No sé cómo sucedió, solo lo hice, solo dejé de pensar y lo hice, la probé y me gustó. De ahí en adelante, hasta aquí todo ha sido despeñarse, entregarse al placer de consumirla, exaltarme con su tibieza entrándome en el cuerpo. Rendirme a ello y nada más. ¡Sí, soy un adicto! ¡Qué más da!
Ya no voy a mentirte diciendo que voy a dejarla; hace ya mucho tiempo que superé esa fase de muletillas de hipocresía falaz. Ahora estoy en la del cinismo total. Claro, eso no significa que saldré a la calle a divulgarlo a todo el mundo, es muy mi vicio, es muy mi bronca, y en verdad no perjudico a nadie.
En realidad, después de hacerlo, las cosas han sido mucho más sencillas, no quiero decirte que toda la vida lo planee, que me pasaba los días decidiendo si consumirla estaba bien o estaba mal, pero para serte sincero voy a confesarte que creo que todo este asunto ya venía grabado en el lado b de mi cerebro y de antemano.
Es cuestión de enfoque puro, de tendencias, de mayorías, probablemente pienses en este momento que soy el peor hombre del mundo, que soy una aberración burda y completa, pero lejos de vanas hipocresías y justificaciones facilonas, yo estoy rotundamente convencido que no soy peor ser humano que un genocida, un enfermo de poder, un dictador, un político corrupto, un secuestrador; es más, no soy peor persona que un asaltante cualquiera, tal vez esté enfermo, sí, pero no soy peor. Yo no ando por el mundo rompiéndole las bolas a ningún cristiano.
Pero más allá de moralinas torpes y cantaletas insulsas, quiero decirte que lo que acabo de hacer, única y sencillamente lo hice porque te amo. Probablemente no lo creas, seguramente pensarás que estoy burlándome de ti, pero no es así, jamás en la vida entera había dicho algo con tanta razón y con tanta verdad. ¿Recuerdas cuando nos casamos? ¿Cuándo prometimos compartir nuestras vidas, nuestros gustos, nuestros planes, nuestras penas y hasta nuestras enfermedades? ¿Lo recuerdas? ¡De eso se trata esto! ¡De compartir lo que yo he encontrado! ¡Esta virtud que todos asumen a priori como una bajeza sin saber lo que hay detrás!
Verás, cuando la probé por primera vez, con toda la reserva del mundo, con el cerebro ciego de prejuicios, con la voluntad en titubeo, con el fardo moralino del pecado escudriñándome rabioso, no pude entregarme al solaz completamente. Me persiguió una culpa horrible muchos meses, pero como era de esperarse reincidí, y cada vez que repetía rompía grilletes, ahuyentaba a los fantasmas del remordimiento, abrí uno por uno los aparatos sensoriales de mi cuerpo a la nueva, dulcísima experiencia de este vicio, y los experimenté por separado y luego juntos, combinados, y cuando renuncié a la barbaridad de las trabas morales que solo son impedimentos, pude experimentar mi vicio con los ojos tan cerca como lo haría un niño curioso y muy travieso; auscultando la composición extraña de su cuerpo, me fascine con su textura entre mis dedos, en esta piel y en este rostro; olfateé con ceremonia el acre aroma como un monje tibetano que aspira reverente el olor de los inciensos; y luego la probé de nuevo con tanta golosina, chasqueé la lengua como hace un sommelier y amé el sonido y el aroma hermosos que brotaban de mi boca.
Me aficione a este vicio con tanta energía devastadora, la consumía tan a menudo como tres o cuatro veces al día, y mi cuerpo no tardó en cobrarme la factura, ninguna cosa que no se remediara con la toma de antibióticos. Así aprendí a dosificarme, a degustar minuciosamente cada vez que lo hacía, espacié los periodos entre consumos, y los esperaba con ansiedad abrumadora y emotiva, sofistiqué mi adicción con gran maestría, aprendí como crear mejor producto, y hasta el maridaje perfecto con un vino. En fin, me hice un experto.
Después me dio por experimentar otras cosechas, las mías no estaban mal pero ¿y las otras? ¿Cómo sabría de qué me estaba yo perdiendo si no probaba? Hubo de todo, algunas horriblemente magras, la mayoría fueron mediocres, horribles e indiferentes, pero ¡ah! hubo de aquellas que valieron todas las penas recibidas. Y por esos pocos tan sabrosos momentos no me arrepiento.
Te digo, cielo, me hice tan bueno, tan conocedor, tan diestro que lamentaba que el mundo se perdiera de ello, y soñaba con utopías desenfrenadas donde todos los seres humanos en armonía conocieran mi vicio y pudieran saborearlo como yo, que todos lo quisieran, que todos lo disfrutaran sin trabas morales ni prejuicios. Y tracé planes extraños para introducir involuntariamente y por principio de cuentas a todos los vecinos.
Pero después me vino este amor tan egoísta y cambié mi raciocinio. ¿Por qué habría de entregarle al mundo mi mejor secreto? ¿Acaso los hombres merecían sumergirse en un solaz tan inmenso y legítimo? ¿Y qué tal si al divulgarlo y promoverlo dejaba de ser tan bueno precisamente porque una de sus más grandes virtudes era quizá que fuera secreto y prohibido? ¡Ah! ¡No señor! El mundo me había quitado tanto y del modo más artero e injusto y yo no iba a entregarle en bandeja de plata mi mejor vicio y servicio.
Pero tras unos días pensé en ti, en lo que siento hacía ti, en lo que te amo y te respeto, en que eres tú la única belleza de este podrido mundo que puede competir con mi vicio. ¡No me mal interpretes! ¡No te estoy comparando! De hecho, tú, mujer mía, eres exactamente lo contrario y precisamente por eso te amo, por ser pureza, por ser belleza, por ser inocencia, por ser tú tan como eres tú.
Y por ello no podía yo dejarte así, sin que supieras, sin que probaras —aunque fuera sin querer— mi dulce maná. Tienes que entender que si yo te hubiera advertido de antemano de lo que se trataba, te hubieras rehusado tozudamente a probarlo; por eso elegí cocinarte, prepararte este platillo sofisticado, solo para tu paladar, como una exquisita ofrenda de amor… Mi hermosa flor, esta deliciosa obra de arte culinaria está hecha a base se tu propia evacuación. ¡No hay por qué armar lío! La caca es solo tuya, pues no consideré justo iniciarte en este arte con otra ajena. Yo empecé comiendo la mía. Ahora ya sabes mi verdad y sabes lo que has consumido. Si me crees y si aún me amas, dale un bocado más y después bésame, ¡amor mío!
IMAGEN
Noctámbulo >> Óleo >> Javier Bellido Valdivia
César Abraham Vega nació en la Ciudad de México el 30 de abril de 1981. Narrador, crítico, promotor cultural y traductor. Cursa la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Tiene estudios formales de Informática e idiomas. Algunos de sus textos han sido publicados en diferentes medios impresos y electrónicos. Actualmente se desempeña como webmaster y editor en Sombra del Aire.