Por Antonio Rangel Reyes
He visto en Facebook una serie de imágenes tituladas “The Social Media Generation. sad but true” (sic). En ellas pareciera que todos los adultos están tuiteando o consultado cualquier mensaje recién llegado a su celular. Un niño pide y exige la atención de sus padres; quienes, mientras tanto, con sus pulgares como gacelas escriben en sus respectivos móviles, hasta que el chamaco grita: “acknowledge me”. Entonces el personaje central de esta pequeña historieta, Marc, toma una foto del berrinche escuintlil y la comparte en el mundillo de Twitter. Posteriormente encuentra dentro de un baño al cliché del junkie en plena inyección. Lo critica, recibe likes y el punto de vista desde el que es caricaturizado el junkie se repite, pero ahora con Marc. las llamadas redes sociales son equiparadas a la morfina o a la cocaína, en tanto que sedan y ofrecen un mundo de reemplazo, abundante en elogios gratuitos. Además, en primera persona se afirma que Facebook y Twitter son padres tecnológicos que sacian al niño interno, pero sin estar detrás ni abusando.
Marc Maron, el creador de la historieta, es un comediante nacido en los sesenta, pertenece a una generación a cuyos miembros yo jamás he considerado verdaderos adultos. Dos de mis hermanas y sus maridos, que nacieron en esos años, me parece que han acumulado primaveras y veranos sin ocupar en mi imaginario el lugar del adulto que me formé cuando era niño. También me cuesta trabajo pensar que tengo la edad que tuvo mi madre cuando yo nací. Quizá sea un mero asunto de percepción, mas acaso haya algo de preocupante en la pregunta que nos tira Maron: We’re adults, right?
Me seduce la forma en que Finkelkraut define al adolescente como un ser que ve líneas rectas ahí donde sólo hay encrucijadas. Por lo tanto, el adulto es quien puede ver las encrucijadas que representan la complejidad del mundo, y así darle cierto peso trágico a la toma de decisiones.
Frente a esto, se puede entonces reescribir la pregunta planteada anteriormente como: ¿Tenemos una mentalidad y una actitud vital suficientemente compleja como para considerarnos adultos? Al ver así reestructurada la cuestión, pienso evidente que la adultez está definida por la mentalidad y no por la edad. Asimismo creo que la crítica contra Facebook o Twitter no es esencialmente diferente a la que en otros tiempos era volcada en su mayor parte contra la televisión, las cantinas, las iglesias o las fiestas patronales; quiero decir que estas dizque redes sociales son las máscaras más novedosas de un viejo problema: la enajenación.
¿Las generaciones que nos han precedido eran de mejores padres? Cualquier pesimista respondería que sí, pero esta mañana me siento optimista y digo que no. Al menos acá en la gran ciudad, he visto recientemente a más hombres atendiendo a sus hijos; y son imágenes que me gustan. ¿Quién, nacido antes de los cincuenta, podría presumir de que su padre le cambió pañales? Por otra parte, el hecho de que la mayoría de las madres trabaje, creo que también da un ejemplo positivo a los niños. Aunque los noticieros insistan en ser zalameros con los que nos gobiernan, no debemos cerrar los ojos a ciertas mejoras sociales.
Sinceramente, desacredito a Finkelkraut y a Sloterdijk en cuanto ven una ausencia de adultos en el mundo actual; a las generaciones que en Europa hicieron las guerras mundiales y consintieron regímenes totalitarios, ¿las podemos consideran más maduras que a las generaciones actuales que en general alientan soluciones pacíficas a los problemas coyunturales?
Por otra parte, el niño interior, ahogado por carencias emocionales, ahí ha estado desde la prehistoria. Es la víctima del choque entre naturaleza y cultura. El desamparo infantil es la sima del malestar cultural, o sea, un pinche abismo en nuestra mente. Hoy en día somos más conscientes de que, a pesar de los cumpleaños, los adultos continuamos teniendo miedo a la oscuridad, aunque la oscuridad en cada caso cambie de nombre: la quiebra, el divorcio, el desempleo, la enfermedad, la clase política, la muerte, etc. Pero conservar ciertos miedos inexplicables, no impide que pensemos o deseemos la iluminación de la madurez y en ese sentido, la pregunta de si somos verdaderamente adultos es un síntoma de reflexión, de complejidad. Si todavía fuéramos adolescentes en lugar de preguntar, afirmaríamos. ¿O no?
Una buena prueba de que sí hay madurez en los nuevos adultos es que ha disminuido la cantidad de niños, si tal cantidad la dividimos entre el total de la población. Por supuesto, hay quien interpretaría esto como indicio de lo contrario, si no tenemos hijos es porque no hemos madurado, ya que con el infante desamparado que cargamos en el sustrato de la mente nos basta y sobra; pero no, volvamos a mirar a quienes sí tienen, no uno, sino varios hijos y hasta regados; se trata de las personas más inconscientes, menos responsables. Esas personas que tienen más hijos de los que recuerdan o que no saben dónde están, o bien, que maltratan sin abandonarlos, usándolos como receptáculos de frustraciones, ¿no son la justificación para quienes no tienen hijos o se cuidan de no engendrar más que moderadamente? La madurez del ser humano no es como la de los árboles, no consiste en arrojar hijos, sino en ser fruto de uno mismo. Perder simbólicamente a los progenitores reales para alcanzar un estado de responsabilidad, lo que en otras palabras se conoce como tener ética.
¿Cuántos hijos lanzaron al mundo las generaciones de adultos irresponsablemente durante el siglo o los siglos pasados?
¿Cuántos embarazos ha evitado la generación tuitera? Supongo que un porcentaje mayor, pero lo cierto es que recordando a algunas niñas que cargan en sus brazos bebés, y de las cuales veo eventualmente publicaciones, siento cierta desazón; ojalá se hubieran clavado más en la enajenación tecnológica. No quiero que se me malentienda. No creo que embarazarse sea una desgracia, ni siquiera a los trece, pero de todas las responsabilidades, procrear es la mayor; una vida frágil, vulnerable en más de un sentido, queda bajo la custodia de dos personas, y muchas veces de una sola. Digo que de dos porque, a pesar de los abuelos o de los vecinos, para el recién nacido en un principio no hay más mundo que el de sí mismo, por tanto está sumamente desprotegido, pues sin conciencia del mundo exterior, este nos devoraría. Un poco después, en la relación con su madre el bebé evita las sensaciones dolorosas. Más tarde, comienza a delinear una figura paternal. Y de ese tiempo, del cual no guardamos memoria, datan las placas tectónicas y los bordes convergentes y divergentes que parten nuestra personalidad.
Finalmente, lo que he tratado de exponer es que cada generación mira el mundo desde su propia perspectiva; por ello madura a su manera. Me parece que la forma de madurar en nuestros tiempos, en efecto, está “conectada” con la tecnología y las “redes sociales”, pero tales vínculos para mí no son muy preocupantes ni tristes, sobre todo en comparación con máscaras anteriores de la enajenación. Pero todavía hay mucho más que decir, porque la pasión por comprender la complejidad del mundo está ligada a la pasión por compartir opiniones y experiencias.