su segunda vida intenta reparar lo que nadie más pudo, siendo parte del extenso akaname.

He vuelto al árbol de cerezo esta primavera, el que me contó en sueños lo que había pasado. Vuelvo a abrazarlo y siento, en su frialdad, la calidez de mi madre. Soy mayor, la última de mi familia. Nunca me comprometí. No tuve familia. Sólo este papel en donde redacto la historia que me ocurrió a mí; misma que podría escribir cualquier persona en mi situación.

El akaname continúa su curso. Mi cuerpo sigue su camino en el tiempo. Mi espíritu busca liberarse más pronto de lo normal. Mientras cierro los ojos para mirar por última vez el paso del viento y las hojas del árbol de cerezo, escucho cómo se acerca levemente el canto khoomi. Se hunde en mi mente.

IMAGEN AL EXTERIOR

La pesadilla >> Henry Fuseli., Suiza, 1741-1825.

Lord Crawen, Jezreel Fuentes Franco nació el 29 de junio de 1986 en la Ciudad de México. Estudió Ingeniería en Comunicaciones y Electrónica en el Instituto Politécnico Nacional; desafortunadamente, su pasión por la literatura y la música lo lleva a formar parte del taller de creación literaria impartido por el profesor Julián Castruita Morán y del taller de creación literaria impartido por el profesor Alejandro Arzate Galván. Participante de Concursos Interpolitécnicos de Lectura en Voz Alta, Declamación, Cuento y Poesía. En 2014 fue finalista del Concurso Interpolitécnico de Declamación. Participó en 4 obras de teatro de improvisación, las cuales fueron presentadas en los auditorios de la Escuela Superior de Ingeniería Textil y en el Cecyt 15. Ha realizado ponencias en eventos de “Literatura del horror” en el auditorio del centro cultural Jaime Torres Bodet. Publicó algunos trabajos para el portal electrónico “El nahual errante”. Actualmente, se desempeña como ingeniero de procesos de T.I.

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