Por Roberto Marav
El niño quedó solo dentro de la cueva a merced de cualquier amenaza, mientras sus padres salieron a ahuyentar a una manada de hienas recién llegada que les robó los restos de carne seca que habría de alimentar a la familia por toda una semana. La criatura, de tan sólo un año y medio, tuvo su primer encuentro con el mundo, es decir, con la naturaleza.
De aquel jardín tan bien acondicionado, no volvió a tenerse conocimiento más que en historias y sueños pueriles. Ahí sucedió lo que para muchos pudo haber cambiado el destino de toda la humanidad y, quizás, de todos los seres extintos. Existen muchas y variadas historias de lo que aconteció allí, en ese pedazo de tierra primigenia y mitológica del que se han ido recabando datos científicos a través de la historia del hombre acrecentando la veracidad a la hora de la reconstrucción de los hechos.
Para direccionar mi versión de la historia, es necesario que me remita a otra de tantas que corren por el mundo. Ésta, aún siendo muy parecida a las otras, tiene ciertos aspectos que apoyan e identifican a lo descubierto por mí, pues cuenta la leyenda que una vez localizada la serpiente a unos pocos centímetros del niño que se arrastraba a gatas con absoluto albedrío por el mundo recién descubierto, tronó una voz en lo alto del cielo advirtiendo a ambas partes de las consecuencias que tendría en su destino cada palabra y la decisión que tomasen el uno con la otra. El niño, irguiéndose como por la inercia de la imperiosa voz, dijo: Detente. Sé quién eres y de lo que eres capaz. Yo, también poseo esa facultad. ¿No sabes que todavía no es tiempo de morir? Y la serpiente le contestó: Lo sé. Por eso estoy aquí.
Este pequeño intercambio de palabras sucedió entre un meteoro de aluviones y estremecimientos geológicos perpetuados por siderales rotaciones astronómicas, caso bastante común entre todas las versiones y preámbulo al triunfo del hombre y su descendencia sobre todas las especies en la carrera de la evolución y la supervivencia.
Lo que sí puedo atestiguar con certeza es que cuando llegamos, encontramos a nuestro pequeño tirado sobre la tierra, con la carita paralizada de pavor, mirando con ojos desorbitados directo a la serpiente aprensada aún por su manita dura, mientras aquella todavía trataba de huir desesperadamente con las pocas fuerzas que le quedaban.
El niño jamás volvió a ser el mismo: se tornó taciturno, reservado y nunca más se atrevió a exponerse así a lo desconocido. Creó todo tipo de armas tanto defensivas cuanto más ofensivas, especializándose en el levantamiento de murallas impenetrables que ni él mismo supo ocupar. Su piel se decoloró y tuvo que vestirse con diversas pieles y plumas multicolores para no parecer vulnerable a la vista de cualquier potencial amenaza.
Está por demás decir que dimos caza a toda criatura que le causara temor a nuestro niño, pero el veneno de la serpiente quedó incrustado en la epidermis de aquella inocente criatura que hemos de recordar por los siglos de los siglos.