XXXIII. LO DEMÁS ES NADA

por Alejandro Roché

INTROSPECCIÓN

Entre el ir y venir de  la carne, mi cuerpo roza a Dayana y su cuerpo que iba, regresa; su piel se acaricia conmigo, pero huye como niña asustada y con la mirada tibia me mira, pero su cuerpo paulatinamente se acerca y el mío a donde ella; la observo de arriba a abajo reticentemente y a pesar de lo obvio mis ojos o el deseo acrecentado en mil sólo ven a una mujer. Entonces llegan a mi mente las palabras de Jassiel: Entre la mentira y la verdad hay cierta belleza que cautiva, quizá la belleza de lo imposible. Y no por la belleza aparente, sino más bien por lo imposible en su forma natural, pero factible en el camino de los opuestos.

Nuestros cuerpos apenas se separan no más allá de un vello y, sin embargo, su mirada entra en la mía y es un tornado derribando todo temor y miedo; la curiosidad surge en tierno retoño en una tierra fértil y, en un santiamén, crece hasta mis dedos, llevándolos a donde los de ella y rayos de una cegadora luz roja se desprenden al toque, y así, marioneta de mí mismo, nos entrelazamos a cinco miembros, y mil kilómetros de piel son insuficientes para mimarnos en lujuria, nos besamos y rodamos cayendo de un cuerpo a otro y, si antes experimenté la pasión y el frenesí, ahora estoy en un nivel no conocido ni imaginado, en sus brazos la intensidad se multiplica infinitamente y mi respiración pareciera no satisfacer la demanda de mi corazón, me siento desfallecer, la vida pareciera escurrirse en un respiro, en una gota de sudor, en una caricia, en esto que no sé qué es, pero que es más de lo que en mi corta vida he podido experimentar y apenas vamos más allá de un beso, de un atragantamiento de labios y lengua, y cuando no puedo más me separo para respirar hondo y aferrarme a esta vida, es una asfixia que te lleva muy cerca de la muerte, esa muerte pequeña que te mima y te embelesa entre el placer, el dolor y la curiosidad de adentrarse aún más en este universo misterioso que pareciera arrebatarte la vida, pero al tiempo te da la inmortalidad de los dioses y, entre inhalación y respiro, donde antes había unos labios ahora hay un sexo, y nos fundimos una, otra y otra y un sinfín de veces más, cayendo en un inconmensurable precipicio de conmociones nuevas y otras tantas ya descubiertas, pero ahora revestidas de la clandestinidad, y cada instante es la caída en una catarata sin fin, respiras y vives, y aun así te ahogas en una muerte trémula que pareciera perseguirme desde que nos prendimos uno del otro, aferrándonos al placer de la vida, y la observo y es ella, pero no es ella, más bien sí es ella, pero sin máscaras ni nada, ella en su estado puro es más mujer porque se ha encontrado a sí misma y me regala lo mejor de sí en un gozo que a pesar del ya extremo experimentado aún se eleva más y más, llevándonos ahí donde la vida culmina y falleces, pero no en un fallecimiento cualquiera, sino en el mejor y más exquisito de los trances, ese instante donde se te va la vida y, al tiempo, renaces a la tercera exhalación porque no es más que un viaje de ida y vuelta a donde pocos han llegado y de los pocos, muchos han preferido quedarse en ese instante donde nada más existe, sólo dos cuerpos y el deseo mutuo de poseerse recíprocamente como hombre y mujer y como mujer y hombre.

Tirado en el suelo miro hacia el techo, y la noche está en su punto más álgido y pareciera rodearnos, traspasar aun las fronteras de estas cuatro paredes y, entre cuerpos y sonidos aun anhelándose en la desesperación de la insatisfacción, siento una chocante mirada, volteo y sí, ahí está Isa; un desprecio se vislumbra en su faz, pero también podría ser lástima, tristeza, pesadumbre, dolor, y, como rata, me arrastro a donde ella, no se inmuta ni nada, su mirada sigue fija en mí; llego hasta sus pies, son toscos, escamosos, rugosos, como la corteza de un árbol, y volteo a verle el rostro y sí, es un enorme pino elevándose a las alturas. Me siento indefenso, pequeño ante la majestuosidad, una tristeza me invade pausadamente, y pronto es una congoja y sólo puedo recargar mi pómulo sobre su empeine y, contario a lo que creo, es terso, una caricia; pareciera que lloro, pero no, sólo es una sensación autoreprimida, no por mí, por algo más que no entiendo, es angustioso estar en vilo del llanto y sólo quedarse ahí mirando pasivamente sin poder hacer más, me abrazo a esos pies, que ahora no sólo son rugosos, sino que les ha nacido musgo, son suaves, tibios. Aún en el suelo, dirijo mi mirada a su rostro, pero ahora este se eleva aún más allá de donde mis ojos puedan apreciarla, casi toca las nubes del azul que nos rodea y, no siendo exactamente yo, me aventuro a subir entre sus tobillos, rodeándolos, apretándolos, casi acariciándolos. Llego a sus piernas, fuertes, carne magra, y siento la redondez de sus caderas, de esas curvas perpetuas irrepetibles, vastas, que por más prisa que lleve me detienen poro a poro, cada uno de ellos me invita a conocerlo, a mimarlo con delicados arrullos; entonces avanzo sólo para agasajar al siguiente y seguir hacia la cima, inaccesible por instantes y quizás prohibida en otros momentos, pero no hay prisa, pudiera tardarme todas las eternidades posibles y no importaría, el tiempo es irrelevante para los dioses y yo mortal; no me importa que la vida pueda irse en esta proeza de avanzar en esta inmensa estepa y, suavemente, me elevo a las alturas envuelto en su manos. Tomando en mi rostro un fruto preciado, me lleva a sus labios, delgados pero al contacto son carnosos, profusamente carnosos, húmedos, no sólo me besan, me absorben completamente, pero no estoy en ella, más bien ella está en mí, se apodera de lo que soy, he sido y seré. No hay más, simplemente fue en ese momento en que lo supe.

—¿Eres tú, verdad? No sé cómo, ni dónde, pero sé que eres tú. No tienes que decirlo, porque si hay una verdad en esta vida, sé qué eres tú.

—Sí, soy yo. Vine en tu búsqueda pero el tiempo me atrapó en sus infastuosos días y pasaron cientos, miles y millones de instantes añorándote; en cada mirada y en cada rostro parecía hallarte falsamente, ahora no interesa, estás aquí y mañana tampoco importa porque nos volveremos a encontrar, en estos cuerpos quizá no, pero si en este espíritu que no es tuyo ni mío, porque tú y yo somos indivisibles.

Y luz de luna brota de su piel, cálida, serena, reconfortante roce de cuerpos en donde su magnificencia se libera y no sólo es una mujer plena, sino una diosa en toda su majestuosidad y gloria; y así, me lleva en sus brazos a donde ni siquiera la luz de las estrellas ha logrado llegar, ahí la armonía nos envuelve y vibramos en sintonía, nuestros cuerpos caen; y libres nos entrelazamos en espíritu y mente, no hay deseo, no hay pasión, no existe el ansia de poseernos porque ahora estamos completos, sólo somos uno, somos luz, lo demás es nada, nosotros somos todo.

Alejandro Roché nació en el Edo. de Méx. en 1979. Ingeniero en Comunicaciones y Electrónica por el Instituto Politécnico Nacional. A la par de su desarrollo profesional como programador informático, se ha ejercitado desde temprana edad en la disciplina de la Literatura, sobre todo en el campo de la narrativa. Lector ávido. De 2000 a 2005 formó parte del Taller de Creación Literaria del escritor Julián Castruita Morán dentro de las instalaciones de la ESIME-Zacatenco del IPN. Durante los próximos años escribió la novela Abraxas, hoy publicada por entregas y disponible en este medio. Colabora con profusión en Sombra del Aire desde mayo de 2015.

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