Por Víctor Alvarado
A Braulio Gutiérrez, por su inagotable caridad
La timidité a été le fléau de ma vie
Michel de Montaigne
I
Para mis camaradas:
La única ventaja de permanecer en cuclillas en una celda tan reducida, digamos de un metro cuadrado, es poder descansar por momentos hacia los costados. Para ponerte de pie te das tus mañas, sólo debes mantener la cabeza gacha para no pegar con la reja del techo; al mismo tiempo, debes atorarte con las manos de una ranura del yeso de los muros. Luego vuelves a sentarte en el piso, procuras no permanecer tanto tiempo en la misma posición, no por los calambres en piernas y pantorrillas sino por la angustiosa desesperación que te causan las visitas. Aquí, debes estar alerta.
Por encima de la rejilla metálica del techo, pende una lámpara terriblemente incandescente cuya refulgencia te provoca las peores jaquecas; mueres de sueño y la encienden, luego caen los chorros de agua helada.
Permanecer en cautiverio tiene muchas desventajas; de las paredes tibias escurre permanentemente un líquido viscoso; ninguna diferencia con el de tu propia exudación. El hedor y enmohecimiento se intensifican con el calor y la humillación de tus desechos excrementicios.
Cuesta respirar. Mantener ese aire fatal en los pulmones o pasar saliva para aliviar la resequedad, resulta un acto casi heroico. De nada sirve llorar.
No hay minutos ni atardeceres en el dédalo del horror; el tiempo fue sepultado en el subterráneo de los recuerdos.
Te encuentras solo con tu vergüenza, pero hallas un oasis de sosiego en tu camino al desahogo.
La peor tortura no es la corpórea. El laceramiento de la psique deja hondas heridas eternas. ¡Oh, señor!, imploras. Pero nunca llega.
Tus amigos y tú, son obligados a caminar por la frontera del sufrimiento; los han quebrantado, dices con pena; los quebrantaron a todos.
Juras haber soportado más allá de cualquier límite. Juras haber aguantado cualquier tipo de dolor. Juras haber encarado con valentía, las más insospechadas vejaciones, y haber conducido también, con tus mejores intenciones, el destino del movimiento social, por la única vía, hasta ese momento concebible; la pacífica, la del entendimiento.
Eres objeto de la crueldad humana. Te defiendes. Intentas proteger a los muchachos.
Te golpean atrozmente antes de flaquear. Te traen arrastrando hasta aquí. Tu espíritu cede ante la horripilante pestilencia roja de la sangre.
No hubo más remedio; tras el fatídico acontecimiento aceptas la responsabilidad.
Qué será de los jóvenes, te preguntas. Son tan ingenuos, inocentes. Ahora pagan por la inútil revuelta de los otros; por tu lucha grandiosa.
Tardíamente desvelan siniestras manos, el aparente, y no el verdadero interés político de la fracasada lucha; de la manifestación pacífica; del rechazo a la violencia; de la resistencia organizada; de las exigencias por una vida mejor para todos.
Por lo que sea. Por lo que haya sido. Los violentaron a todos.
Sientes pena por ellos, te da tristeza abandonarlos, saber de su trance. No puedes aguantar; caes.
En medio de un acto nefando firmas puras papeletas en blanco. Te das asco por infame.
Prometieron soltarte primero a ti y luego a los muchachos.
Una marcha en defensa de los derechos y garantías de una comunidad agonizante, nunca debió terminar así. Nunca, cuando el reclamo fue la justicia. No debió terminar así. No debes terminar así.
II
¿Cómo siendo Friedrich un luchador, se derrotó?
Hoy su pensamiento se pobló de indignación, hoy, exasperado debió sosegar dentro de sí, la furia del absurdo. Hoy, precisamente hoy que será su último día, evocó al fin, un pasaje de su infancia; el momento preciso del cambio, el lapso eterno que viró el devenir del tiempo, de su propio tiempo.
Pasaron más de veinte años para darse cuenta de los rescoldos que hoy resurgen para avivar el fervor de su memoria; para resucitar aquel punto de quiebre.
Ese día arrojaron, y arrojó, encima de la esperanza de quien comienza a vivir, —encima de la purísima, la inconmensurable esperanza—, encima de sí mismo, las pesadas cadenas de la indiferencia, con todo y su grillete y los inviolables cerrojos de ignominia; en ese instante desconoció la nobleza que a su ser todavía servía; ahí, encaró por vez primera, el terrorífico y desfigurado rostro del miedo.
¿Cuál esperanza y cuál miedo pudo sentir? Los mismos en su estado más puro.
Ella, la esperanza de cimentar y alcanzar un futuro seguro, la de poder hacer algo por alguien; la de ayudar al desamparado, al desprovisto. Esa cuya intención es progresar y corregir la vida propia. Esa. La de alcanzar un estadio de comodidad y paz. A esa esperanza se refería; aquella colectiva exigencia de ayuda mutua, extinguida por su propio temor.
Y del miedo, ése inmanente arrastrado a perpetuidad; lapa maligna que impide ser auténtico. Ése, el de los mil disfraces que flagela el espíritu, que revienta los anhelos, inunda con su angustia los sueños, evapora cualquier acto de valentía, fortalece las injurias del enemigo, oprime sin piedad las entrañas, atranca con sus mañas la alegría, impide el tránsito del juicio, inhibe toda realización, desgarra el ánimo nonato, derrumba el baluarte de la pasión, y termina, casi siempre, por descoyuntar al individuo entero.
Ese día, ese hermoso día, caminó en familia. Estaba contento por mantenerse a salvo, en conjunto, dentro de esa célula íntegra, incólume.
Agradecía por compartir en la misma mesa un exquisito almuerzo. Era dichoso porque cada integrante ocupaba su lugar, cada quien hacía lo debido, sin salirse de los límites, sin transgredir el orden general, sin sobrepasar la muralla de los cánones, sin intentar sorprender, en modo alguno, el imparable andar de una sociedad tullida, lesionada.
En ese lugar y tiempo, sin importar lo que le hubiera rodeado, se sentía reconocido, se sentía a gusto, entero y jubiloso.
Las callejuelas empedradas y los antiguos edificios completaban el bello cuadro. Al terminar los alimentos fueron a misa de catedral, después, dieron un paseo por la arboleda, hasta llegar a la nevería, en cuya cercanía miró cómo se acercaba una pobre mujer harapienta con sus dos hijos; una pequeña de unos diez u once años con el rostro triste y mugriento, la nariz llena de mocos, la cabellera larga y enredada; y un niño mal rapado de ojos claros y llorosos; vestido con calzones, ni siquiera zapatos.
Los tres estiraron la mano. Los tres pidieron algo. Los tres decían sin decir: tenemos hambre. Los tres sufrían.
Al ver a los indigentes, una extraña opresión le rodeó por el tórax, el estómago se le había revuelto. Contra su voluntad permaneció inmóvil.
Pensó pedir dinero para darlo, pensó compartir su nieve de mango, quiso acercarse, dar la mano a la señora, abrazar a la niña, cobijar al pequeño, a los tres; demoler de una vez el dique para dar cauce al llanto contenido.
Su más claro recuerdo fue la súplica incrustada en la mirada penetrante de la niña.
Nada hizo. Se petrificó. Sólo pudo huir. Se fue sin hacer algo. Se acobardó. No enfrentó sus emociones. Sintió pánico de enfrentar a sus padres y abuelos.
Anda mi niño, sigue tu camino y no mires, le dijo papá, y lo empujó del hombro. No te les acerques, podrían hacerte daño, dijo mamá, vacilante pero con la determinación de quien cuida a sus críos. ¡A un lado, no molesten, vagos buenos para nada!, espetó el abuelo jalando por el brazo a la abuela.
Hoy se le revelan también los efectos de aquella amarga conmiseración; siguen vigentes, aunque en ocasiones él lograra enfrentar todos sus temores.
No dijo una palabra. Se tragó su nieve y sus lágrimas. Pensó que esos seres tan queridos lo cuidaban; en su cabeza, reburujadas permanecieron cientos de dudas y la pesada y persistente incógnita de saber qué habría pasado de haber actuado; si hubiera hecho cualquier cosa; quitarse el saco o los zapatos para ofrecerlos al niño, si hubiera podido al menos gritar desesperado.
Así creció y maduró, así, como ocurre todo sin ayuda de nadie, así, así ha recorrido este pasaje, sofocando su esperanza.
Pero la vida tiene inteligencia propia y el destino muestra siempre nuevas salidas. A final de cuentas, no tuvo más remedio que continuar, seguir de frente, pese a cualquier catástrofe, pese a cualquier remordimiento.
Friedrich L.*
Nota:
Escrito en francés, presuntamente por Friedrich L. (mejor conocido como “El guía”), este mensaje fue traducido por Josué M. Rentería, activista suramericano.
*Se dice que fue visto por última vez en junio pasado, en el Aeropuerto Internacional de Managua, Nicaragua, al abordar un avión con destino desconocido.