ENTRE LOS PIES DE LO TÍPICO

por Antonio Rangel

Por Antonio Rangel Reyes

Una de las cosas más coquetas que he visto en mis cibervagancias es una serie de ilustraciones y textos agrupados como Los mexicanos pintados por sí mismos, se trata de una publicación costumbrista. Es posible que nadie tenga una idea clara del significado de costumbrismo, debido a que los términos literarios son usados a la buena de Dios por los estudiosos, a pesar de que últimamente creen que estudiar literatura los vuelve científicos. En México, por ejemplo, cuando un crítico no ha entendido cierto cuento o novela, puede decir “es una obra costumbrista”, o bien, “tiene un notable influjo costumbrista”, ¿qué querrá decir? Probablemente nada, pero seguirá publicando y ganando puntos. Según cierto chiste, en nuestro país, Kafka habría sido un escritor costumbrista; esto pierde gracia si notamos que prácticamente todos los novelistas mexicanos del siglo XIX han sido ubicados dentro del costumbrismo, así que no sólo Kafka: Hemingway, Proust, Hamsun,cualquiera hubiera sido llamado costumbrista por una sola razón: a nuestros maestros y doctores en letras les encanta tal palabra. Lo malo es que por usarla a diestra y siniestra se han quedado en el olvido los verdaderos costumbristas.Entre los pies de lo títpico

La otra razón por la que los nombres de José María Rivera, Hilarión Frías y Soto, Pantaleón Tovar o Juan de Dios Arias suenan a ruidos desconocidos es porque no siempre pegaban su nombre a sus textos. Pero ciertamente pesa más para su olvido la idea de que describir lo que los ojos ven, es no hacer arte o que, por la ausencia de trama intrincada, se trata de literatura despreciable. Como sea, los citados autores y otros más colaboraron en Los mexicanos pintados por sí mismos. La obra era un remedo de Los cubanos pintados por sí mismos, que a su vez modelaba a Los españoles pintados por sí mismos, que fue un epígono de Les francaispeints par eux-memes, que se hizo para seguir el éxito de Heads of thePeople. La idea era retratar a la gente que llamaba la atención conjugando lo visual y lo literario.

El extraordinario goce de lo ordinario. Ésta es mi definición de costumbrismo; saborear la vida cotidiana, olvidar un poco el asombro por los castillos imaginarios y recuperar el asombro ante las columnas de hormigas trasladándose por su montículo.

En Los mexicanos pintados por sí mismos, lamentablemente no hay indígenas ni tipos de clase alta, tampoco alto clero ni militares; es decir, realmente no es una obra que refleje la estratificación de la sociedad mexicana, sino que por sus omisiones es una muestra más de que aquí nunca se ha sabido bien qué será eso de la libertad de expresión. Son escasos los retratos de tipos en verdad mexicanos: la china, el ranchero y el pulquero, aunque los otros personajes retratados no dejan de tener un color mexicano. Voy a citar del texto pulquero un fragmento que está guapo:

Se le ocurrió al dueño de un tinacal probar la fidelidad de sus conductores mandando teñir de rojo el agua de cierto pozo donde se sospechaba que el pulque recibía el primer sacramento… Dicho y hecho: al entregar el pulque al día siguiente, el arriero vio con asombro salir de la bota o pellejo un chorro no blanco según era de esperarse, sino sonrosado, encendido, pudoroso; ni más ni menos que si el maldito líquido conociera la vergüenza y se ruborizara por haber renegado de la raza de Israel, dejando de ser judío.

El infeliz conductor atribuyó el prodigio a los hechizos de una bruja malqueriente: el pulquero semi-ilustrado vio la parodia de la primera plaga de Egipto; pero el dueño del rancho por desgracia no vio ni brujas ni prodigios sino sólo la necesidad que había de mudar de conductor.

El acto de bautizar el pulque, la verdad, no es algo muy cristiano, pues revela la necesidad de picardía en una sociedad que cierra las puertas del dinero y la ley a los pobres. Independientemente de eso, yo me quedé con deseos de un retrato del conductor, tal vez un tlachiquero. Asimismo quisiera una versión 2016 de cuadros de costumbres porque hay personajes que deleitarían la imaginación lectora en otros lares, por ejemplo, el viene-viene, seguro que en Nueva York no tienen viene-vienes; y tiene un gran potencial literario ése al que también llaman franelero. Otro personajazo es el súper tatuado que acaba de salir del reclusorio y vende chicles porque ya cambió de mentalidad. Qué tal el mismísimo microbusero, ¿no es ya en nuestro imaginario un ente prototípico? Igual que la señora de las quecas, o el chacharero y el teporocho; también los chichifos y chacales de la Alameda, aunque menos famosos, supongo por culpa del bugacentrismo normativo.

Por otra parte, la vocación o el oficio no determina la formación de un personaje en el imaginario. Por ejemplo, se podría escribir, en lugar de la antigua coqueta, acerca de la calientahuevos; en vez del dandy, del metrosexual. Hay muchos personajes propios de la actualidad, no precisamente de México, que se han vuelto notables: el hípster y el chavorruco, los godínez y las feminazis, la lesboterrorista y el princeso. Su perfil costumbrista se traza en revistas que he leído en antesalas de dentista y en Twitter. ¿Serán en el futuro tales retratos apresurados, valorados tal como yo valoro a estos desconocidos del XIX? Todavía soy un hombre que confía en los libros y creo que sería buena idea editar uno de costumbrismo siglo XXI. Pero…

En las sociedades en las que predomina el fetichismo de la novedad, las modas generan, además de la recirculación de mercancía sobrevalorada, personalidades estereotipadas, o dicho de otro modo, como las empresas quieren vendernos a cada rato las mismas cosas, constantemente nos seducen y nos atiborran de publicidad para que compremos, no sólo productos innecesarios, sino también para que adquiramos una identidad prefabricada, y peor aún, que juzguemos al prójimo según las modas, y que mantengamos prejuicios sobre los demás, despreciando su singularidad, eso que nos hace únicos, productores y creativos, y no simples consumidores cuyas razones de vivir sean la chamba y el entretenimiento. Si pudiéramos apreciar la singularidad de cada uno de nuestros vecinos, no podría existir el retrato costumbrista.

Finalmente, el costumbrismo es una literatura de cotorreo porque reduce la complejidad de lo real a la sencillez de lo típico (mentira que retrate lo real: retrata los prejuicios dominantes de la época). Conviene no perder de vista, al analizar cuadros de costumbres, que entre los pies de lo típico se arrastran los grilletes que forja la sociedad.

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1 comentario

Paz 11/04/2016 - 01:33

Magnífico.

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