Todo escritor, que se precise de serlo, debe saber que existe un cementerio de letras, ocupando un espacio en un limbo que crece por la pérdida de una oración innecesaria en un escrito, por la suplantación de sinónimos y adjetivos calificativos mal ejecutados o por un editor que borra una repetición o pleonasmo que está de más en un texto, por mencionar algunos. Así, la montaña de letras ve caer en sucesión a locuciones, expresiones y enunciados borrados, como una lluvia de malas ideas que empaña el espacio destinado al destierro de las letras.
Mi nombre es Gordiano Tauro, mis amigos me llaman el guardián de las letras, y muy pocos saben de mi oficio tan peculiar. Todos los días tomo una libreta y me dirijo al cementerio de letras olvidadas. Es una labor que no tiene fin debido a la ignorancia de los escritores que desconocen el paradero de aquellas frases, palabras o letras, que fueron borradas de sus textos. Estoy aquí para hacer valer el sonido de su individualidad como letra, y en mi oficio de cuidador, reordeno y levanto la fe de cada una de ellas, para devolverlas en su forma de frase renovada y que reluzca en su desempeño.
Yo también soy escritor, pero no me desvivo en desestimar una palabra. Pienso antes de escribir y cuando por error cometo un acto que priva la permanencia de una frase en mi texto, y veo que las letras que la conforman tiemblan ante la posibilidad de ser desterradas, pienso, luego escribo el hilo de voces que utiliza el total de sus caracteres, o que la sobrepasa, para que su uso sea eficazmente resuelto.
Hace algún tiempo observé que un escritor liberaba la frase “autor ignorado”, y el peso de esas palabras, que caían sin contemplación, hizo que mi buen oficio se viniera abajo. ¿Qué se hace cuando uno se sabe, como individuo, un autor ignorado? Me puse triste y dejé en descuido mi labor. En aquel entonces, yo era un ser sin nombre y me dejé arrastrar por la locución que se repetía en mi mente sin cansancio: “autor ignorado”, decía; “autor ignorado”, se repetía: “autor ignorado”, continuaba la frase, ciclada en mi mente.
Pasaron los días y, como era de esperarse, con la ausencia de cuidados, el cementerio de las letras olvidadas comenzó a crecer de manera descontrolada, tumbando los muros de contención, llegando luego a las calles que había logrado construir para el flujo de los cuentos y relatos de mi pluma. Todo era devorado a su paso: los autos que sirvieran para una historia, los muros en la barriada, las casas de algún cuento, edificios, parques y demás, hasta sitiar el sitio donde yo gastaba mi tiempo en la depresión por las letras.
Llamaron a mi puerta, era una “te”, seguida de una “o” y una “c”, que se repetían en la onomatopeya: ¡Toc, toc! Los toquidos resonaban en desespero. Al abrir la puerta, un ejército de letras se asentaba frente a mi casa. “Buscamos al buen hombre que no precisa de orgullo para realizar su oficio, aquel que vive en el imaginario y que nos da vida en una nueva obra de alguno de sus tantos escritos”, dijeron al unísono. “Aléjense de mí”, solicité con respeto, “por alguna razón que no entiendo, no puedo realizar mi función con el ánimo que se me solicita”, expliqué.
El ejército de letras, que cada vez era mayor debido a la fuga constante que se daba, me miró fijamente a los ojos. “Acá afuera”, me explicó perturbado, “se ha suscitado un problema mayor. Ya no queda espacio y entre sinónimos y antónimos nos estamos aniquilando, las ideas están desbocadas, luchando unas contra otras; esto es un verdadero caos. Vuelve a tu labor, buen hombre”, solicitó el ejército, “nosotras te necesitamos más que a tu ser aniquilador, ése que no te permite ver que eres más importante que ser recordado como escritor. Te veneramos por tu resolución de cuidar de nosotras, ¿qué importa si los demás no te ven así?”, agregó.
Detrás del ejército de letras, se ocultaba la frase “autor ignorado”, me miraba con timidez, intentando no dañarme como lo había hecho el día que cayó al olvido. Sentí una sensación extraña, fue dentro de mí, como si algo se ajustara en mi alma y me diera una nueva oportunidad para superar la depresión que me dejó sin poder escribir por muchos días; creo que a esa sensación le llaman desapego. “¿Qué voy a hacer con tantas letras que precisan ser llevadas a buen curso?”, pregunté. “Nunca tantas letras fueron suficientes para escribir una historia”, recibí por respuesta.
¿A quién le importa un viejo que a sus cincuenta y dos años ha caído en depresión por ser un autor ignorado?, pensé, y como si el ejército de las letras olvidadas entendiera mi pensar, se señaló a sí mismo, como diciendo, a nosotras, a las historias acumuladas en tu mente, nos importa. “Escribe por el vínculo que nos une”, me dijeron en el silencio que se hace al estar en la intimidad de la hoja. “Por cierto”, dijo esta vez el ejército de letras, a viva voz, “nos importas tanto, que queremos saber tu nombre verdadero”.
Entonces, de detrás del ejército de letras salió la frase “autor ignorado”, en forma de hipérbaton. Tomé la primera de ellas, que era “ignorado”, y haciendo uso de mi oficio, la separé en sus letras: “i”, “ge”, “ene”, “o”, “ere”, “a”, “de” y “o”, y siendo, como soy, un obsesionado de los anagramas, de ellas formé la palabra “Gordiano”, como referencia al nudo gordiano, y símbolo de la depresión; ese obstáculo tan difícil de surcar. Con la palabra “autor”, que se deletrea: “a”, “u”, “te”, “o” y “ere”, formé la palabra “Tauro”, para recordar el espíritu del que estoy hecho. El dolor se fue, sustituido por mi compulsión a las letras. “Soy Gordiano Tauro”, le respondí al ejército e irrumpiendo en una lluvia, se desmoronó en sus partes, para poder formar el hilo de la historia que ahora aquí se escribe. Y así fue como yo, Gordiano Tauro, al cumplir mis cincuenta y dos años, regreso a mi labor solitaria, donde soy yo mismo, un ser querido y añorado por las l e t r a s.
***
IMAGEN
Retrato del escritor Vsevolod Mikhailovich Garshin >> Óleo sobre lienzo >> Ilya Yefimovich Repin