MAX

por Lord Crawen

Dedicado a los amigos en situación de calle.

Pasaron muchas tardes de verano, lo recuerdo porque el sol estaba en todo su esplendor mientras caminaba por primera vez por la calle, donde encontraría no solo a la mujer con la que conformaría una familia, sino también a un gran amigo.

Al llegar hasta su puerta, con un ramo de rosas y la disposición de salir a una tarde de museos, de la nada, cuatro patitas arrasaron el polvo y el asfalto hasta llegar a donde estaba. Era un perro no mayor a un año, podría decir que casi labrador. Para mí, ese tipo de cosas no tienen importancia, porque todos los perros tienen el mismo grato corazón para con la raza humana, aun en su desdicha e ingratitud.

Un ladrido. Luego uno más. Parecía ser una advertencia o una invitación. Acerqué mi mano lentamente a su cabeza, y él no dudó un segundo en dejarse acariciar. Comenzó a levantarse en sus patas traseras, jugueteamos un rato, hasta que mi chica decidió salir.

—Se llama Max —me dijo ella.

—Hola, Max. ¡Qué bonito, Max! —le expresé mientras continuaba jugueteando conmigo.

Nos acompañó hasta la esquina de la calle, donde tomamos el transporte público para iniciar nuestra tarde de aventuras. Max, extrañamente, se quedó sentado esperando hasta que el transporte arrancó, para después volver sus pasos por lo misma calle.

Así comenzó una duradera amistad de treces años humanos o noventa y un años perrunos. Max siempre estaba ahí cuando pasaba por mi chica, no había día que no jugara con él.

El tiempo nos separó un momento, cuando comenzamos la mudanza a una nueva casa lejos de Max, y dejé de verlo un par de años, pero volvimos exactamente a la misma calle, ya conocida a futuro como “la calle de Max”.

Era un canino adulto cuando volví a verlo, tenía entre seis o siete años. Para ese entonces, Max no sólo había dejado de ser un cachorro, sino, víctima de sus circunstancias, había crecido más de lo normal.

Tenía casa, pero sus dueños lo consideraban demasiado grande para dormir dentro. Aprendió a defenderse, a mantener la distancia con otros perros peligrosos, a corretear gatos y ahuyentar motociclistas peligrosos y desconocidos que tenían la osadía de entrar por su calle. Pudo haber dejado todo de lado, mas la lealtad a sus supuestos dueños lo hacía no abandonar la puerta de acceso y la calle.

Fue entonces que aprendió uno de los oficios más longevos de la historia: el de ladrón silencioso. Cual carterista de inicios del siglo pasado, solía acompañarme por las noches a las panaderías locales, y hurtar, en el silencio absoluto, uno o dos panes. En ocasiones, solía o funcionar, pero su tamaño y sus largas patas daban ventaja al engordado panadero que intentaba por todos los medios salir por el agujero entre la pared y su mostrador mal acomodado.

Me preguntaban: “Oiga, joven, ¿ese perro es suyo?”, y yo respondía que no, que él solo me había seguido. Así, completábamos la misión de la cena.

Podrá preguntarse el amigo lector, cómo es que Max subsistía por la mañana o la tarde. Bueno, la respuesta es que acá tenemos mucho tianguis local e, igualmente, Max solía robar las tortas o panes matutinos del vendedor que comenzaba a poner su puesto, nada ayudado por sus hijos latosos o por la mujer que lo enviaba a hacer algo al momento.

Max también me acompañaba al tianguis de los domingos, y era muy divertido ver al incauto vendedor intentando acomodar su tendido, vender su producto al “güero” o “güera” que se paraba en su puesto, evitando como siempre el regateo constante, mientras Max, en su silencio, metía su largo hocico por debajo de los cachivaches del tianguero en cuestión, y robaba la torta más grande que tenía.

A veces, como dije, la situación no salía bien y había vendedores correteando a Max por el camellón, para luego sortear entre autos su escape, haciendo al tianguero volver por haber dejado descubierto su puesto, ahora preocupado por la rapiña humana.

Los tianguis locales de Día de Muertos y Navidad eran para Max el mayor de sus festines, ahí también cometía sus actos de rapiña, escapismo y carrera de mil metros planos con maestría. Pero el tiempo nunca se detiene, y Max comenzó a hacerse viejo.

Conforme su edad aumentó, la situación de calle para Max era más grave. Las lluvias no doblaban el corazón de sus dueños y en muchas ocasiones corría a otros sitios donde refugiarse. Una vez le ofrecí nuestro techo, pero él se negó a entrar, pues tal vez creía que eran demasiadas molestias las que provocaba su tamaño.

En los últimos años, cuando salía por la mañana a trabajar, le dejaba un palto de croquetas, sobras de comida, pollo y su respectiva agua, para que pudiese desayunar. Me acompañaba a la esquina a tomar el transporte.

Una vez, en su valentía total, me acompañó a todo lo largo de la avenida hasta la estación del metro, para luego volver a casa. Pensé que tal vez comenzaría a extender su dominio de rapiña a otros sitios, pero aquello era un gesto de amor y agradecimiento, lo hizo un par de veces más.

Entrado en su vejez, cuando los paseos a los tianguis le eran cansados, comenzó a cobrar tributo a los vecinos, protegiéndonos por las noches, ladrando a incautos o a motociclistas que solían entrar a su calle. Comenzó una banda callejera junto a otros perritos en su situación, que a la fecha, sin guardarle luto, continúan en sus posiciones, realizando actos de rapiña, búsqueda de caricias, cobro de derecho de piso y persecución de vehículos motorizados.

No había mañana ni noche que Max no viniera a cobrar su derecho de piso: croquetas, agua y caricias. El resto de los vecinos pagaba igual.

Su pelaje comenzó a hacerse rugoso, su piel a marcarse por el sol y el duro asfalto, las huellitas de sus patas se fueron gastando, así que sus supuestos dueños, al final, comenzaron a resguardarlo en casa, pero durante el día volvían a dejarlo afuera.

—Él ya es de la calle —dijeron.

Nosotros, por el contrario, apoyamos a Max en todo lo que pudimos, mientras él nos daba los buenos días y las buenas noches, asomando su hocico por la puerta. También, le comprábamos a veces un pan, pensando que seguramente extrañaba la rapiña de las panaderías. Él lo devoraba gustosamente.

Cuando cumplió sus noventa y un años perrunos, solía estar dentro de lo que se suponía era su casa, pero algunas veces salía e iba hasta mi puerta a buscar comida.

Hace un par de meses, lo vi bañado. Entre las cataratas que ya cubrían sus ojos, se le podía sentir contento; de alguna forma, en el final de sus días, recibía la atención que nunca  le habían dado. Antes de volver a su puerta, le ladró a un motociclista.

Una tarde de otoño, salí para recibir un paquete. Max estaba afuera, pero no era el mismo de todos los días. Recostado sobre el asfalto, esperó a que me dieran el paquete, para voltear su mirada, ya vacía en lo físico por sus cataratas, pero llena de orgullo y amor en el fondo de todo aquel nublado estado. Movió su cola un par de veces. Entré a casa y le di un plato de croquetas y otro con agua. Le costó trabajo levantarse. Comió todo lo que le di, aunque ya era poco, pues al menos ya lo alimentaban en su supuesto hogar.

Levantó su mirada. Se quedó detenido por completo, sin mover la cola. Tras esto, volvió hasta la puerta, tocando para que por fin le abrieran. Me miró por última vez a lo lejos. Movió la cola, y pude ver cómo asentía con su cabeza, como dando gracias.

No volví a ver a Max esa tarde. Los dueños tuvieron que dormirlo, porque su peso comenzó a causarle daño en sus patas. Lloramos en familia la muerte de Max, pero reímos recordando sus exitosos días como ladrón de oficio.

Su banda perruna sigue fuera, haciendo su trabajo. Nosotros, tratando de alimentar no sólo a los perritos que llegan a nuestra puerta, sino a todos aquellos animales en esta situación, porque Max, a pesar de su circunstancia, nunca tuvo como opción rendirse, y buscó la manera de ser agradable a los vecinos y de robar de la manera más tierna posible. Tampoco era una víctima de ningún sistema, pues había aprendido a que no hay que seguir regla alguna. Max es el ejemplo más grande del anarquismo que pudiera conocer.

.

IMAGEN

Diógenes >> Jean-Léon Gérôme., Francia, 1824-1904.

Lord Crawen, Jezreel Fuentes Franco nació el 29 de junio de 1986 en la Ciudad de México. Estudió Ingeniería en Comunicaciones y Electrónica en el IPN; luego, su pasión por la Literatura lo llevó a formar parte del Taller de Creación Literaria impartido por el profesor Julián Castruita Morán, y del impartido por el profesor Alejandro Arzate Galván. Participante de Concursos Interpolitécnicos de Lectura en Voz Alta, Declamación, Cuento y Poesía. En 2014 fue finalista del Concurso Interpolitécnico de Declamación. Participó en cuatro obras de teatro de improvisación, las cuales fueron presentadas en los auditorios de la Escuela Superior de Ingeniería Textil y en el Cecyt 15. Ha realizado ponencias en eventos de Literatura del horror, en el auditorio del Centro Cultural Jaime Torres Bodet. Publicó algunos trabajos para el portal electrónico “El nahual errante” y actualmente, se desempeña como ingeniero de procesos de T.I.

TE PUEDE INTERESAR

Dejar un comentario