Por Eleuterio Buenrostro
Cuando eran las cinco y media de la mañana, Elida López llegó al rancho cansada de tanto caminar. Traía en sus muñecas marcas y tiras de cinta canela. Se le veía ojerosa, el pelo enmarañado y el rímel corrido bajo sus hermosos ojos oscuros. Demetrio, su esposo y líder de los hermanos Iñiguez, la vio entrar a casa siendo tarde para recién llegar y muy temprano para estar despierta. Aun no aparecía, en el horizonte, el sol abrasador del mes de julio, en el valle de Mexicali, y ya el ambiente se presentía caluroso. Elida explicó a Demetrio que parte de la noche la había pasado con Alonso Bermejo. Entre sollozos dijo que lo quería y que nada se comparaba con el placer que el amante le proporcionaba.
Demetrio, henchido en ira, levantó a sus hermanos, Lorenzo, Oscar y Salomón. Cargó con armas de alto calibre y condujo su troca con destino al rancho Bermejo, en busca de Alonso. Las rencillas entre familias se conocían de generaciones, pero esta vez habían sobrepasado los límites.
Al ver que partían armados, Elida corrió tras ellos, intentando detenerlos en un grito. Demetrio, haciendo oídos sordos, abandonó el rancho dejando un rastro de polvo tras de sí. Elida había omitido que la otra parte de la noche la había pasado amarrada a un álamo, que Alonso había descubierto un hurto de su parte y que su castigo, en el álamo, se había convertido en la saña con que ahora le procuraba un problema.
A las cinco cincuenta y cinco de la mañana Alonso Bermejo cuidaba del rancho en una casa rodante. Regaba las plantas de un pequeño jardín mientras esperaba una llamada. Había dejado órdenes estrictas, a unos albañiles que laboraban en la propiedad, de que cuando arreciara el sol, y partieran a comer, se cerrara la casa, pues debía salir de urgencia.
El teléfono celular sonó y Alonso contestó con evasivas: Sucede que me robaron el dinero, por eso intenté localizarte temprano. Dame un par de minutos y llego a tu casa para explicártelo personalmente, dijo y colgó.
Alonso cerró la llave del agua en el momento en que el carro de los hermanos Iñiguez irrumpió al rancho. Todo fue tan sorpresivo que no alcanzó a reaccionar. Del carro bajaron Lorenzo y Oscar, amagando a dos de los albañiles. Los obreros tiraron las palas al suelo y levantaron las manos instintivamente, sin que nadie se los pidiera.
Salomón y el iracundo Demetrio se acercaron a Alonso. Este último le apuntaba a la cabeza, mientras profería palabras inaudibles a la distancia de Ulises Enríquez, el tercero de los albañiles que permanecía escondido tras unos arbustos.
Cuando dieron las seis de la mañana, Ulises, temblando de miedo, cerró fuertemente los párpados al escuchar las primeras detonaciones. Cuando hubo abierto los ojos vio caer a su hermano Leonardo, seguido por el menor Tomás. Escuchó la voz de Alonso proferir a gritos: ¡Ellos que te hicieron pendejo!, luego vinieron más detonaciones y Bermejo, aun con manguera en mano, también sucumbió a la muerte.
Omar se llama mi amigo y medio hermano de Alonso. No le gusta hablar del tema. En el instante en que sus ojos se llenan de lágrimas resiste, como macho que es. La historia la hilvané de a poco, pues nunca la cuenta de tirón. Dice que en el diario apareció la foto de su hermano tendido en el suelo. Que cuando se trata de otra persona uno no siente nada, pero que tratándose de su sangre es diferente. En el periódico se dijo que había sido un ajuste de cuentas entre narcos. Que gracias al suceso habían encontrado una fábrica de droga sintética.
A los seis días los verdaderos dueños de la fábrica mataron a tres de los cuatro hermanos Iñiguez. De Demetrio se sabe que escapó a los Estados Unidos. Haciendo cuentas deduje que no debe temer por su vida. El estimado del Diablo en hora, días y número de muertos, para el caso, fue cobrado con puntualidad.
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