Se sabe que idealmente la música es el más noble de los recursos, donde menos guerras se originan y que con su ritmo se logran los mejores resuellos de paz. Su carácter transitorio le concede autonomía para ser liberada sin riesgos. Deambula en todos sitios, sin ataduras, a pobres y ricos les pertenece. Se nutre del espíritu para ensalzarlo y sus variaciones nos llevan a mundos insospechados. Los que tienen el don de su manipulación la manejan con ton y son, pero inclusive, siendo escuchas, se nos ha dado la oportunidad de sentirla.
Todo fue posible desde el bit más primitivo hasta lo que resurge en su posibilidad infinita, todo, hasta que llegaron los creadores de la pirámide. Se adueñaron de su latido, privatizaron su ritmo, cobraron por utilizarla y hasta por crearla. Hicieron una ciudad gigante, llamada industria, en la que trazaron calles y avenidas, con tendido eléctrico y de radiofrecuencia para dispensarla. Dispusieron la moda y lo que había de escucharse. Pero aun en su poder, y siempre en movimiento, la música encontraba la forma de liberarse para pertenecer al plural.
Los dueños de la pirámide descubrieron la manera de encadenarla. Compraron las mejores mentes, las más creativas, y nutrieron los oídos con sus buenas producciones. Todo era permitido por aquellos que la abundaban. Mantuvieron la base de la pirámide para consumo y soporte, y encumbraron a quienes quisieron. Tanto era su poder que jugaban a subir a unos y tumbar a otros. Los artistas de plástico, así les decían a los utilizados, creían soportar la fama, pero la caída, al perder la identidad de ser un artista verdadero, era inminente.
La forma de distribuir la música fue cambiando con la modernidad. Del formato físico, se pasó a comprimirla para su canje entre melómanos, pero eso es entendible, debido a que la música goza de sus mil propiedades. Con el tiempo fue ultrajada hasta el absurdo de que un solo ritmo predominó los altoparlantes. Los verdaderos artistas se escondieron bajo la ciudad. Los más osados continuaron en su intento por hacerse notar, pero una vez más, los dueños de la pirámide lograron su objetivo. Ahora escucharla no precisaba poseerla.
El colmo se dio cuando hasta para hablar se ejerció el poder de supervisión. Se pagaba caro eludir el registro de autor. Después de la prohibición, vino el silencio. El poder de la industria fue apabullante, compraban o callaban a su menester, y liberaban a quien quisieran. Nadie se opuso al oprobio de ser aplastado, esperaron la liberación natural que la música concede, la que nunca llegó, ni siquiera en un silbido. Al mundo se le impidió con sordina, y cuando el oído que todo lo escucha atendió aquel mutismo, se le ocurrió privatizar el silencio.
A pesar de lo adaptables que podamos llegar a ser, necesitamos del ruido. Es armonía lo que opera en cada individuo, y no tiene que ver con creencias o con que la modernidad requiera de tal o cual forma de manejar la música. Las creaciones individuales valen, sean de arriba, abajo, izquierda o derecha. Si queremos seguir escuchando los sonidos del mundo, tendremos que aprender a vivir con sus opuestos y bailar al ritmo que la situación amerite. El enemigo a vencer, en todo lugar donde la música se celebra, es el mismo: la ambición desnaturalizada.
La musica, a pesar de ser la más vieja de las virtudes, lleva pocos cambios en su forma de ajustarse al baile. Deambulamos en un primitivismo de cómo debe ser gozada, sea por selección democrática o bailada en sociedad. Seguimos en la búsqueda natural de su exuberancia, la que ajuste a todos, donde el inocente no tenga que pagar por el culpable, donde no sólo el superior mande, creyendo que los oídos que no gozan de ser absolutos le pertenecen, y recordar que, aún para los desprotegidos, el sonido del dinero es importante.
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Radio de tango >> Hernán Aguilar
Eleuterio Buenrostro Calatrava, de profesión, escanciador de almas, es un ser inmortal insuflado, no nacido, el 14 de marzo de 2002 en Manuel Núñez. Sobre este último se sabe que es un seudoescritor intuitivo, que se escuda en heterónimos, y latinismos que desconoce, por falta de credenciales como escritor. Vino al mundo un 16 de julio de 1972, en Benjamín Hill, Sonora, cuando el tren de las seis de la tarde anunciaba su llegada. Fue entintado por los tipos de una vieja imprenta, perteneciente a su padre. Marcado en su niñez, se fue a bañar, desde los cuatro años, a las playas de Puerto Peñasco, Sonora, y a secar, desde los dieciocho, en el sol de Mexicali, Baja California, donde reinicia como escritor de tiempo incompleto. Colaboró a finales de los noventa en la sección de música, en la revista Ahí Tv’s. Debido a la apertura que otorga internet fue publicado en la página Ficticia.com, y actualmente colabora en Sombra del Aire, siendo Eleuterio Buenrostro —su nombre de tinta y verdadero artífice—, quien guía su pluma desde el escondrijo. Non plus ultra.