ROSALINDA

por Paloma Jiménez

Por Paloma Jiménez

Pobre Rosalinda, no sé cómo se lo voy a decir, siempre tengo yo que darle las malas noticias, también soy el culpable de sus desgracias, aunque soy más chico que ella, desde niños siempre la he cuidado, pero de más grande, confieso que ya no mucho. Me ganó la ambición, me acuerdo que un día me encontré al Güero Ríos en el estanquillo y me dijo que me compraba una paleta si lo dejaba platicar con mi hermana. Como todo hombre de negocios, le dije “depende, depende de qué tamaño sea la paleta”; el Güero le dijo a la dueña “los faros y esa paleta de raqueta”. Me acuerdo que ese día  Rosalinda estaba jugando a las comiditas, tenía acomodado en la cerca de piedras sus trastecitos igualitos a los de mamá, sólo que chiquitos, una tabla la usaba de mesita y, sentada en una piedra, tenía a la Lolita, su muñeca de cartón que le compraron en la feria.

El Güero me llevó en su carreta hasta la casa, se paró frente a la cerca y le hizo una reverencia con su sombrero “buenas tardes señorita” dijo, Rosalinda sólo levantó la cabeza como regresándole el saludo y siguió en lo suyo, hizo ademanes de estar preparando comida y en un plato miniatura sirvió un platillo imaginario y se lo ofreció al Güero, quien también hizo ademanes como si de verdad se lo comiera; dio las gracias y se despidió, no sin antes preguntarle si podía venir a comer al otro día. Rosalinda dijo que sí. Y así pasó un mes dos, ya en el tercero el Güero desesperado me dijo que me compraba un trisoda si le echaba aguas cuando llegara mi papá. Ese día se atrevió a más, el Güero se brincó la cerca, yo vigilaba el camino, Rosalinda tenía la mano extendida ofreciendo el plato de la comida imaginaria de todos los días. “Ya hágame caso, le dijo, ya estuvo bueno de jugar, la cosa es seria y pues yo ya me encariñé con usted”, la abrazó fuerte y la besó.

Rosalinda siguió acomodando diariamente sus trastecitos, como para que todos creyeran que jugaba, pero no lo hizo más, era la pantomima que usaba para esperar a que el Güero llegara, en sus brazos se olvidaba de todo y un día no se dio cuenta de que el burro se había soltado y se comió a la Lolita de tres bocados, sólo dejo un pedazo negro, que delataba que era ella, de ese color tenía pintados los zapatos. Cuando se dio cuenta del descuido, dio un grito de horror y lloró desconsolada como la niña que era, el Güero Ríos la acercó a su corazón y para calmarla le prometió que en la próxima feria le compraría otra. Ese domingo el Güero no me compró nada y venía con vestimenta para el día, tampoco yo estuve en mi puesto de vigilancia, porque él bien sabía que ese día y a esa hora mi mamá y mi hermana se iban a misa; mi papá y yo íbamos después a la de 1:00. Mi papá iba a encontrarlas para ayudarles con el mandado, el Güero esperó paciente bajo la sombra del pirul que está a un lado de la puerta de la casa; cuando se acercaban vio que Rosalinda se sobresaltó y junto con mi mamá entraron presurosas a la casa.

Mi papá se plantó en la mera puerta y dejó que el Güero hablara, mi mamá y Rosalinda miraban desde la ventana de la cocina y,  por más que pararan oreja, no iban a escuchar nada, era una buena distancia desde donde ellos estaban hasta la cocina, hablaron un buen rato y luego se dieron la mano, supongo que para despedirse porque él Güero se fue por el camino y mi papá entró a la casa. Mi mamá escudó a Rosalinda cuando vio entrar a mi papá a la cocina, “ya sabías mujer, que Ricardo Ríos anda cortejando a tu hija”, dijo mi papá. Mi mamá y mi hermana estaban mudas del susto. Mi papá siguió, “quiere casarse con ella, la quiere a la buena, no me puedo oponer, al menos tuvo los calzones de venir a hablar conmigo y, de que se la robe cualquier webón bueno para nada…, pues le dije que sí, por el gesto de respeto que tuvo al venir a hablar conmigo se ha ganado mi confianza, sólo que le dije que la espere al menos de aquí a octubre, está reescuincla, todavía juega con su muñeca; le dije que en eso tú le enseñas hacer la sopa, cocer los frijoles, ni sabe hacer chilaquiles, y que de lo demás ni se apure, sabe lavar ropa, tender una cama, lavar los trastes, barrer y hasta criar pollos, puercos borregos, guajolotes, poner un huerto con lo necesario para la comida y cuidarlo, pero lo que creo que sí le falla es la cocina”. Quedaron que la visitaría cada tercer día y los domingos, siempre con la presencia de mi mamá y los domingos si querían salir, yo los acompañaría.

Cómo les decía, yo era el culpable de las desgracias de mi hermana; ese domingo no quise salir con ellos y sus planes se deshicieron, estuvieron platicando en la cerca, mientras mi mamá arreglaba sus flores, no era día para hacerlo pero tenía que vigilar a los tórtolos, aún no oscurecía cuando se despidieron, entramos a la casa y mi papá estaba a punto de afeitarse para aprovechar la luz que aún había del día, la navaja de su rastrillo estaba ya sin filo y me mandó que fuera a las volantas al estanquillo por una. Rosalinda quiso acompañarme tal vez para aprovechar la tarde con tan sólo caminar. Afuera del estanquillo estaba Héctor y sus amigos tomándose una cerveza, él entró atrás de nosotros, se presentó, fue cortés y nos invitaba lo que quisiéramos. Mi hermana no quiso nada pero agradeció el gesto que tuvo Héctor conmigo, los paletones son mis favoritos y él me compró uno, salimos de prisa e ignorándolo, habíamos olvidado que el mandado se tenía que hacer rápido. Héctor no se desanimó, se fue tras de nosotros, le hacía preguntas a Rosalinda y yo las contestaba, llegamos a la casa, ella se metió apresurada a dejar el encargo y ya no salió. Yo me quedé a contestar las preguntas de Héctor, le dije que era inútil que se fijara en mi hermana porque tenía un novio y se iban a casar en octubre. Héctor me dijo que era caporal de la Hacienda La Purísima, donde se dedican a la cría de caballos pura sangre del linaje del Caballo Azteca y si no me gustaría cabalgar en uno, que él los entrenaba para que se acostumbraran al jinete y a la silla. Con eso pudo sacar más información, le dije qué días visitaba el Güero a mi hermana y me propuso que le pidiera lo que quisiera y, como había visto que me gustaban los paletones me iba a traer uno cada que viniera; le pedí un tren de cuerda e ideamos una especie de clave para saber que  ya había llegado: el paletón venía envuelto en un celofán, al estrujarlo el sonido indicaría su llegada. A cambio, planeamos que el martes yo sacaría al patio a mi hermana con el pretexto de ver a los gatitos que tuvo la gata en el granero, Héctor fingiría asombro y la saludaría, yo echaría aguas por si acaso llegara a salir mi papá. El jueves ya tenía mi tren y mi paletón.

Y así Ricardo, el Güero Ríos, venía cada tercer día y los domingos y el resto de la semana Héctor. Un sábado Héctor me trajo unos tenis y me dijo que sólo irían al estanquillo, que me quedara afuera para que mis papás no sospecharan que Rosalinda se había salido. Quise probar mis nuevos tenis pateando contra la pared mi balón, me distraje un rato jugando y cuando vi que pronto oscurecería me dio el nervio porque no volvían. Ya casi a las 9:00 de la noche mi mamá nos llamó para que ya nos metiéramos a la casa, tenía que decir la verdad. Entré a la casa solo y cuando mis papás me preguntaron por mi hermana me solté a llorar y les conté todo, yo era el culpable de todo, porque me gustaban las paletas y los paletones y por un tren y unos tenis. Creo que Ricardo el Güero Ríos se enteró de nuestra desgracia, de su desgracia y se fue del pueblo.

Héctor y su mamá fueron a la casa a avisar a mis papás que su hija Rosalinda se había ido a vivir con Héctor y sólo eso, no dijo nada de boda, nada más les avisaba. La mamá era agradable, pero consentía mucho al hijo, él estaba acostumbrado a borracheras y parrandas y por mucho que duraran no le decía nada, ella lo sacaba de sus problemas y hasta se hacía cargo de todos los gastos y de los de Rosalinda. Visitaba de vez en cuando a Rosalinda, aunque mis papás no le hablaban, ellos eran los que me hacían ir para tener noticias de ella, ese día mi papá le mandó un lechón y ella lo recibió muy contenta, en la casa de Héctor había mucho espacio y a la mamá no le molestó que usará un corral destinado para cerdos, ella se hacía cargo de los cuidados del cerdito, lo quería como a una mascota.

Un sábado encontré a Héctor en la calle y me invitó una cerveza, ya hacía tiempo que ya no eran paletones, ahora eran cervezas. Ya casi a media noche tuve que ir a dejarlo a su casa, en ratos lo cargaba o lo arrastraba, ya que los dos nos caíamos de borrachos, hasta que por fin llegamos. El cerdito de Rosalinda tenía la mala costumbre de tumbar la puerta y se escapaba al patio a hacer destrozos, ese día andaba por ahí husmeando lo que encontraba y estuve en un dilema, dejar a Héctor ahí tirado o regresar a cerrar la puerta, pensé que el cerdo era un tonto y ni cuenta se daría que podía escapar. Lleve a Héctor hasta la casa, tanto ruido hizo que Rosalinda se asomara y salió a ayudarme a meter a su marido, “otra vez andan de borrachos”, exclamó molesta. Héctor la calmó con apapachos burdos y torpes, y se quedó dormido, le estaba ayudando a acomodarlo en la cama cuando me acordé de la puerta y del bendito cerdo, dejé a mi hermana ahí y salí corriendo, busqué al cerdo por todos lados y no apareció, no podía ser, los cerdos son tontos, no pudo ver que estaba abierto, qué le iba a decir a mi hermana. Decidí no decirle nada, podía ir a buscarlo y tal vez lo encontraría por ahí cerca, pero pensé que era tan sólo un cerdito, cerré la puerta y regrese a despedirme de mi hermana.

Me dijo que le preocupaba que Héctor tomara así, que podría sufrir algún accidente, me culpó de volverme su compinche de parrandas, me ordenó que no le recibiera ni gota de alcohol y lo cuidara, la noté preocupada por él, la abrace y se lo prometí… Al otro día Rosalinda no encontró a su cerdito en el corral y lloraba desconsolada, igual como la vez que el burro se comió a la Lolita, su muñeca de cartón; me preguntó si había cerrado la puerta, no contesté; entonces se creyó víctima de los rateros que se meten en las noches a las casas a robarse todo tipo de animales de corral y decidió ir a denunciar el robo a la comandancia del pueblo, tuve que darle la mala noticia de que tal vez su cerdito se habría escapado por mi culpa por no haber cerrado la puerta.

Héctor me consiguió trabajo en La Purísima y las parrandas se hicieron más frecuentes, primero todos los fines de semana, después cada tercer día, ya cuando lo hizo a diario llegaba tarde, se peleaba con compañeros y hasta maltrataba a los caballos, el dueño de La Purísima le llamó la atención primero, luego lo castigaba con descuentos en su sueldo, lo cual molestaba a Héctor, ya cualquier llamada de atención era razón para terminar muy tomado. Pudo salir bien librado de un gran patadón que le dio un caballo en el pecho, estuvo varias semanas en cama, mi hermana lo cuidaba y lo aseaba. El día del incidente le avisé a Rosalinda lo que había pasado, se preocupó mucho y me culpaba a mí  por no tenerla al tanto de lo que pasaba. En una ocasión que iba a ayudarle a bañarlo, vi el esmero con el que lo atendía y me hice la promesa de no más borracheras, ni nada de camaradería, le ayudaría con su problema en la forma de beber cerveza y le demostraría que podíamos divertirnos sin ninguna gota de alcohol.

En la convalecencia de Héctor hubo buenas noticias, pronto tendrían un hijo y eso venía, por una parte, a poner orden en la actitud de Héctor y, por la otra, a hacer doblemente feliz a Rosalinda. El bebé nació seis meses después, todo ese tiempo Héctor se mantuvo sobrio, nos íbamos a trabajar y regresábamos sin ningún contratiempo, hasta que se llegó la celebración del bautizo, decidieron llamarlo Héctor igual que el papá y celebrarlo con un gran festejo. Todos los meses de abstinencia de alcohol se los llevó el carajo en una sola tarde; de ahí en adelante Héctor volvió a emborracharse, faltar al trabajo, tener llamadas de atención del dueño de La Purísima, riñas callejeras y pleitos con Rosalinda y la mamá porque le hacían reproches por su actitud. Ese día se celebraba un aniversario más de La Independencia de nuestro país y en el pueblo se exhibiría la elegancia de los caballos de La Purísima. Por el estado en el que iba Héctor, el patrón le prohibió participar, sólo podía ayudar en la instalación del escenario y en el cuidado de los animales, procurando que tuvieran suficiente agua y alimento. Eso lo enfureció y siguió embriagándose. Ya entrada la noche empezó el espectáculo.

Los jinetes lucían a sus animales con trotes de elegancia y reverencias. Héctor se puso fuera de sí, ya tenía rato que  trataba de hacerlo entrar en razón para que se fuera para la casa, pues, aunque arriesgaba mi puesto, estaba decidido a llevarlo, pero ya casi llegando me hacía regresarlo. Luego, sin pensarlo, se trepó a un semental azabache, precioso, que aún no estaba domado para montarlo y menos para las suertes, sólo lo llevaban para que todos en el pueblo admiraran las bellezas que se producían en La Purísima. El azabache conocía a Héctor y lo obedeció para entrar al escenario, pero aún no estaba del todo listo para obedecer, así que empezó a relinchar e intentaba lanzarlo salvajemente, parándose en dos patas y manoteando; dio dos vueltas por el escenario y sin miramientos paso por encima de los atónitos espectadores que creían que era parte de espectáculo y aplaudían entusiasmados. En su huida dejó confusión y desastre, salió corriendo velozmente de la plaza, tirando los puestos de aguas frescas y fritangas, con rumbo desconocido, empleados y jinetes de La Purísima, por órdenes del patrón fueron tras de ellos, a mí no me lo permitieron y me quedé esperando.

Poco a poco la fiesta de la celebración de La Independencia volvió a la normalidad, se juntaron los dos puestos que se habían derribado, siendo las únicas pérdidas un vitrolero vacío, el botadero del comal y la mesa, pero, por suerte ya habían terminado la vendimia. Se desmontó el escenario de la presentación de los caballos, para que ahí se instalara la banda y nos dieron orden de regresar a La Purísima.

Todo había quedado en un susto y una anécdota más que contar. Ya iban entrando por la puerta grande los últimos jinetes que fueron tras la persecución de Héctor y el azabache, los jinetes no tenían cara de buenas noticias, me apresuré a ellos para escuchar las noticias que traían. “se desbarrancaron, patrón, en la loca carrera del caballo, por el estado en el que andaba Héctor no lo pudo detener, y se fueron a la Barranca de Xacopinca. Los de ese rancho andaban arreando vacas para encerrarlas, los miraron pasar y fueron tras de ellos, pero nada pudieron hacer, ellos mismos vieron como se fueron a la Xacopinca. Habrá que organizar unos hombres para la búsqueda de los cuerpos”. Como era día feriado, el patrón no podía obligar o mandar a todos a buscarlos, obviamente me ofrecí y, creo que por solidaridad, los hermanos menona (les decíamos así porque eran rubios y tenían la piel rosada) y el patrón. Hicieron unas antorchas con trapos viejos, un alambre y un palo; los empaparon de petróleo y les prendieron fuego, y los cuatro nos dirigimos al lugar donde había que buscar los cuerpos. La música de banda y la algarabía se escuchaban a lo lejos, las luces de los fuegos artificiales le daban brillo a la noche. Yo, ensimismado, miraba como revoloteaba la llama roja de mi antorcha y volvía a mi realidad cuando apuntaba para alumbrar más o menos donde habían caído Héctor y el azabache. A lo lejos se escuchó el grito de uno de los menonas “aquí”. El área era grande y las antorchas no daban para alumbrar más. El menona nos guiaba con su chiflido y yo levantaba mi antorcha de un lado a otro. Cuando por fin vi su silueta, me apresuré a llegar a él. Con su antorcha me señaló dónde y yo apunté igual con la mía. El menona me dijo “puede haber una esperanza, Dios es grande”. Llegó el patrón y el otro menona, los hermanos comenzaron el rescate. “El azabache está vivo pero con el pescuezo roto y a Héctor Dios lo tenga en su santa gloria”, y con una reverencia de respeto los menonas se quitaron el sombrero, bajaron la cabeza, se santiguaron y se volvieron a poner el sombrero. El patrón dio la orden de terminar de un balazo con el sufrimiento del animal, “no sea ingrato patrón, él no tuvo la culpa. Déjenos hacerle la lucha”. Él accedió y lo trasladaron en la camilla que era para el hombre, pero como éste estaba ya inerte lo acomodaron en el lomo del caballo.

En el regreso todos veníamos en silencio, cada uno ensimismado, los menonas tal vez en como salvar al azabache, el patrón en la pérdida de su animal y yo pensaba en la mala noticia que le daría a Rosalinda, me la imagino, ya esperándonos arreglada con su vestido de flores y el rebozo nuevo que le compré para ir a la fiesta al pueblo, me imagino la carita triste que pondrá cuando se lo diga y también el destino incierto que les espera a ella y al pequeño Héctor, qué será de ellos, le he fallado a Rosalinda, aunque ahora no estuvo en mis manos salvar a Héctor, tal vez por esto Rosalinda ya no me deje cuidarlos…

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Caballo frisón en libertad >> Óleo >> Glevert Harold Sanchez Cadavid

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