ERIAL

por Nidya Areli Díaz

Por Nidya Areli Díaz

Otra vez había pasado la peor de las noches, el insomnio me tenía nulificada a primera hora de la mañana. Salí de casa. Estaba esperando el bullicio de cada día, la incompletud de los instantes, los rostros fragmentados de los desconocidos del diario. Iba al trabajo con la prisa de siempre, todavía sin rímel en las pestañas, apenas con el pelo anudado por detrás, y fue entonces que me di cuenta de lo sola que estaba la calle. Al principio no le di importancia, pero mientras continuaba caminando, me llamaba más la atención. —Un momento —me dije, —esto debe ser sólo una coincidencia, ya más adelante alguien saldrá de algún lado. Pero no fue así, la calle estaba completamente sola, y todo el trayecto a la parada del camión permaneció así sin más. Me detuve entonces a esperar la combi o lo que pasara primero, un poco temerosa a esas alturas de que no llegara nada nunca más y me tuviera que regresar a mi casa. Pero afortunadamente sí pasó, justo a los cinco minutos de estar ahí parada sin ver ni una sola alma. Le hice la parada y me subí pronta y casi alegre de que no se hubiera acabado el mundo siendo yo la única sobreviviente, como en la película de Matar a Dios. Mas, para mi sorpresa, no había nadie más al interior. Sentí un ligero escalofrío. Permanecí un rato en silencio. Luego le pregunté al chofer, en un intento por sobrevivir a mis terrores casi absurdos, si sabía qué había pasado, por qué las calles estaban solas y la combi estaba sola y todo estaba solo. Pero el chofer desde su lugar, en la parte delantera, no parecía escuchar nada. No me respondió. Yo me impacienté y, ya en franco pánico, me recliné sobre el vidrio de la ventana, con unas ganas de llorar incontenibles y la certeza de que me estaba llevando la chingada, pero en esta ocasión y por primera vez, de a de veras.

Cuando llegué al metro saqué las monedas de la cartera y le extendí al conductor el importe del pasaje por el hueco de la cabina delantera. —Subí en la Rosa —le dije, y aquél extendió su mano y recibió las monedas sin decir nada. Sólo paró en seco el vehículo a la entrada de la estación del metro. Yo abrí la puerta y me bajé, perpleja todavía del ambiente del transporte al que nadie más se había subido en todo el camino de treinta minutos, y porque en la calle, a través del cristal, no había visto caminar por el mundo absolutamente a un solo peatón. Coches sí, debo decirlo y, sin embargo, ninguno de los conductores había cruzado la mirada conmigo en ningún momento, como si se tratara de autómatas. No salía todavía de la amarga impresión, cuando me di cuenta de que en el metro tampoco había absolutamente nadie. Es decir, sí estaba abierto, pero los puestos de siempre, de comida, de chácharas, de periódicos, de lo que fuera, no estaban. Ni había personas en ellos comiéndose un tamal como de ordinario, y ni siquiera cacharpos gritando a todo pulmón en los paraderos; es más, ni siquiera había microbuses o camiones o taxis en ningún lado. Nada. —¿Qué mierda está pasando? —atiné a decirme, y sólo pude seguir caminando como de costumbre, subiendo las escaleras para entrar a la estación.

Al interior otra vez nadie. En la taquilla, detrás del vidrio, una señorita mirando al vacío. Me dio miedo acercarme y seguí de largo hasta los torniquetes. Pasé la tarjeta y entré. Bajé al subterráneo. Esperé en los andenes vacíos con un dejo de zozobra en el pecho. Llegó el tren. Se detuvo. Me metí. Me senté. Nadie más entró. Nadie llegó corriendo para alcanzarlo todavía en tanto se cerraban las puertas. Yo estaba temblando y llena de ansiedad. Pensaba ahora en todas las veces que había hecho caso omiso del resto del mundo y del griterío, en lo indiferente que era para con el resto de los seres humanos, mas, ahora que no se veía ninguno por ningún lado, cuánta falta hacían, cuan sola me sentía, a pesar de nunca haber entablado ningún tipo de conversación con extraño alguno, y de que me chocaran los berridos de los niños que nunca faltaban. —Dios mío, cuánto silencio —pensaba, horrorizada de que éste durara para siempre, y me daban ganas de darle los buenos días a todos los desconocidos con que me había topado en el pasado, al compañero de asiento incidental, al policía de las entradas de todos lados, a los porteros, a los intendentes, a los vecinos…, al mundo, pues, pero esta vez no había nadie, no existía mundo habitado para mí, ni para bien ni para mal ni para nada.

Por fin me cayó el veinte y me di cuenta de que en todo ese tiempo no había sacado el celular. Marqué a mi madre, pero no contestó; sonaba la llamada pero ninguna voz me dijo hola. Marqué luego a mi hermana Teresa. Nada. Después a Elvira. Silencio, sólo el timbre. A Juan José. Inútil. Sucesivamente a todos los números que tenía guardados. Pero nada, nunca, el timbre, el timbre…, el maldito timbre. Llegamos a la primera estación, el tren y yo, y se abrieron las puertas y no entró nadie ni se vio nadie. Llegamos a la segunda y lo mismo. Llegamos a mi destino y lo mismo. Bajé del tren, salí del metro y caminé al edificio de la consultora. Vi entonces, a lo lejos, que estaba cerrada. Quise forzar la puerta y nada. En esa parte de la ciudad ya no había ni coches ni gente ni perros ni nada. ¡Qué profunda soledad! ¡Cuánto silencio! Grité con todas mis fuerzas. Grité ahogándome. Me dejé caer sobre la banqueta. Me tomé la cabeza con las manos apretando los párpados con todas mis fuerzas. —Tranquila, tranquila… ¿Qué le pasa? —comencé a escuchar a lo lejos. Luego más cerca, más cerca. Levanté la vista y el mundo era otra vez mundo, todo normal, con personas, animales y ruido. Me levanté de la banqueta ignorando a la gente alrededor, compuse mi ropa desaliñada y entré al edificio a checar entrada.

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Nidya Areli Díaz nació en la Ciudad de México el 30 de noviembre de 1983. Poeta, narradora, crítica, editora, promotora y gestora cultural. Egresada en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Cursó durante varios años el taller de creación literaria impartido por el poeta Julián Castruita Morán en el Instituto Politécnico Nacional. Entre 2004 y 2007 fue miembro del Foro de la Décima Irreverente liderado por el productor, editor y etnomusicólogo Rafael Figueroa Hernández. Ganadora del segundo lugar en el Concurso Interpolitécnico de Poesía en 2001, y del primer lugar en 2002. Ganadora en 2012 del tercer lugar en el certamen de cuento Ciudad Imaginada organizado por Office Max y el Gobierno del Distrito Federal. Colaboró en 2013 con la Academia Mexicana de la Lengua en la revisión, corrección y actualización del Diccionario de mexicanismos. Su obra poética y narrativa ha sido publicada en diversas antologías y revistas impresas y electrónicas.

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