JUAN, MI AMIGO EL CABALLO

por Héctor Vargas

Lo conozco desde que éramos niños, fue después de la separación de mis padres, a los cuatro años, que supe de su existencia. Tengo evocación de reencontrarnos en la secundaria y la preparatoria, aunque no lo recuerdo tanto de ese tiempo, sino hasta que decidí estudiar fuera de casa. Nuestro destino a seguir fue la ciudad. No recuerdo cómo llegamos a ser tan cercanos. Pienso que fue dándose poco a poco y que, al final, fueron las coincidencias las que destinaron nuestra amistad y difícil separación.

Si he de sincerarme, al hablar de mi amigo Juan, es necesario que se sepa que en verdad existe, aunque él sea un caballo; un caballo negro, para ser más exacto, reluciente en su pelaje, que de tan negro destella en un azul pardo hermoso, con el que intensifica su misterio. Solía perderme en sus ojos, los cuales me llevaron a un estado de profundidad al que temo y del cual, aun hoy, aunque con menos insistencia, rehúyo al no saber dónde termina.

Alejados del puerto, ya en la ciudad donde cursamos nuestros estudios superiores, decidimos rentar un cuarto y compartir gastos. Conocer la urbe, en su compañía, fue un goce, mezcla de nostalgia y descubrimiento. Movidos por la apertura de la prohibición, otorgado por los dieciocho años, y con la lejanía de la familia, vivimos experiencias, propias de la nueva estancia, que aparentaban libertad. Juan me acompañaba ahora, a todos lados.

Las habilidades de Juan, mi amigo, por ser un caballo, son muchas. A él, propiamente, como animal, de quien no se sabe lo que hará, no le temo, sino a lo que me provoca su instinto. Sé cómo reacciona en sus desplantes, y creí poder domarlo en sus momentos más agrestes, pero no fue así. Las peleas, entre nosotros, me obligaban a actos desesperados, y fueron el común de cada fin de semana. Siempre ganaba su cerrazón, por encima de la sensatez, y en las resacas, del día siguiente, se pagaban las consecuencias; era una carrera que iniciaba siendo divertida y que al tornarse peligrosa se volvía imparable.

Una noche, cuando ya cursábamos el cuarto semestre de la carrera, me sentí cansado de tanto desarreglo. Le confesé a Juan que estaba perdiendo la habilidad de ver el color del mundo y que eso me preocupaba, que quizá necesitaba cambiar de ciudad. Puede que eso sea consecuencia de mi compañía, confesó. No podemos atenernos a primeras experiencias, eso se acaba con el transcurso, agregó, además, no sé si lo has pensado, pero estás convidado a responsabilidades que se ven cada vez más cercanas: Hacerte cargo de tu vida, trabajar, buscar el éxito… Es una rienda suelta difícil de manejar, terminó.

Después de esa plática noté que Juan pretendió distanciarse. En casa llegaba a destiempo y en la universidad me saludaba de lejos, sabiendo que un simple convido echaría todo a trasborda y yo lo permití, pues temía de sus consecuencias irracionales. Repensaba por qué habría de seguirlo y la respuesta segura, por sanidad de mente, fue negarlo o mantenerlo alejado lo más posible.

La última vez que discutimos, yo estaba en la parte alta del edificio de la facultad, midiendo la distancia que daba al suelo. Al volver la vista, Juan me veía de lejos. Se tomó el cabello, sujetándolo en una coleta, y soltando un suspiro largo, se aproximó. Debo confesarte algo, dijo mirándome fijamente, estoy enamorado de ti, agregó tajante. Yo volví a los lados, para constatar que nadie nos escuchaba. Nerviosamente me alejé del parapeto. Pero eso es imposible, le contesté, tú y yo somos amigos. Es eso, ¿o es porque soy un caballo?, preguntó. Nada de eso, sabes que te quiero mucho, pero no pretendo sobrepasar nuestra amistad. Entonces nada tiene sentido, agrego, tendré que acabar con este sufrimiento.

Su rostro estaba fuera de sí. Me acerqué para tomarlo del hombro, y sin poder contenerlo, dando un salto, se posicionó sobre el muro. Si no me amas, me lanzaré al vacío, dijo, no hay vuelta atrás. Nunca había sentido el peso del miedo como entonces, esta vez no sabía cómo reaccionar. Sus ojos eran una profundidad insoportable. Cerré los míos para no sentir la presión, bajé la cabeza e hice oído sordos a lo que mi mente me ordenaba. Como pude le di la espalda y sujetándome del pasamanos, bajé las escaleras para huir.

Ahora que lo pienso, a mis casi cincuenta años, siento pena y me da risa la situación. No hay edad para lidiar dificultades que se pinten exageradas, eso lo sé, pero en ese entonces yo era muy joven, y estaba solo en una ciudad desconocida. Me era difícil sobrellevar la madurez que se vislumbraba próxima. Mi respuesta al mal que me aquejaba fue truncar mis estudios y abrirme paso como trabajador, lo que me acarreó otro tipo de dificultadas, aunadas a las responsabilidades de adulto.

Entiendo que fui culpable de aquel mal entendido. Coquetear con Juan era un juego que resultaba agradable en juventud. De hecho, puedo asegurar que esa parte se exaltaba en la cotidianidad; estaba de moda. Justificaba su cercanía como solución para enfrentar mi rastro de problemas, alegando que tenía motivos para estar con él. Las dosis pequeñas me generaban un bienestar soportable, pero había momentos en los que no podía con su presencia, todo desajustaba, nublaba mi vista, y quería dejar de existir.

Hace un par de días, de camino al trabajo, observé a Juan hostigando a un joven que no conocía. Pude verme reflejado en su silueta desgarbada, en su caminar retraído y su cara de preocupación. Miraba al suelo, con Juan a la espalda, musitándole su miseria. Di la vuelta a la cuadra para alcanzarlo de nuevo, estacioné el coche y bajé con rapidez, para toparlo de frente. Juan se percató de mis intenciones y al verlo, una opresión en el pecho no me permitió hablar. ¡Qué gusto verte de nuevo!, me dijo, alzando sus manos, solicitando un abrazo. Mi vista estaba en el chico, me pasó al lado sin percatarse del mundo, lo cual es común al estar en presencia de Juan. ¡Amigo!, grité con fuerza. El joven volteó a mirarme. No permitas que te haga daño, le dije, eres más fuerte que él, y no puede ganarte; no se lo permitas.

El joven me vio con extrañeza, atinando a mis palabras. ¿Alguna vez se irá por completo?, preguntó serenando. No, nunca, le respondí, pero puedes mantenerlo domado, y en caso de volverse insoportable, busca ayuda, le dije. Afirmó con la cabeza, enderezó su postura y sonrió agradeciendo de no ser el único con la habilidad de mirarlo. Sobre su hombro pude ver a Juan que se escabullía con trotar lento, iracundo, en busca de algún otro incauto a quien fastidiar.

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IMAGEN

Caballo frisón en libertad >> Óleo >> Glevert Harold Sanchez Cadavid

Héctor Vargas, Héctor Manuel Vargas Núñez nació en Benjamín Hill, Sonora, el 16 de julio de 1972. A la  edad de cuatro años, después de desordenar los tipos de una regla de composición de  una imprenta mecánica, fue llevado a Puerto Peñasco, Sonora. A los diecisiete años, en un viaje en un barco camaronero, después de un intenso día de labores, decidió por las letras que lo aproximaran a explicar lo que vivía. Escritor intuitivo, inició a colaborar, a finales de los noventa, en la sección de música de la revista Ahí Tv’s. Debido a la apertura que otorga internet fue publicado, a principios del dos mil, en la página Ficticia.com. En la actualidad colabora, desde septiembre del 2015, en la revista digital Sombra del Aire, con los seudónimos de Equum Domitor y Eleuterio Buenrostro.

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