Por Eleuterio Buenrostro
Mi abuela María no murió, tampoco era esa a la que mi hermano Emigdio, hincado sobre la tierra, pedía no la enterraran. No es que trate de negarme a su muerte, sino que sé que ese cuerpo que velamos no era ella. Mi abuela era fuerza, una taza de café infinita en sus manos, una voz de enojo que hacía cimbrar a cualquiera. Esa última que reposaba tendida sobre la cama, tenía una cara pálida, los labios enjutos tratando de mantener el alma en su interior. El beso que le di, después de su último aliento, fue frío y sin respuesta. No, ese cuerpo no era ella.
Tampoco Georgina, mi prima hermana, creyó su muerte. Después de haber sido declarada fuera de este mundo, al reacomodarla sobre la cama exhaló un suspiro y Georgina, a sus escasos catorce años, exclamó: ¡no está muerta!
Tampoco está en su recuerdo, aunque la conserve en mi mente: ojos vidriosos, trenzas largas y canosas, pómulos sobresalientes, colguijes y talismanes en su cuello, una colección de pulseras, de todos tipos, que al desplegar llenaban su antebrazo. Mi abuela era de espiritualidad natural y religiosidad convencida. En una ocasión fue invitada a una reunión de hermanos y al casi cruzar la puerta tropezó cayendo de rodillas, supo entonces que era una señal de no renunciar a sus creencias, las que conservó para siempre. Tampoco creía en los médicos, decía que acostumbraban a matar personas y que el día que fuera asistida por uno, moriría.
Yo no fui el preferido de ella, pero sí permanecí en sus últimos años. Cuando llegaba de la preparatoria la veía sentada, mirando sin ver, perdida en sabe cuántos pensamientos. Le propinaba un beso en su mejilla y ella adivinaba diciendo: “mi Tito”. Entonces le recriminaba su supuesta falta de visión y desternillaba en una carcajada ante la insolencia a su ceguera.
Pero se preguntarán por qué insisto en que sigue viva, y es porque ella misma me confirmó haber realizado un viaje a la eternidad. Anoche quería ir al baño y me levanté del catre, me dijo. Me fui pegada a la orilla para alcanzar el cordón del foco. Anduve dando vueltas por todo el cuarto, pero no lo encontré. Entonces me dije, voy derecho y tengo que pegar en la pared, pero por más que caminaba, nunca topé con ella, así que me seguí de largo y en el recorrido quién sabe a qué tantos lugares habré llegado; solo escuchaba voces, música y ruidos. Terminé cansada. Me detuve y regresé por donde mismo, hasta que amaneció y me vi frente al cordón.
El acto del beso incógnito y que ella adivinara quién era, se repitió hasta el cansancio, como suele suceder con los viejos vicios de los dioses, solo que en este lado, el de los mortales, la eternidad estaba negada y mi abuela María, al tocar los ochenta y nueve años decayó en vejez.
Se aferró a la vida hasta el último segundo que pudo. Su agonía se extendió a varios meses, al punto de que yo no quise recordarla en sufrimiento y dejé de visitarla. El Doctor, quién sería el Caronte que la conduciría a la muerte, decía que ella no quería morir, pues le temía a los misterios del más allá. En ese lapso, mi sobrina Elizabeth, quien rondaba en su infancia, le dio un beso y mi abuela falló diciendo: “mi Tito”. Cuando lo supe, fui a visitarla todos los días, sobrepasando la tez del sufrimiento, para que supiera que estaba a su lado, temiendo, al igual que ella, al misterio de la muerte.
Su entierro fue muy concurrido, los músicos la despidieron y a Ramón Tiznado, quien proveyera la música, le fueron abdicados sus colguijes y pulseras. Yo miraba sin ver, estaba fuera de todo, buscando algún estruendo del cielo, algo que me dijera que estaba en otro sitio, pero a las horas todos regresamos a nuestras vidas; la mía ahora, transitaría sin ella. Me parece que no fui lo suficientemente explícito en decirle cuánto la quería. Por mucho tiempo le guardé rencor por no ser su nieto preferido, pero puedo afirmar que sí la quiero.
Han pasado treinta años de su ausencia, y es ahora, al hacer una pausa, para servirme una taza de café, que recuerdo su sueño. Tocan a la puerta en mi mente que sigue escribiendo la historia, y me toma por sorpresa. Regreso al ordenador desde donde escribo que tocan a la puerta, lo hacen una y otra vez, hasta trastocarme el sentido. Me levanto del sitio, sin levantarme, atiendo los toquidos de locura desde la hoja blanca; me dirijo a la puerta. Espero que sea ella venida desde aquel sueño. En caso de serlo, sin decir nada le daré un beso en su mejilla, ella no me verá, pues solo distingue sombras, entonces adivinará diciendo: “mi Tito”. Yo le reclamaré su supuesta ceguera, ella se reirá de mi insolencia. Le invitaré a pasar, prepararé una taza de café infinita, para que no intente regresar y que se olvide, de una vez por todas, de buscar el cordón que enciende la luz de la eternidad.
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IMAGEN
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Eleuterio Buenrostro Calatrava, de profesión, escanciador de almas, es un ser inmortal insuflado, no nacido, el 14 de marzo de 2002 en Manuel Núñez. Sobre este último se sabe que es un seudoescritor intuitivo, que se escuda en heterónimos, y latinismos que desconoce, por falta de credenciales como escritor. Vino al mundo un 16 de julio de 1972, en Benjamín Hill, Sonora, cuando el tren de las seis de la tarde anunciaba su llegada. Fue entintado por los tipos de una vieja imprenta, perteneciente a su padre. Marcado en su niñez, se fue a bañar, desde los cuatro años, a las playas de Puerto Peñasco, Sonora, y a secar, desde los dieciocho, en el sol de Mexicali, Baja California, donde reinicia como escritor de tiempo incompleto. Colaboró a finales de los noventa en la sección de música, en la revista Ahí Tv’s. Debido a la apertura que otorga internet fue publicado en la página Ficticia.com, y actualmente colabora en Sombra del Aire, siendo Eleuterio Buenrostro —su nombre de tinta y verdadero artífice—, quien guía su pluma desde el escondrijo. Non plus ultra.
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