Por Alberto Curiel
Algunos dicen que todavía quedan unos cuantos deambulando por ahí. Aunque hace años que no he visto a ninguno.
Hace tiempo existió una especie muy distinta a cualquier otra. Ellos cambiaron nuestra forma de ver el mundo, ellos casi nos eliminaron.
Hay quien asegura que en su origen eran como nosotros y con el tiempo mutaron, se volvieron locos, enfermaron. Otros tantos dicen que procedían de otro planeta, o que nacieron de la tierra, pero la tierra… no crea monstruos. Aquellos eran seres indómitos, irracionales, los individuos más nefastos que el universo pudo concebir. Se multiplicaban extraordinariamente rápido, y se adaptaban a igual velocidad. Caminaron entre nosotros mucho antes de percatarnos de su nocividad; no había manera de predecirlo, parecían criaturas inocuas, incluso ingenuas; hasta que principió el exterminio. Los que corrimos con mejor suerte, fuimos expulsados de nuestros hogares, los más, fueron devorados, destazados o ejecutados. Erradicaron a la mayoría. Ni siquiera los portentosos blancos con su gran estatura y su asombroso poderío pudieron hacerles frente.
Aún reservo un pequeño resquicio en mi memoria para la noche en que los vi por primera vez. Uno de ellos… asesinó a mi padre. La luz de la luna iluminaba el horizonte tenuemente y la brisa acariciaba nuestros cuerpos al caminar. Cuidamos muy bien nuestros pasos procurando no hacer ruido, escrutando entre los árboles, buscando fantasmas, siluetas, sonidos. Fue entonces cuando los escuché; al menos quince esperpentos nos vigilaban agazapados detrás de un pequeño montículo de tierra que se encontraba a algunas decenas de metros justo frente a nosotros. Uno de ellos se acercó ávido y veloz, rugiendo con estruendo, mientras su hedor inundaba mis pulmones. Su olor era inconfundible, apestaban. Cientos de veces pude olerlos, pero mis ojos jamás los habían encontrado.
De pronto, surgió frente a la luna una figura escueta que permaneció estática en la oscuridad, distante. Rugió de nuevo y mi padre gritó de dolor. Mi padre era fuerte, grande y poderoso, pero ni siquiera pudo acercársele. Intentó comunicarse con él; sin embargo, fue inútil, aquella bestia era irracional, imbécil. Esas cosas poseían un poder sobrenatural, un fragor se desprendía de sus cuerpos, y nosotros caíamos al suelo inmediatamente. Mientras mi padre agonizaba, pudo indicarme un sendero seguro por el que pude huir y desdibujarme en la oscuridad.
No había manera de combatirles, o de tranquilizarles, aquellos eran ciegos y sordos. En muchas ocasiones se probó departir con ellos, no obstante, los valientes que se atrevieron a hacerlo, terminaron aniquilados o atrapados en jaulas. Por consiguiente, convenimos estudiarlos, conocer sus debilidades y fortalezas, debíamos advertir a cuántas criaturas nos enfrentábamos, si es que queríamos tener posibilidades de defendernos. Determinamos unificarnos todos, y con todos, me refiero a absolutamente todos los habitantes del planeta. Únicamente por ese método, quizá, tendríamos éxito. La iniciativa proliferó con celeridad, ni uno solo se negó a participar en dicha revolución. Algunos espías enviados por nosotros se infiltraron en sus comunidades y durante años analizaron su modo de vida.
—¡Internarse en su reino resulta tan repugnante! —Dijeron—.
“El aroma, el bullicio, la multitud, el ruido tan profundo y tan ubicuo que enmudece al pensamiento mismo. La polución producida por cada uno de ellos, cada pequeña porción uniéndose a la otra y a la otra, desde el más pequeño al más grande, y verle volviéndose gigantesca en el aire a cada paso mientras intentas huir y te alejas. Sus ojos son como roca fundida y su boca fétida cueva de donde nacen los esbirros que sirven a los cerdos más grandes y gordos, y hunden a los más endebles. Son imposibles, incomprensibles, inútiles, aciagos… Esos seres tienen prisa por vivir”.
Aquello lo relató uno de los espías en su regreso, al tiempo que su faz ajada adoptaba gestos desgarradores y su mirada estupefacta se iba perdiendo más y más en la oscuridad de su alma corrompida al haber presenciado la civilización de los monstruos. El pobre falleció pocos días después.
El número de endriagos se calculó en miles de millones, cantidad por nadie esperada. Se encontraban seccionados por razas. La cepa se había subdividido, y esas subdivisiones representaban distintas naciones. Descubrimos que crearon infinidad de lenguajes bizarros, baladíes, que servían exclusivamente para relacionarse entre ellos. El lenguaje del mal sólo puede hablarlo un ser antinatural, no sirve para expresarse en el cosmos. Entendimos porqué jamás pudieron escucharnos.
Caminar entre sus ciudades desaseadas era andar entre ratas, algunas más grandes y gordas, otras más pequeñas o más pestilentes; difícil era distinguirlas, todas iban juntas, corriendo y parando en el mismo momento, consumiendo todo a su alrededor. Aquello era indescriptible, inexorablemente finiquitarían por completo con su irrealidad. Contrario a lo que pensábamos, estos adefesios eran mortales, vivían menos de cien años, pocos perduraban más allá. Respiraban con el único propósito de poseer, ¿qué?, lo que fuese posible. Eran seres egoístas e, insisto, imbéciles. Cada uno ambicionaba detentar más que los otros, incluso establecieron una moneda, quien la poseía, era el dueño absoluto. La creación de este juicio segó sus cabezas, que rodaron por sus adoquinadas calles, rodeadas de luces y cristales. Su sed y su hambre carecían de límites; ellos carecían de conciencia y de inteligencia. Se consideraban “La especie superior”, además de “Hijos de Dios”.
Finalmente no hubo necesidad de combatirlos, se asesinaban unos a otros, o se suicidaban por una moneda o cosas peores, igualmente vacías. Desafortunadamente, eran por sí mismos la enfermedad, el virus. Nosotros: las arterías, el planeta: el organismo complejo. El virus inmolaría al organismo y entonces también moriría él, o, el organismo lo aniquilaría, sobreviviendo así. En ambos casos, el destino del virus era fenecer. Las bacterias que formaban al poderoso virus pululaban alrededor del globo con sus guadañas y sotanas; vigilando su imperio. La prisa por vivir de aquellos, también pudo traducirse como prisa por morir.
Ulteriormente, el coloso casi sucumbió a los ataques provenientes de su incómodo y pernicioso huésped. El virus procuró asirse de sus últimos recursos, pero nosotros fuimos insuficientes para alimentarlos, y ellos habían esfumado los ríos del planeta. La codicia que los nutrió por siglos, fue otrora, que los destruyó. Crear dioses inexistentes, hijo, llevó a esas abominaciones a existir en una realidad igualmente hipotética, a destruirse por nada. Es una fortuna que no vivieras aquellos días de sufrimiento. Me causa una inmensa pena recordarlo. Con todas sus ciencias y su arte, ellos nunca valieron más vivos que muertos.
Poco a poco su número fue disminuyendo, sus ciudades son estas ruinas grises y lúgubres en las que nos asentamos. Cada día que transgrede a través del tiempo, nuestra madre se enfría un poco más. El calor del infierno se disipa. Tú mismo has notado que la vista te alcanza año tras año para admirar paisajes más y más lejanos, y cada vez más agraciados. En los tiempos de aquellos el aire era casi negro. Hoy, esos individuos, sólo forman parte de algunas historias que contamos los osos viejos a sus nietos.
—El sólo imaginarlo me eriza el esqueleto ¿Qué debería hacer si quedara alguno vivo, qué haré si me encontrase alguno de estos seres?
—¡Mátalo!
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uno de mis favoritos de este escritor…