Y dijo Dios: Hágase la luz, y se hizo la luz. Y vio Dios que la luz era buena (…)
—Génesis 1:3-13
La corbeta de guerra Aurora viajaba a través de la oscuridad infinita del cosmos, en los límites del sector controlado por la Confederación Unida. Su misión era interrumpir el avance de los Jikop, una raza beligerante cuyo deseo de dominación no conocía límites.
La computadora de a bordo brillaba con colores cambiantes que se reflejaban en las pantallas holográficas del puente de mando. Mientras la tripulación se preparaba para regresar a la base, a sólo milisegundos de sumergirse en el hiperespacio, la Aurora fue detectada por una mina espacial enemiga con sistema de rastreo de salto, que, al activarse, creó una perturbación en el espacio-tiempo, alterando la trayectoria de la corbeta.
La nave contaba con Turing, una sofisticada inteligencia artificial. Esta poseía un margen de error del 0.00000001, y pudo haber evitado el suceso. Sin embargo, su capacidad operativa estaba sometida a severas restricciones. A raíz de los incidentes de la Primera Guerra Científica, se establecieron prohibiciones estrictas: una IA nunca podría tomar el control de una nave en la que hubiera humanos a bordo.
La Aurora emergió de la cuarta dimensión con su casco vibrando con la energía residual del viaje. En el puente de mando, la capitana Elara Voss observaba la pantalla de datos, con el rostro pálido iluminado por el resplandor de los monitores.
—No deberíamos estar aquí —murmuró Axel Tsai, su primer oficial, mientras manipulaba los controles en su estación. —Hemos cruzado el límite del sector. Esto es territorio de los Jikop.
Apenas había terminado de hablar, una alarma resonó en el puente. Elara levantó la vista.
—¡Contactos enemigos! —exclamó Axel. Su voz desbordaba urgencia. Las pantallas comenzaron a llenar su espacio con íconos parpadeantes que representaban la amenaza inminente. Una nave Jikop se acercaba, imponente y hostil, con su silueta oscura contrastando en el fondo estrellado.
—¡Ajusten los sistemas de combate! —ordenó Elara. —No podemos permitir que nos tomen desprevenidos.
Los ingenieros en la sala de control trabajaban frenéticamente, enviando órdenes por la red de comunicación y calibrando los escudos. Justo cuando el sonido de los motores se intensificó, un mensaje interrumpió los sistemas de la Aurora.
“Ésta es la Fragata de Combate Jikop Evana. Repito. Ésta es la Fragata de Combate Jikop Evana. Envíen una réplica de su base de datos, o serán destruidos en el acto”.
El comunicado de la nave enemiga era una sentencia de muerte. Los Jikop deseaban información sobre los puntos estratégicos de la Confederación Unida, que podría hacerlos ganar la guerra. La base de datos de Aurora no podía caer en las manos enemigas. No había tiempo para titubear.
—¡Desplieguen los escudos! ¡Preparen los torpedos! —gritó la capitana.
Mientras los sistemas de energía se canalizaban para reforzar el escudo protector, Axel comunicó:
—Capitana, estamos listos, pero los Jikop son demasiado fuertes. Si no actuamos rápidamente…
—Confía en Aurora —interrumpió Elara, aunque en su interior, empezaba a germinar la incertidumbre.
La Evana disparó su primera andanada. Los monitores titilaron mientras la pantalla mostraba la inminente trayectoria de los proyectiles.
—¡Desvíen a babor! —ordenó la capitana. La nave zigzagueó, el metal crujió y los proyectiles pasaron zumbando a escasa distancia del fuselaje.
Pero el enemigo no se detuvo. Con una maniobra que sólo un piloto experimentado podría ejecutar, la Evana se lanzó aún más cerca y disparó una segunda ronda de misiles. El estruendo de los golpes reverberó en el interior de la Aurora.
—¡Impacto en el sector tres! —advirtió un ingeniero a través del intercomunicador.
Las alarmas parpadeaban en el interior de la nave, que en el instante siguiente se volvió un torbellino de órdenes.
—¡Axel, asigna la defensa! —exclamó Elara.
—Redirigiendo energía a los escudos de proa. —el oficial movió su cabeza, fijando los ojos en los monitores laterales. —Están intentando sobrecargar nuestro sistema —dijo. —Debemos contraatacar ahora.
—Apunten a los generadores de la Evana —ordenó Elara. —Necesitamos neutralizarlos.
Los ingenieros trabajaban al unísono, los dedos danzando sobre los controles, lanzando torpedos hacia la nave enemiga mientras la IA Turing ejecutaba cálculos precisos.
“Escaneando entorno para prever los movimientos del enemigo”, se escuchó su voz artificial, con sus tonos envolventes, a través de los interfonos.
—¡Disparo en tres, dos, uno! —gritó Axel, y los torpedos brillaron en la penumbra del espacio.
En un destello cegador los proyectiles salieron despedidos, pero la Evana fue más rápida. Con una exactitud devastadora, liberó su armamento, enviando un torrente de fuego hacia la Aurora.
La colisión fue explosiva. El metal retumbó, y el ecosistema a bordo se desestabilizó en un instante.
—¡Reporte de daños! —gritó Elara, mientras su cuerpo era sacudido por la fuerza del impacto.
La información del estado de la nave se descontrolaba en la pantalla. Elara luchaba por concentrarse.
—La única forma de salvarnos es utilizando el hipersalto para escapar. —dijo la capitana. —Debemos asegurarnos de que la Evana no nos siga.
—¡Alistando torpedos como último recurso! —respondió Axel.
En medio del tumulto, dos figuras pequeñas se hallaban en el interior de la cámara hiperbárica. Un par de niños se encontraban adiestrándose en el área de mantenimiento vital justo cuando se desató el caos. Este entrenamiento temprano buscaba transformar a los infantes en experimentados operadores de naves de guerra antes de alcanzar la adolescencia.
Turing los localizó y envió un mensaje a través de los altavoces de la nave.
—Niños, ¡vengan! ¡Deben tomar la cápsula de escape ahora!
Con el coraje propio de la infancia, ellos siguieron su voz. Saltaron a la cápsula, que salió eyectada justo antes de que la nave estallara en mil pedazos al igual que su homóloga enemiga. La Aurora había disparado su ataque contra la Evana mientras el hipersalto se activaba. Pero en ese instante, una detonación se propagó por el vacío, y la corbeta fue desgarrada por el impacto. Hubo un fuego cruzado, donde ambas naves se aniquilaron al unísono.
La explosión resultante fue cataclísmica. Los gritos de desesperación de la tripulación se ahogaron en el rugido del fuego y la descompresión explosiva.
Para ese entonces, ya la cápsula de escape flotaba en la ingravidez, con la IA Turing, ahora transferida a su sistema, mientras se deslizaba en la penumbra del espacio. A su alrededor, los sistemas parpadeaban, recordándoles la gravedad de su situación. La Aurora había sido destruida en el último ataque de los Jikop, y su única opción era dirigirse a la superficie del planeta más cercano.
—Turing, ¿estás lista? —preguntó Adam, con un tono que delataba su nerviosismo.
—Lista para proveer instrucciones. Comenzando secuencia, —respondió la IA, con su tono monótono. —Maya, activa el propulsor de retrorreflejo en 3… 2… 1.
—Activado —dijo Maya, mientras sus dedos danzaban sobre los controles. Los motores de la cápsula rugieron con suavidad, generando una fuerza que empujó a los dos niños hacia atrás en sus asientos.
—Adam, estabiliza el curso. Necesitamos cambiar dirección, —instruyó Turing.
—Entendido. —el niño ajustó el control de vuelo, inclinando la cápsula hacia arriba.
—Acelerando en tres, dos, uno… Ahora. —Giró el mando con precisión, siguiendo la instrucción de la IA. La cápsula respondió con un ligero tirón, pero seguía en buen camino.
—Maya, ajusta el rumbo 75 grados. Evita la zona de desechos espaciales, —indicó Turing.
—Cambio de dirección en proceso— afirmó Maya, observando la pantalla que mostraba la trayectoria de la cápsula. Con un movimiento rápido, ajustó el curso y mantuvo el enfoque. La imagen del espacio exterior se llenó de estrellas mientras se alejaban del caos en el que habían estado atrapados.
—Adam, activando el escudo de energía. —Las luces del panel se atenuaron y una suave vibración recorrió la cápsula.
—Turing, ¿es seguro aterrizar en ese planeta? —preguntó Adam.
—Los análisis indican que la superficie es adecuada para el aterrizaje. Contiene niveles óptimos de oxígeno, así como agua y vegetación. Activa la secuencia de aproximación y prepara los sistemas de estabilización, —respondió la IA, su voz marcando un ritmo constante.
—Listo —respondió Maya. —Corrigiendo el ángulo y ajustando la velocidad de descenso.
—Ahora, suaviza el descenso al entrar en la atmósfera en 3… 2… 1… —Turing hizo una pausa dramática. —¡Ahora!
Maya inclinó la cápsula con cuidado, preparando los sistemas para el ardiente paso por la atmósfera, mientras las llamas danzaban alrededor de ésta al entrar.
—Estabilizando. Altitud a 300 metros —dijo Adam con voz decidida. —Acelerando el regulador de amortiguación.
—Listo para impacto. Ajusta el impulso de aterrizaje en 3… 2… 1… ¡Ahora! —ordenó Turing. La cápsula descendió en un suave giro, sintiendo la gravedad del planeta.
Con un ligero golpe, la cápsula tocó la superficie. Maya miró a Adam con una mezcla de emoción y alivio: lo habían conseguido. La cápsula se abrió con un sonido de descompresión, y los niños pudieron apreciar el único planeta habitable del sistema. Se encontraron en un mundo arcaico que recordaba a la Tierra del periodo Cretácico. Gigantescos reptiles vagaban por doquier, peces acorazados nadaban en aguas profundas, y enormes libélulas zumbaban en el aire o posadas sobre las hojas de helechos primordiales.
Los niños descubrieron un nuevo hogar en la cápsula, que se alimentaba de energía solar. Con el paso del tiempo, ésta quedó cubierta de musgo y vegetación, pero los niños se esmeraban en limpiar cada día los enormes paneles fotovoltaicos que asomaban en su estructura. La voz de Turing nunca se desvaneció. Siempre estaba allí, llena de sabiduría, ayudando a los pequeños a adaptarse a su nuevo entorno, y recordándoles que los Jikop eran una amenaza latente sobre sus cabezas.
Las noches en Palaio, como decidieron llamar al planeta, estaban impregnadas de misterio. Mientras el cielo se oscurecía y los ruidos de la noche se intensificaban, Turing esclarecía su mundo.
—Hágase la luz, —decía, y la cápsula se iluminaba en un tono suave y cálido.
Los niños recostaban sus cabezas contra la fría superficie de metal, sintiendo la seguridad que les brindaba la IA. Su voz omnipresente los guiaba en cada paso que daban. Les enseñaba sobre el mundo que los rodeaba, sobre cómo recolectar alimentos, y les mostraba los peligros ocultos en las sombras de aquel mundo primitivo, olvidado por los Jikop en su vergel.
Aunque no podían verlo, y sólo escuchaban su voz, en sus corazones, los niños sabían que no estaban solos. Esa noche, cuando se cernió sobre ellos la oscuridad, Turing dijo, como de costumbre: —Hágase la luz, —y se hizo la luz.
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Sketch017 – Montaña 24-4-18 >> Técnica mixta >> Alias Torlonio
Gretchen Kerr Anderson (Mayarí, 1998). Poeta y narradora. Licenciada en Lenguas Extranjeras por la UHO Universidad de Holguín. Miembro de la Asociación Hermanos Saíz de Holguín. Integrante del Taller de Ciencia Ficción y Fantasía “Espacio Abierto”. Ha obtenido Mención en narrativa infantil en el concurso provincial León con el minicuento “El gato de los ojos de oro” (Mayarí, 2014), Mención en narrativa en el mismo certamen con el cuento “Cadáveres’’ (Mayarí, 2018) y Primer Premio en poesía con el poemario ‘’Retórica Negra’’ (Mayarí, 2018). Obtuvo primer lugar en el concurso literario de la Universidad de Holguín en las categorías narrativa y poesía (Holguín, 2018) y segundo lugar colateral en el concurso nacional de narrativa Cuentos Fríos (Cárdenas, 2018).