Por Tania Susano
El calor la despertó más temprano que de costumbre, sin darse cuenta se había quitado la bata de dormir durante la noche. Se estuvo largo rato mirando el techo de su habitación, repasando los quehaceres del día, esperando que el gallo le dijera la hora, pero el gallo no cantó. Ahora que lo pensaba, tampoco lo había escuchado la madrugada anterior, ni la de hacía dos días. Se levantó, se asomó por la ventana, ya la noche tenía tintes de azul. Abrió el ropero para buscar uno de sus pantalones, se decidió mejor por una falda.
Lo primero que hizo fue ir por leña para el fogón.
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—Mírate, con esa falda, te vas a rasguñar las piernas, te ayudo —le dijo Demetrio que pasaba por ahí.
—No, yo puedo. No vaya a ser que te mire tu esposa.
—MI esposa está dormida. ¿No será que el que nos mire sea tu marido?
—Ése ya hace rato que anda por el campo, arreando chivas. Ya que estás de ofrecido mete estos troncos a la cocina, ahí me los dejas. Mientras voy a ver a mis gallinas.
Demetrio dejó la leña y se despidió.
—Luego nos miramos. Cuídate esas pantorrillas.
Concepción apenas si lo escuchó, estaba dentro del gallinero. Las gallinas se hallaban todas alineadas en sus tablas, como jarros acomodados. Buscó algún huevo entre la paja, en los comederos, en los nidos, pero no halló ninguno. La cosa ahora sí estaba más rara, ayer tampoco había encontrado ni un huevo. En ese momento apareció el gallo en la puerta, algunas de las gallinas bajaron de las tablas haciendo escándalo y, entre aletazos y picotazos, no lo dejaron entrar.
—Ni modo, mano. Por lo que veo, te tocó dormir afuera. ¿Tan triste estás que por eso no cantas? ¡Ay, Gallito, Gallito!
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Ya en la cocina, preparó los primeros alimentos y despidió a los niños para la escuela. Después se encaminó a la tienda.
—Ahora sí, comadre, enseñando pierna —le dijo Eufrasia
—Es que hace harto calor. Anoche hasta tuve que dormir desnuda —le contestó casi al oído.
El comentario causó la risa de Eufrasia, que le dio el consejo de cerrar bien la ventana para evitar los aires que se cuelan en la noche.
—Oye, por cierto, mi gallo no quiere cantar, lleva cuatro días mudo. Y mis gallinas no quieren poner huevos, hoy corrieron al gallo.
—Mis gallinas también llevan días sin poner.
—¿Y tu gallo?
—Pues no, ese sí cantó esta mañana… o ya ni me acuerdo.
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Se despidieron. Al regresar a casa, El Viejo ya estaba ahí.
—¿Hay algo para desayunar? —preguntó.
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Ella no contestó y se limitó a poner café, pan y frijoles sobre la mesa.
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Su día transcurrió entre las labores de la casa. Por la noche, ya en su recámara, se desnudó; se disponía a vestirse la bata, pero se le puso en frente el espejo del ropero. Miró su cuerpo, quizás era la primera vez que lo veía completo, así, de frente, y no fragmentado como cuando se bañaba, o cuando se vestía y desvestía. Lo que más le sorprendió fue mirar su cabeza, su rostro pegado a ese cuerpo. Se quedó quieta. —¡Qué pena!… ¿o no? —se dijo en voz muy queda. Apartó la bata y se metió a la cama desnuda. Desde que El Viejo dormía en el cuarto de abajo, ella “dormía a sus anchas”, decía, dibujando una sonrisa.
Por la mañana, nuevamente fue su reloj interno y no el canto del gallo, el que la despertó. Esta vez lo primero que hizo fue darse un baño. Para vestirse eligió una falda verde, y así, con una mañana que prometía tanto calor como las anteriores, comenzó el día. Más tarde, estaba desgranando maíz, en el tejadizo del patio, cuando pasó Demetrio nuevamente.
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—¿Te ayudo?
—No, yo puedo sola.
—Uy, esa falda está más bonita que la de ayer.
—¿Qué tu esposa no tiene faldas?
—Sí, pero no tan bonitas.
—Lástima por ti.
—Ya me voy, no aceptas ni un piropo.
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No le contestó. No es que no le gustaran lo piropos, el que no le gustaba era él. Le molestaba que un tipo tan feo, como éste le parecía, se fijara en ella. —Si me los dijera el maestro nuevo, otro gallo cantara —pensó. Desgranó la última mazorca, se lavó las manos, se puso un poco de esa crema perfumada y salió.
Sus hijos se sorprendieron al verla afuera de la escuela.
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—¿Y ahora, má?
—Pues ya ven, tenía un tiempito… Buenas tardes, maestro, ¿qué tal mis hijos?
—Bien, señora. Me gustaría comentarle lo de las faenas para el huerto, pero… ¿podrá venir mañana?
—Sí, claro, mañana lo veo.
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Caminó con sus hijos a un lado y se cruzó en la calle con Eufrasia.
—Oye, ahora sí me fijé, mi gallo no cantó en la madrugada, y las gallinas siguen sin poner, además de que andan bravas. El gallo quiso pisar a una ayer, y ésta se le fue encima.
—Ya veo que tú también sacaste las enaguas, ese vestido no te lo conocía.
—Es que, como dices, hace harto calor. Así anda una más cómoda.
—¿Qué vamos a hacer con las gallinas?, ¿Serán nada más las nuestras?
—No sé, ¿y si vamos al rato a ver e Elena y a Griselda?
—Vamos, pues, pasas por mí después de dar de comer.
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Los niños se adelantaron, el resto del camino lo hizo sola. Recordaba el día que el maestro llegó al pueblo, sus ojos no podían dejar de mirarle, le llamaba la atención lo clara que era su piel, en el pueblo no había ningún un hombre con una piel tan blanca. Recordaba esa reunión en la que él los había animado, a ellas y a los alumnos, a tener un huerto; les habló de las hortalizas, de todo lo que podían sembrar, y no sé qué tantas cosas más, pero ella sólo podía ver su mandíbula, no sabía por qué, quizá fuera la perfección del ángulo en ele, pero ella no lo sabía. No podía dejar de mirar también, sus ojos color miel, y sus manos, sus grandes manos… Cuando le preguntó si tenía semillas que pudiera aportar, ella no supo qué contestar.
Tal como había acordado con Eufrasia, por la tarde se reunieron con algunas mujeres del pueblo y todas refirieron lo mismo: los gallos no querían cantar y las gallinas no ponían huevos. Anduvieron de casa en casa, en el recorrido se juntaron otras señoras más, todas manifestaban la misma historia.
—Si ustedes están alteradas, imagínense yo —manifestó Alfonsa, mientras se secaba el sudor de la cara —ya ven que vendo mis huevos en la plaza y no he llevado estos días; mis marchantas van a cambiar de puesto.
—¿Será el calor? —preguntó Elena, airándose con el sobrero —ha estado muy fuerte, el ganado nomás se la pasa en la sombra todo repegado.
—¿Cómo va a ser el calor? —contestó Griselda —es el aburrimiento.
—¡Ándale!, estás peor tú —le dijo Eufrasia —los animales no se aburren.
— ¿Cómo no?
—Yo creo, que es el climaterio, por eso las gallinas no quieren al gallo —dijo Concepción, que poco a poco se había encaminado debajo de un pirul, mientras todas las mujeres la seguían.
—No, ¿cómo vas a creer? El climaterio es otra cosa —contestó Elena.
—¿No quieren al gallo?, o más bien ¿no quieren a “su” gallo? —preguntó otra de las mujeres.
—¿A poco quieren otro gallo?
—¿Cómo van a querer otro gallo?
—Pues a lo mejor. ¿Tú no quisieras otro gallo?
—Yo sí. Dijo Concepción.
—¿Y eso es el climaterio?, ¿querer otro gallo? —preguntó Eufrasia.
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Y todas soltaron la risa.
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Después de un rato de hablar y hablar, las mujeres acordaron cambiar de gallos a sus gallinas. La decisión fue prestarse los gallos las unas a las otras. Quizás así, las gallinas dejarían su agresividad y aburrimiento y volverían a poner huevos. Una hora más tarde se vio desfilar por las calles del pueblo a las mujeres con rumbo a la iglesia; todas llevaban en brazos, o debajo de él, al gallo de la casa, para intercambiarlo por otro.
Concepción regresó a casa con el gallo ajeno, lo soltó dentro del gallinero. Las gallinas, que estaban aparradas, se despabilaron y se mostraron curiosas. Ella regó sus plantas y subió a su recamara. Se desnudó nuevamente y, a propósito esta vez, se puso frente al espejo, mientras se tomaba una taza de té.
A la mañana siguiente, la despertó el canto de un gallo, no el de su casa, uno lejano. Después del medio día se dio un baño, se puso un vestido, se peinó, dejó suelta su cabellera negra y salió rumbo a la escuela. El maestro le informó sobre la faena, que había que poner una cerca, remover la tierra que con el calor se había endurecido, regar por las tardes… Ella escuchaba con atención, pero a él se le comenzaron a enredar las palabras, cuando sus ojos se fijaron en el cabello de Concepción, y hubo un pequeño silencio cuando su nariz percibió el aroma que despedía la piel de Concepción y cuando puso sus ojos en los hombros desnudos de Concepción, tuvo que moverse y dar por terminada la conversación, simulando arreglar unos papeles. Ella entonces sonrió un poco por dentro, eso podría tomarse como un buen piropo, pensó. Salió de la escuela orgullosa de sí y de sus hijos.
Pasaron algunas semanas, antes de que las primeras gallinas de aquel pueblo se decidieran a poner huevos, pero lo hicieron por fin, entre un canto unísono de cacaraqueos. Días más tarde, nuevamente se reunieron las mujeres debajo del pirul, llevaban los gallos prestados bajo el brazo. Hablaron sobre los cantos de estos en la madrugada, sobre los tamaños de los huevos que las gallinas habían puesto, y sobre otras cosas más. Al final, llegaron a la conclusión de que el calor de la canícula de ese año era lo que había afectado a las gallinas del pueblo. —Eso fue —dijo Eufrasia —el climaterio, ese que le llaman, ha estado peor que nunca —y todas asintieron.
Al Final, de común acuerdo, decidieron no devolverse los gallos.
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IMAGEN
Desencuentro íntimo >> Marco Ortolan
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OTROS CUENTOS
La promesa >> Iván Dompablo R.
El insignificante acto de desaparecer un elefante >> Eleuterio Buenrostro
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Tania Susano es egresada de la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesionista independiente en la enseñanza del español, la Literatura y el Fomento a la Lectura. Lectora en voz alta de los montajes Las Insurrectas de la Literatura; La Tierra Que Nos Dieron, conmemorando al escritor Juan Rulfo y El Amor, recital de poesía y música. Docente del Diplomado Interdisciplinario para la Enseñanza de las Artes en la Educación Básica, que dirige el Centro Nacional de las Artes.
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