Por Antonio Rangel
Yo seré un narrador en tercera persona y enseguida haré un cuento. Tengo dos protagonistas: Héctor y Helena. Para muchos lectores estos nombres deben de conectarlos con recuerdos estudiantiles, acaso con algún libro de texto, con alguna clase de literatura o con una película. Los lectores de mejor memoria cuando comience a describir la primera escena, sabrán de qué se trata esta historia, en cambio, los desmemoriados quizá se sientan más a gusto imaginando que es una anécdota que bien podría estarse desarrollando en nuestro tiempo.
Me gustaría que cualquier lector viera el mismo rayo de sol que yo veo cuando imagino a Héctor sentado en su comedor solitario, con la mirada extraviada y un plato intacto de fruta; el rayo de luz toca dos nudillos de la mano que no sabe tomar el tenedor para desayunar; la línea luminosa también se tiende sobre pedazos de melón y una resquebrajadura de loza. Las mañanas son mucho menos dramáticas que las noches; sin embargo, también en horas de sol suenan miserias o el teléfono.
Héctor contesta su celular. Helena le dice que necesita verlo y que debe ir preparado. Héctor dice que irá lo más pronto posible. Cuelga y llama a su madre para pedirle que se quede con el bebé mientras él sale un momento. La madre vive a dos cuadras de distancia, no hay problema para ella en acudir, además le encanta cuidar a su nieto que apenas tiene dos meses.
Cuando la madre llega, primero pregunta por el pequeño. Está durmiendo aún. ¿Y tu mujer? Hoy regresó a trabajar. ¿Y tu trabajo? Pedí unos días. ¿Para qué? Preguntas como policía, mamá. ¿Quién cuidará al niño? Encontraremos una guardería. ¿Y ahorita a dónde vas? Me van a pagar un dinero. ¿Por qué no vienen a dejártelo? No se puede, gracias por quedarte con el niño.
Espero que el lector comprenda que no había una muy buena relación entre Héctor y su madre ni entre la madre y la nuera, pero que pese a ello, si Héctor no quiso mencionar el verdadero motivo de su partida es porque Helena era casi un nombre impronunciable ante su madre. Era su otra nuera y mutuamente se despreciaban. Se trataban de perra extranjera y vieja agria, respectivamente. En más de una ocasión, Héctor había intervenido para apaciguarlas e intentó en vano convencerlas de que la tolerancia es plausible.
Durante el trayecto a la casa de Helena, Héctor intentó escuchar música. No pudo concentrarse en ninguna letra y en ningún ritmo. Las canciones desaparecían, se confundían entre sí como si el tiempo se hubiera acelerado, sin embargo, la velocidad no se sentía en su vehículo, por el contrario, sentía lentitud: que el tráfico era torturante, que no había resquicios para avanzar, que estaba atorado y que no estaba a treinta minutos de distancia, sino a treinta años.
Treinta años antes, él y Paris jugaban videojuegos, futbol y a besar a las mismas niñas. Veinte años antes, entrenaban juntos kick boxing, se colaban a los bares bien vestidos aunque sin dinero y tenían planes de viajar. Diez años antes, se fueron juntos a Rusia, regresaron golpeados, felices, endeudados y con Helena.
También había un rayo de luz tocando los dedos finos de Helena cuando Héctor la vio por primera vez y su hermano le dijo “me la voy a llevar a México”.
Ya vinieron a buscarme, dijo Helena, en lugar de saludar a su cuñado. Nunca pensé que pudieran dar conmigo; dejarme llevar por el amor cuando conocí a tu hermano no es lo más estúpido que he hecho, antes cometí una tontería peor: me metí con mafias. Pensé que yo no era importante, que me olvidarían, que me darían por perdida y que jamás vendrían hasta acá a buscarme. Tal vez no soy importante, pero las obsesiones son locas, las necedades son inexplicables y somos sus esclavos. Tu hermano es incapaz de defenderme, ni siquiera podrá defenderse él mismo. Creo que voy a irme.
¿Quién te busca? Preguntó Héctor, no obtuvo respuesta y le replicó al silencio: si te han llamado, si han estado cerca de tu casa, si conocen por dónde anda Paris, quieren algo más que llevarte. Tú sabes que también se trata de venganza. Quizá nadie puede defenderse a sí mismo, todos debemos defendernos entre todos. Nadie ganaría si tú regresas o si huyes a otro lugar, igual buscarían matar a mi hermano o él mismo los buscaría para morir. Creo que no sabes que a su modo él te quiere y te necesita como no había necesitado ni querido en su vida.
Helena tenía su vista clavada en el cierre de un velís y Héctor la suya en el gas de su encendedor. Helena habló sin mudar la mirada.
Creo que ahora él te necesita más a ti. Aunque también yo te necesito ahora más a ti que a mi esposo. No para que me defiendas o defiendas a tu hermano, sino para que me ayudes a decidir. Eres mi único amigo.
Y Héctor, guardando su encendedor, caminando, dijo:
Nuestra vida no ha sido mala. Hemos conocido muchas cosas. ¿Te llegan los mismos recuerdos que a mí? Platicando, tomando, jugando. Me duele imaginar que no reímos lo suficiente juntos, pero es mentira, reímos demasiado. Estarás bien. Pase lo que pase.
Estaba bien con mi vida antes de enamorarme de Paris… aunque me sentía sin sentido. Luego el amor también pasa y vuelve el sinsentido. Perdóname por hacerte venir. Regresa a tu casa con tu esposa, tu hijo y las cosas cotidianas. Si me voy, los convenceré de que no le hagan daño a tu hermano.
Intentaron darse un beso de despedida y un abrazo último. Pero es difícil para los mortales resistir la conciencia de la verdadera despedida, para colmo el teléfono los interrumpió. En ruso le dijeron que tenía diez minutos para salir, que ya estaban afuera esperándola, que actuara sensatamente para que no brincara el olor de la sangre.
Salieron juntos. Había tres hombres en una camioneta, los tres descendieron y gritaron en ruso. También en ruso respondió Helena. Uno de ellos se acercó y la tomó del brazo para acompañarla a subir. Otro subió para tomar el volante. Sólo uno se quedó mirando a Héctor de frente y le hizo una seña tal vez para alejarlo o para retarlo.
Se imaginó asesinándolos rápidamente, también se imaginó que volvía a cambiarle los pañales a su hijo, incluso imaginó un pasado distinto en el que le decía a su hermano que de ningún modo permitiría que se casara con una rusa. Al final no hizo nada de lo que imaginó. Aunque sacó una pistola y gritó que ella debía decidir y hasta ahí llegó su vida, pues los tres hombres estaban armados y los tres le dispararon y le dieron.
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IMAGEN
Héctor >> Óleo sobre madera (50 x 50 cm) >> Crespo
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