¡UNAS VAN PARA SAYULA!

por Anna de Ulibarri

Llegué a Sayula un sábado a las siete de la mañana. Resultó que era día de mercado y a pesar de que aún era temprano, el bullicio de la ciudad ya estaba en todo su apogeo. Caminé por una ancha calle de piedra bajo un calor de verano mañanero y ahí, a la mitad de la vía, me topé con un hombre de mediana edad que arriaba un burro y me maravillé que aún en estos tiempos aquí existiera el oficio de arriero. Al parecer, desde la madrugada varios de estos señores se habían apostado a un costado del templo y descargaban de sus recuas de mulas mercancías de diversos granos, carbón, haces de leña, trigo, sal y piloncillo. Algunas de las acémilas desprovistas de sus pesadas cargas, se refrescaban en una pila rebosante de agua. Era un espectáculo insuperable, digno de quedarse para la posteridad, saqué mi teléfono celular y con discreción tomé algunas fotografías.

Más allá, justo en el centro de la plaza, estaban instalados desde hacía buen rato los más variados vendedores bajo bonitos toldos hechos de palma sostenidos por palos de madera. El recibimiento había sido estupendo. Me lamenté por no haber venido antes.

Momentos después, estaba confundida entre la multitud en ese día de plaza y deambulaba por los puestos de miel, de leche, de pan recién horneado, de dulces, de mantas, sarapes y rebozos, de sombreros, huaraches, de jarros y ollas de barro.

Me detuve para preguntar por el precio de las cajetas de pitayita y de naranja con camote a un señor alto y corpulento, cuando sentí un empujón bastante fuerte. Me giré para ver quién había tenido ese gesto tan descortés con una turista; luego, me di cuenta que no era una sola persona, sino varios individuos armados con palos y alguno que otro machete. De inmediato, asustada me hice para atrás para dejarlos pasar.

La turba llevaba maniatado a un pobre hombre, harapiento y viejo. El cajetero al ver mi extrañeza me dijo:

—Lo llevan para ajusticiarlo, mató a su compadre.

Estupefacta, razoné que eso no podía ser posible en pleno siglo veintiuno, la gente no podía así como así tomar justicia por mano propia. He de ver tenido la cara llena de incredulidad y espanto, porque el hombre que llevaban casi a rastras me miró, en un fortuito descuido de sus cuidadores corrió hacia mí y desesperado me gritó en pleno rostro:

—¡Diles que no me maten!

Al instante lo alejaron entre varios hombres. Yo, una pobre citadina que nunca imaginó encontrarse con algo así, estaba aterrada.

La muchedumbre siguió avanzando y por fin reaccioné que tenía que llamar al 911. Busqué mi celular escudriñando en las bolsas traseras de mi pantalón y lancé maldiciones en voz alta indignas de una señorita decente, lo supe por la mirada reprobatoria de las gentes que se encontraban a mi alrededor y me valió un soberano cacahuate lo que pensaran de mí, el teléfono me lo habían robado, quitándome también, cualquier posibilidad de ayudar al anciano.

El comercio continuó como si nada hubiese sucedido y yo, recuperada un poco del susto, encaminé mis pasos hacía uno de los bonitos portales de estilo neogótico y en donde se encontraba el hotelito en el cual había hecho reservación.

Llegué a un mostrador antiguo carcomido por la polilla e hice sonar una campanita para que me atendieran. Al instante llegó una anciana chiquita que parecía tener todos los años del mundo y quien en muestra de hospitalidad me enseñó una sonrisa desdentada.

A punto estaba de decirle mi nombre cuando ella me arrebató la palabra.

—Ya tengo tu habitación. Sígueme.

Y así, sin más ni más, me llevó por el corredor de un hermoso patio macetero con su tradicional fuente de cantera en el centro, macetas de barro y jaulas con pájaros por doquier, fue entonces, que disfruté de la sombra, del sonido cantarín del agua y del montón de aves, y mi olfato se regocijó con el olor de gardenias y jazmines, luego, mi temperatura corporal bajo junto con mis aún exaltadas emociones.

Por fin llegamos a lo que a mí me pareció la última de las habitaciones y la octogenaria señora sacó de la bolsa de su mandil un manojo de llaves antiguas y pesadas. Acto seguido, abrió una inmensa y rechinante puerta, me dio la bienvenida y se fue sin darme tiempo a preguntarle nada, ni siquiera por el pobre hombre que iba a ser ejecutado en el monte.

Me recosté con la idea de descansar unos minutos antes de salir a conocer Sayula mientras recordaba que tenía que llamar a la compañía de teléfono para denunciar el robo. Miré hacia el techo y presté atención a la viguería de madera y sus múltiples agujeros; en uno de ellos yacía un desconocido insecto añejo, un bicho que me pareció kafkiano. Cerré los ojos un momento, luego, sin quererlo me dormí…

—¡Chingada madre! ¡Habrase visto! —Vociferé—, vine a pasear y me quedé dormida en un cuarto de hotel.

Me despejé con un chorro de agua en la cara y salí de la habitación, cerré la pesada puerta y caminé aprisa por el largo corredor de baldosas de barro. Vi en un equipal a la viejita y pensé en dejarle la enorme y estorbosa llave.

La buena señora dormía profundamente y muy a mi pesar decidí moverla al tiempo que le decía:

—Señora, buenas tardes, le dejo mi llave, voy a salir.

No obtuve respuesta y decidí hablarle un poco más fuerte.

—Señora… Señora…

Siguió sin moverse un ápice y con cuidado me acerqué a su rostro, observé todas y cada una de sus interminables arrugas y me detuve en la caverna oscura de su boca entreabierta, intenté escuchar el sonido de su respiración y de pronto me llené de pánico.

¡La viejita estaba muerta!

Comencé a temblar y el instinto me hizo correr hacía la salida del hotel, afuera, el sol me deslumbró y un calor seco me golpeó la cara. Por la intensa luz, me figuré serían alrededor de las tres de la tarde. Intenté pedir ayuda, pero no había absolutamente nadie, ¿Quién estaría tan loco de salir a la calle con el endemoniado calor que hacía?

No muy lejos, en dirección al templo, distinguí a un grupo de mujeres vestidas de negro y sin pensarlo corrí hacía ellas para pedir ayuda.

—Buenas tardes, señoras, —les dije casi sin aliento—, perdonen la molestia… no soy de aquí, me hospedo en el hotel y necesito ayuda; la señora que atiende el lugar está muerta.

Las mujeres que parecían cuervos se miraron entre ellas y comenzaron a llorar al mismo tiempo que exclamaban:

—¡Eduviges ha muerto! ¡Eduviges, ha muerto!

—Con que así se llamaba la viejita —mascullé entre dientes.

Regresamos al hotel lo más rápido que pudimos y me imaginé que bien podríamos haber salido de una rara película surrealista. La plaza estaba sola pues los comerciantes se habían recogido desde hacía buen rato; de los arrieros, tampoco quedaba el más mínimo indicio. En el paisaje, bajo el sol incandescente, solo estaba yo, corriendo junto a diez mujeres enrebozadas con escapularios y vestidos largos y negros.

En poco tiempo, las extrañas señoras dispusieron de todo. Varias de ellas se encargaron de limpiar, de peinar y amortajar con una túnica larga y blanca a Eduviges, otras colocaron macetas con flores blancas y olorosas, mientras que algunas más ponían velas en candelabros alrededor de un improvisado entablado que hizo la función de ataúd. Yo, incapaz de ayudar, sólo miraba el espectáculo con una mezcla de fascinación y terror.

Al caer la tarde, el ambiente se llenó de rezos y cánticos fúnebres que demandaban auxilio divino para el eterno descanso del alma de doña Eduviges. Entrada la noche, llegó un hombre que a simple vista rondaba los cincuenta y de inmediato, todas las mujeres corrieron hacía él como las abejas vuelan al panal.

«Seguro es el sacerdote» pensé, pero no venía vestido como si lo fuera, vestía de blanco, con sombrero de palma de ala corta y calzado con huaraches.

El hombre se dirigió a la muerta y le tocó la frente. Las diez mujeres se quedaron unos pasos atrás en señal de respeto. Después del curioso rito, las singulares féminas se desvivieron por atenderlo: una le sirvió café, otra le ofreció pan y la más enjuta y vieja lo acomodó en el mejor equipal que encontró, justo a un lado de mí.

Mientras tanto, reflexionaba en lo insólita que puede ser la vida, había viajado a Sayula para pasar un buen fin de semana y terminé el día en el velorio de una viejita desconocida. En eso pensaba cuando el extravagante visitante nocturno me miró y me preguntó mi nombre, sonreí con amabilidad y antes de que pudiera contestarle me preguntó con malicia:

—¿Sabías que tienes unos ojos muy bonitos?

Me quedé pasmada. ¿Estaba el cabrón tratando de cortejarme?

En ese momento, llegó sin pretenderlo una de las mujeres evitándome un episodio bochornoso.

—¿Quiere más café, Anacleto?

Aproveché para salir del hotel. Afuera, el calor seguía sofocante pues no corría ni la más leve brisa. Decidí caminar un poco, total, no se veía nadie y me dije a mí misma que los pueblos suelen ser seguros.

Caminé tres o cuatro cuadras y cuando sentí que me estaba alejando demasiado, decidí regresar. De pronto, a lo lejos, atrás de mí, escuché los cascos y el bufar de un caballo y me asusté, una, que vive en una ciudad grande, no está acostumbrada a ese tipo de sonidos a media noche. Traté de acelerar mis pasos porque noté más fuerte el sonido del trote del animal, pero éste me alcanzó. Intenté controlar mi respiración agitada y no demostrar miedo, pero el sobresalto fue inevitable al escuchar finalmente a mi lado el relinchar del caballo.

—Quihubo, chula ¿por qué tan sola?

No quité la vista de enfrente ni tampoco le contesté, seguí avanzando lo más rápido que pude.

—¿No quieres que te lleve?

—No, gracias —fue lo único que se me ocurrió decirle con la voz entrecortada y el corazón acelerado a mil por hora.

Ya faltaba muy poco para llegar al hotel cuando en ese momento, el jinete atravesó su caballo delante de mí y no me dejó pasar.

Elevé la mirada y entonces, con la radiante luz de la luna, lo vi…

Era el joven más apuesto y gallardo que había visto en mi vida. Me quedé inmóvil, sin saber qué hacer, aterrorizada, pero a la vez completamente embrujada por la increíble belleza del tipo.

El hombre, vestido con un extraño pero elegante traje de hacendado que denotaba fortuna, se bajó con habilidad y gracia de un majestuoso caballo alazán y se presentó.

—Me llamó Miguel Páramo, chula.

—Mucho gusto —tartamudeé.

En respuesta, me tomó de los hombros, me acercó hacía él y me besó.

Yo perdí la noción del tiempo. Por instantes, imaginé a mi mamá perturbada, a mi abuelita escandalizada y a mi tía, la que pertenece a la Congregación Mariana de la Sagrada Familia y el Verbo Encarnado, tirada del patatús de verme besuqueando de esa manera con un desconocido, pero la culpa sólo duro unos pequeñísimos momentos, el placer del beso apasionado se confundió con la explosión del mundo, la luna y las estrellas, y la sensación en mis labios fue increíblemente deliciosa, dulce, húmeda, caliente… la noche se tornó multicolor y vi destellos brillantes cual fuegos artificiales de tonos turquesas, jades, índigos, lavandas, amatistas, naranjas y escarlatas.

El encanto de tan monumental beso se rompió cuando escuché los gritos delirantes de las mujeres que velaban a Eduviges.

—¡Ha matado al niño Anacleto! ¡Ha matado al niño Anacleto!

—¡Fue Lucas Lucatero!

—¡Maldito seas, Lucas Lucatero!

Miguel Páramo, separó sus labios con ternura de los míos y sin dejar de mirarme me pidió que me fuera con él. Las viejas gritonas habían salido a la calle y deambulaban como locas, se jalaban los pelos mientras gritaban desaforadas y lloraban como plañideras; tanto era el alboroto, que me costó trabajo creer que nadie saliera de sus casas a ver qué diablos pasaba.

Miguel, arrogante y petimetre, las miró con indiferencia unos segundos y luego se volvió para decirme de nuevo:

—Vámonos, chula… —sólo que esta vez, lo escuché como si se alejara.

—Vámonos, chula… vámonos, chula… —la voz de mi galán se transformó en eco y luego, se perdió para siempre…

—¡Señorita! ¡Señorita! Despierte, ya llegamos a Sayula.

Me desperté sobresaltada. A mi lado estaba el chofer del camión.

—Perdón, muchas gracias.

Me despabilé y guardé en mi mochila los dos libros de Juan Rulfo que tenía entre mis manos.

Era ya la última pasajera. Agradecí de nuevo al chofer y bajé del autobús, después, saqué mi teléfono celular y vi la hora, llegué temprano. Me alegré, la idea era aprovechar el tiempo.

Caminé por una ancha calle empedrada y ahí, a la mitad de la vía, me topé con un hombre de mediana edad que arriaba un burro; después, vi a unos arrieros apostados a un lado del templo que descargaban sus mercancías y algunas mulas tomaban agua de una pila… era sábado, día de plaza… hacía calor…

Un escalofrío recorrió mi cuerpo y me entró un pavor inusitado, di la vuelta en dirección al camión del que acababa de bajarme y que en ese momento arrancaba, enseguida, corrí con todas mis fuerzas para alcanzarlo.

—¡Espéreme! ¡Espéreme! —grité desesperada.

El chofer alcanzó a escucharme, frenó y me abrió la puerta.

—¿Va para Guadalajara? —le pregunté jadeante.

—Sí, señorita. —me dijo mientras me miraba sorprendido.

Me subí sin perder tiempo, pagué mi boleto, me senté en un asiento del autobús casi vacío y coloqué mi pequeño equipaje a un lado.

¡No podía creer que estuviera viviendo de nueva cuenta mi sueño!

—¡Estoy a salvo! —me repetí a mí misma varias veces y suspiré aliviada, me relajé y mi respiración poco a poco tomó su cauce normal.

El chofer prendió la radio y comenzó a escucharse un son interpretado por un mariachi tradicional que decía:

¡Ay, ay, ay, ay, ay! ¡Cuánto me gustan las olas!

¡Ay, ay, ay, ay, ay! ¡Las olas, olas casadas, cuanto me gustan las olas!

El camión siguió avanzando. De reojo, vi por la ventanilla las últimas casas del pueblo. Estaba a punto de dejar Sayula. Un poco más y vería la antigua estación del ferrocarril.

¡Ay, ay, ay, ay, ay! ¡Unas van para Sayula!

¡Ay, ay, ay, ay, ay! ¡Otras para Zapotlán, las olas de la laguna!

Pensé en los personajes rulfianos. Fue inevitable recordar el beso y me sonrojé.

De pronto, sin pensarlo tomé de nuevo mi mochila, me paré y casi gritando le dije al conductor:

—¡Perdón, me voy a bajar!

De nueva cuenta el hombre detuvo el pesado vehículo, me miró extrañado y luego me abrió por segunda vez la puerta.

Mientras me bajaba, alcancé a escuchar que un pasajero le decía al chofer:

—Hay cada loca…

Sonreí pensando que tenía razón. Eran pasadas las siete de la mañana de un sábado de agosto y hacía calor. Corrí de nuevo, ahora hacía Sayula; corrí con todas mis fuerzas para reencontrarme con los arrieros y vendedores, corrí para intentar salvar a Juvencio Nava, platicar con Eduviges Dyada, rezar con las mujeres de la congregación de Anacleto Morones, conocer al sinvergüenza de Lucas Lucatero y besarme de nuevo con Miguel Páramo.

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Rumbo al mercado >> Grabado sobre linóleo >> Leopoldo Méndez., México, 1902-1969.

Anna de Ulibarri nació en la ciudad de Guadalajara, Jalisco. Estudió dibujo, pintura, muralismo y música de manera formal. Así mismo, es licenciada en Historia del Arte por la Universidad de Guadalajara. 

A partir del año 2014 realizó y escribió trabajos de investigación sobre arte popular y comenzó con la narrativa creativa.

Fue finalista del concurso de cuento “Luvina” de la Universidad de Guadalajara en su edición 2015 y del concurso del Festival Rulfiano de las Artes 2018. En ese mismo año, tomó un taller de literatura con Santiago Gamboa y Sandra Lorenzano por parte de la UNESCO.

En el 2019 escribió y publicó 4:36, su primera novela. Sus cuentos y algunos escritos sobre arte se encuentran publicados en diferentes plataformas digitales.

Actualmente continúa con su quehacer artístico, de investigación y literario.

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