ENJEDUANA O MEMORIAL SUMERIO

por Rosario Ortiz

A Susana Wald 

Yo soy Eufrates. Mi memoria no se ha empañado con el paso del tiempo. Fui creado hace 6000 años, junto con mi hermano Tigris, entonces flanqueábamos la llamada Mesopotamia, ahora Irak. Nuestros cauces desembocaban por separado en el Golfo Pérsico. Dicen que nosotros fuimos creados por el dios Enki (de las aguas dulces). Enki bendijo a Ur, sus árboles y sus cañas, sus bueyes y sus pájaros, su plata y su oro, su bronce y su cobre y sus seres humanos. A mí y a mi hermano, nos llenó de agua centelleante. Fuimos testigos de los primeros habitantes llegados del desierto. Hombres y mujeres que tenían necesidades, sentían y rendían culto a sus dioses. Los laboriosos sumerios o cabezas negras —como ellos mismos se nombraban— pronto convirtieron el territorio en tierra fértil para su cebada, el dorado trigo, guisantes, lentejas, y su ganado; fundando ciudades amuralladas en toda la franja de la media luna. Así nació Uruk, El Obed, Nippur, Lagash, Eridu y Ur, al Sur de Mesopotamia, formando el territorio de Sumer o Sumeria, donde vivieron estos seres extraordinarios, heredando una gran civilización a la humanidad toda. Como no es posible relatarles la impronta de 60 siglos, a pesar del memorial de mi larga existencia, quiero hablar de mi hija predilecta, de grato recuerdo, de gran inteligencia, de grato hablar, de grato nombrar. Allí están las arcillas que dan cuenta de su andar. Ella es Enjeduana, adorno del cielo, alta sacerdotisa del dios lunar An, en su templo de Ur, nombrada así por su padre el rey Sargón de Acad.

Allí está Enjeduana, hace 4300 años. Se observa su cuerpo esbelto envuelto en una sencilla túnica blanca, su brazo derecho al descubierto, recuerdan los juncos de Ur. Su figura se armoniza con su rostro ovalado, finos labios, inmensos ojos negros, nariz regular y cejas arqueadas. Sus pies huérfanos de sandalias, parecen flotar en su paso ágil. Su diadema de flores denota el ceremonial. Prepara una pequeña tablilla de arcilla húmeda; con un estilete de caña inscribe su himno a la diosa Inanna, su diosa protectora, señora a la que le dedicará su vida entera. Firma sus palabras en la escritura cuneiforme.

Después pasará al Gipar, la sala más sagrada del templo. La imagen de la diosa Inanna, tallada en metal, desprende su aliento vital. La ofrenda cargada de frutos, leche y miel. La sacerdotisa se pierde en la penumbra del humo del incienso. Recita sus bellos himnos dedicados a su señora, resaltando hasta el delirio las hazañas de la temeraria diosa sumeria, como “lo que es”, de linaje divino, que ha recibido de An, dios del cielo, los principios de orden y autoridad, llamados los me y ha desafiado a los dioses sumerios.

Se oye el mugido sagrado de un toro. Sólo es el sonido del arpa  cabeza de toro, realizada en oro y barbas-lapislázuli. El intérprete rasga sus cuerdas. Cinco mujeres tañen flautas delgadas, mientras otras cinco, se contornean al ritmo de los instrumentos. Enjeduanna recita sus textos de adoración poética.

Mi Señora

Niña divina               amamantada en el cielo

Inana

Doncella divina                   madurada

En la tierra

TÚ LLEGAS

con tus brazos abiertos

anchos como el Rey Sol

El parto de sus palabras poéticas las debe a Inanna cuando la visita a medianoche para ayudar a crear nuevos poemas, momento mágico de la creación, en un misterioso resultado poético.

Un trozo de su cotidianidad la utiliza para hacer notaciones astronómicas; tiene un pacto secreto con los astros y los cálculos matemáticos.

Durante varios años así transcurre la vida de Enjeduana…

Pero, ¿qué pasa? Que ya no la veo? Dónde está la gran escritora sumeria? El traidor Lugalbanda ha tomado el poder, la ha exiliado de Ur. No quiere a la sacerdotisa cerca, no quiere que siga firmando sus palabras, ni que tenga la dicha de escribir. ¡Pobre niña mía! ¡tan dulce! ¡tan pequeña y tan frágil! Mis aguas se agitan. Mi ser líquido recorre la media luna. Me detengo… Flotan palabras en el aire:

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Yo esparzo sobre el país el fulgurante esplendor de tu divinidad y tú permites que mi carne sienta tus azotes. ¿Cuánto tiempo lloraré la plegaria gimiendo? Soy tuya. Por qué me matas? Que tu corazón se entibie hacia mí. Lloro, suplico, pido tus pensamientos atentos, Señora de gran corazón, se le oye decir a la afligida sacerdotisa, llena de nostalgia en Uruk. Enheduanna enjuga sus lágrimas ante Inanna. La diosa parece no escucharla. Ella quiere volver a Ur…

Febrero 4/2021

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IMAGEN

Ninfa Oceánide >> Marcos Carrasco

Rosario Ortiz es una mujer que ha tratado de entender el mundo por distintos caminos: las ciencias sociales, la epistemología, la semiótica, el estudio del arte, de la caricatura, del arte plumario. Se asume como lectora. Le conmueve la miseria, la soledad existencial. Le angustia el paso del tiempo, ese que se desliza como arena entre los dedos. Muchas veces ha sido nadie, temiéndole al nunca y a la nada.

La vida la disfrazó de editora, librera, promotora cultural y profesora universitaria. Le interesa escribir para nombrar las cosas que la asombran; le seduce el ejercicio de la escritura para enfrentar al enemigo que viene de adentro.

Ama a Cortázar, a Rulfo, a Camus, a García Márquez, a Benedetti, a Cervantes, a Breton, a Miguel Hernández, a Saramago, a Gioconda Belli, a Sor Juana, a Enjeduana, a Umberto Eco; Silvio, Serrat, Zitarrosa, Mandela, Rius, y todavía más…

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