Por Eleuterio Buenrostro
Recordaba vagamente a su padre quien lo dejara vestido de mujer, junto a las Híades, para su resguardo, lo cual hizo difícil su de por sí confusa infancia. Consagrado a la meditación y a la forma lenta inventó, siendo apenas un niño, el vino que en enajenación, brutalidad y excelso sabor era incomparable a nada sobre la tierra sino al amor, mas eso lo comprobaría tiempo después; en ese entonces todo en él era consagrado a experimentar el solaz en la vida.
Viajó por el mundo acompañado por su tutor sileno y un ejército de sátiros y ménades que danzaban en bakcheia. Conquistaron y enseñaron el arte de la vinicultura en Egipto y la India; regresaron después a Europa donde invadieron Tracia, Tebas y toda Beocia; recorrieron después las islas del Egeo propagando alegría y furor hasta llegar a Naxos.
Fue en un viaje a Atenas donde, en total lucidez, se enamoró de la hija del rey Icarios. Erígone llevaba por nombre y su belleza era como la embriaguez misma. Bajo un árbol de frondosa apariencia, el cual se tenía como divino, consagraron su unión y bajo su resguardo le prometió regresar.
En recompensa por su hospitalidad enseñó al monarca Icarios el arte de hacer vino. Después partió dejando preñada, sin saberlo, a su fiel Erígone. Estáfilo fue llamado el pequeño, quien al nacer llenó de gozo al abuelo Icarios. Su llegada coincidió con una época de buena uva. Aprovechando la doble satisfacción, el monarca quiso compartir a sus súbditos de su felicidad y recorrió los campos con pellejos llenos con la fórmula que el extranjero proveyera.
Los labradores y pastores bebieron insaciables sin conocer de sus efectos…
—Concédaseme como narrador hacer un compartimiento, me llamo Eleuterio, y soy un alcohólico.
—Buenas tardes, Eleuterio —saluda un borracho en el mismo bar.
—La vez que conocí a Dioniso en persona pensé que estaba alucinando. Discurrimos de todo y nada hasta llegar a la locura. Dioniso afirmó entonces que loco es el único adjetivo que todos quieren y aceptan para sí mismos sin chistar, “sin embargo” aseveró seguro y levantando la copa, “después de haber surcado medio mundo y soportado vicisitudes, puedo asegurarte que el amor es la única locura por la que vale la pena luchar y que el destino de todos es hacer lo que mejor se pueda con la loca que nos toca en casa”. Lo dijo valientemente y justo en el discurso recibió una llamada de Erígone; necesitaba pañales para su séptimo hijo. Al colgar bebió un último trago y concluyó que el amor era como el vino, que nomás a los pendejos les pega, pero que Dios premia a quien decide experimentarlos. Después desapareció dejándome pensativo y con una resaca en recuerdo.
—Tú no estás loco, ni enamorado, Eleuterio, sufres de delírium trémens a causa de la abstinencia, mejor continúa con el relato.
Los labradores y pastores bebieron insaciables sin conocer de sus efectos; mas al sentirse embrutecidos creyeron que el viejo los había envenenado y le dieron muerte.
La bella Erígone, preocupada por la ausencia de su padre, salió en su búsqueda. Ya caída la tarde lo encontró enterrado bajo el mismo árbol que se dijera divino, aquel del que por tradición oral se sabía había sido plantado por el gran Hefestos, y donde escuchara la promesa de volver del extranjero. Ajena a la cordura terminó con su vida colgada del mismo árbol y en su redención fue elevada al firmamento como la constelación de Virgo.
El dios del frenesí, quien había brindado la fórmula para perder la cabeza, mas no así la manera de recuperarla, castigó a Atenas por sus actos con una plaga, infundiendo locura a toda mujer soltera para que se ahorcara a la misma edad en que lo hiciera su amada Erígone.
En Grecia fue su última batalla de vinitización donde finalmente murió. Antes de subir al Olimpo descendió al infierno y rescató a su madre, quien fuera la mortal a la que Zeus más había amado, y subió con ella para que la apoteosis fuera concluida. En recompensa se le dio una puerta que daba a un bosque inmenso de estrellas donde, columpiándose del más frondoso árbol, rencontró el amor que en enajenación, brutalidad y excelso sentir era incomparable a nada sobre el firmamento sino al vino.
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El sueño de Dioniso >> Óleo >> A. Bloemaert
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