EL ÚLTIMO HOMBRE DE LA BIBLIOTECA

por Alberto Bejarano

Por Alberto Bejarano

Al descubrir que había muerto volví a ser el hombre que fuma esperando el tranvía.

En vida, me gustaba ir en las mañanas a la Biblioteca José Manuel Arango de Bogotá. Leía diarios que dejaban sobre las mesas otros tipos como yo; llenaba crucigramas que recortaba de revistas recicladas o simplemente me quedaba dormido hasta que llegaba un vigilante. Era un pensionado –sin pensión-, no había hecho familia ni fortuna. No había sido ni emprendedor ni inversionista. Tenía un amigo, Andrés Holguín, poeta, traductor, carcelero en los días del odio. Andrés me llamaba Orestes.

Todo lo hice a plazos, sin pensar en el futuro, sin deberle a nadie. Mi rol estelar fue en la película Confesión a Laura, la historia de un hombre que fuma por primera vez el 10 de abril de 1948. Se filmó en Cuba. Sudaba a mares. Tengo pegada en mi cuarto una postal del Malecón de La Habana. No me dejé tentar por la televisión ni por el jet-set, a pesar de que “pinta no me faltaba”. Le hice el quite a la fama sin despeinarme. Uno que otro sábado extrañaba los escenarios y sentía la imperiosa necesidad de meterme en una sala de cine rotativo.

Las bibliotecarias me ponían un ojo encima cada vez que entraba a una sala. Era muy conocido por rayar las hojas, por anotar cosas intraducibles en los márgenes, por pegar papeles en los libros. ¡Si cada fantasma pudiera instalarse en el lugar más feliz que tuvo en vida! Ese lugar era la Sala de “libros raros y curiosos” de la Biblioteca. Religiosamente cargaba unos guantes de látex y un tapabocas y me aventuraba en las texturas y en los pliegues  secretos. Mi sueño era tener un taller de restauración de libros antiguos.

Ya muertos, se nos permite quedarnos en el sitio que escojamos, debemos pasar la eternidad ahí. En mi caso fue la estación del Tranvía de la Avenida Jiménez con séptima, donde aparentaba ser el hombre que fuma. Todas las mañanas y todas las tardes finjo que me voy al Mar. Quizá usted ya me haya visto.

IMAGEN

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